manuel nieves fabián
ANTONIO JAPA
Todos le temían, menos su mujer. Decían que era el mismísimo diablo en persona, pues casi todas las cosas estaban bajo su control. Cogía un huevo, lo abrigaba con las palmas de sus manos y al instante el pollito picoteaba la cáscara y salía corriendo. Si deseaba comer algo, simplemente pronunciaba el nombre del potaje deseado, y cuando ni acababa de hablar aparecían los ricos y sabrosos platos. Todos decían que estaba curado para siempre y no moriría nunca. Cogía una pistola y se lo entregaba a sus amigos, les ordenaba que le pusieran balas, luego introducía el cañón en la boca y soltaba los disparos uno tras otro, y riéndose escupía los plomos como si fueran granos de cancha. En su trabajo era el primero en acabar sus tareas y nadie sabía cómo lo hacía.
Cierta vez le dijo a su mujer: «Cuando me muera mandarás cavar una fosa muy honda y harás construir un ataúd con la más gruesa de las maderas».
En otra ocasión, como ya sabiendo lo que iba suceder le dijo: «Ya no estaré mucho tiempo aquí. El día que yo me vaya para siempre, tú no te quedarás sola, te casarás nuevamente y tendrás dos hijos». La mujer compungida y resignada la escuchaba.
Un buen día decidió enviar a su mujer a la ciudad con el pretexto de hiciera compras, advirtiéndole que estuviera de vuelta dentro de cinco días. Así fue. Las gentes aseguraban que todos aquellos días Antonio Japa discutía airadamente en el interior de su casa. Hasta la calle se escuchaban voces, a veces amenazantes, otras suplicantes:
–¡Un año más por favor!
–¡Es imposible! –respondía la voz.
–¡El contrato era por años y no por días!
–¡Por años o por días, se cumplió el contrato!
–¡Me has engañado!
–¡Firmaste el contrato, yo no te obligué!
–¡Miserable!
–¡Es tarde, no tienes por qué arrepentirte!
Y muchas voces surgían desde la oscuridad gritando: «¡Ha llegado tu hora Japa! ¡Te llevaremos en cuerpo y alma!»
Antonio suplicaba y lloraba, pero como respuesta se escuchaban carcajadas atronadoras.
El día del retorno de su mujer había convenido con ella esperarla en Wakipata, una loma junto al caudaloso y torrentoso río.
Desde la loma, lugar desde donde las gentes del pueblo solían divisar, vio a su mujer que se acercaba a la quebrada. El río había crecido. Sus bravas y encrespadas olas azotaban las ramas de los molles y saucos amenazando desenraizarlos. Japa, que no dejaba de mirar a su mujer, cuya preocupación era cada vez más creciente al no saber cómo cruzar las turbulentas aguas, la llamó. Ella, apenas distinguió a su esposo, se puso muy contenta y caminó hacia a orilla del río por un sendero estrecho lleno de espinas y cuando salió al camino grande se dio cuenta que estaba tan cerca de su casa. Ante su incredulidad, Japa se reía sarcásticamente.
Esta y otras cosas le asustaban a ella porque no podía entender lo que estaba pasando. No había una explicación lógica.
Ya no soportando seguir callada decidió contarle al administrador de la hacienda. Éste, un hombre frío y calculador, no creyó y dijo que eran tonterías. Ante la insistencia de la mujer, envió a sus caporales con la orden de que Antonio Japa fuese encerrado en el matawasi, es decir, en el cuarto más seguro donde no había posibilidad de fuga. El hombre se dejó apresar sin oponer resistencia. El cuarto fue asegurado con un enorme candado.
A mediodía, hora en que el sol muerde las carnes y el sudor corre a raudales, era costumbre en la hacienda tocar la campana para hacer alto en la jornada y formar cola para recibir la ración. El campanero, desde lo alto de la torre, vio a Japa que corría por el sendero, junto al río. Incrédulo, abrió aún más grande sus ojos, los restregó con el dorso de sus manos una y varias veces y comprobó que era Japa quien huía. Dio aviso al mayordomo, quien inmediatamente mandó abrir el matawasi. En el oscuro cuarto no había signo de vida. Misteriosamente Japa había salido, burlando la seguridad de la celda.
El mayordomo ordenó a sus peones que inmediatamente fueran a perseguirlo y que lo capturasen vivo o muerto.
Los peones, conocedores del lugar, cortaron el camino y lo acorralaron en una encañada. Japa, al sentirse casi atrapado, no teniendo otra alternativa, se arrojó de una enorme altura a las embravecidas aguas del río. Cuando los hombres llegaron a la orilla lo vieron sentado, casi al fondo, sobre una piedra, en una pequeña isla, en medio del río. Un muchacho, buen nadador, se arrojó al agua para ayudarlo salir. Cuando ya se encontraba casi junto a él, Japa se arrojó al agua y ante el asombro de todos, como un rayo se precipitó del cielo un enorme buitre de alas completamente negras que iba volando a ras del río sobre la cabeza de Japa, haciéndole sombra, y así se perdió en el último recodo de las serpenteantes aguas del río.
A los dos días lo encontraron muerto, varado en medio de una palizada, cerca de una playa.
La mujer hizo conducir el cadáver a la hacienda para ser velado y enterrado.
Así como fue su decisión en vida, la caja mortuoria fue confeccionada con la más gruesa de las maderas. Allí reposaba Japa, al centro de cuatro candiles que chisporroteaban ante el furor del viento. Sus amigos que se aproximaban para contemplar su cadáver salían espantados y horrorizados diciendo haber visto sobre su pecho a un buitre negro que furioso le picoteaba los ojos; otros decían, que muchos gatos negros, con los ojos fosforescentes, danzaban diabólicamente sobre su cadáver.
Los peones de la hacienda, por orden del mayordomo, para no tener ya más complicaciones, siempre cumpliendo con los deseos de Japa, cavaron una fosa muy honda y lo enterraron taponeándole con piedra, barro y tierra.
Al quinto día de su entierro, unos pescadores hallaron a orillas del río los restos de las tablas de la caja mortuoria de Japa. Para comprobar si eran esas mismas tablas fueron al cementerio y encontraron la fosa abierta.
Todos comentaban que habría sido llevado en cuerpo y alma para servir al mismísimo diablo.
Manuel Nieves Fabián
Cierta vez le dijo a su mujer: «Cuando me muera mandarás cavar una fosa muy honda y harás construir un ataúd con la más gruesa de las maderas».
En otra ocasión, como ya sabiendo lo que iba suceder le dijo: «Ya no estaré mucho tiempo aquí. El día que yo me vaya para siempre, tú no te quedarás sola, te casarás nuevamente y tendrás dos hijos». La mujer compungida y resignada la escuchaba.
Un buen día decidió enviar a su mujer a la ciudad con el pretexto de hiciera compras, advirtiéndole que estuviera de vuelta dentro de cinco días. Así fue. Las gentes aseguraban que todos aquellos días Antonio Japa discutía airadamente en el interior de su casa. Hasta la calle se escuchaban voces, a veces amenazantes, otras suplicantes:
–¡Un año más por favor!
–¡Es imposible! –respondía la voz.
–¡El contrato era por años y no por días!
–¡Por años o por días, se cumplió el contrato!
–¡Me has engañado!
–¡Firmaste el contrato, yo no te obligué!
–¡Miserable!
–¡Es tarde, no tienes por qué arrepentirte!
Y muchas voces surgían desde la oscuridad gritando: «¡Ha llegado tu hora Japa! ¡Te llevaremos en cuerpo y alma!»
Antonio suplicaba y lloraba, pero como respuesta se escuchaban carcajadas atronadoras.
El día del retorno de su mujer había convenido con ella esperarla en Wakipata, una loma junto al caudaloso y torrentoso río.
Desde la loma, lugar desde donde las gentes del pueblo solían divisar, vio a su mujer que se acercaba a la quebrada. El río había crecido. Sus bravas y encrespadas olas azotaban las ramas de los molles y saucos amenazando desenraizarlos. Japa, que no dejaba de mirar a su mujer, cuya preocupación era cada vez más creciente al no saber cómo cruzar las turbulentas aguas, la llamó. Ella, apenas distinguió a su esposo, se puso muy contenta y caminó hacia a orilla del río por un sendero estrecho lleno de espinas y cuando salió al camino grande se dio cuenta que estaba tan cerca de su casa. Ante su incredulidad, Japa se reía sarcásticamente.
Esta y otras cosas le asustaban a ella porque no podía entender lo que estaba pasando. No había una explicación lógica.
Ya no soportando seguir callada decidió contarle al administrador de la hacienda. Éste, un hombre frío y calculador, no creyó y dijo que eran tonterías. Ante la insistencia de la mujer, envió a sus caporales con la orden de que Antonio Japa fuese encerrado en el matawasi, es decir, en el cuarto más seguro donde no había posibilidad de fuga. El hombre se dejó apresar sin oponer resistencia. El cuarto fue asegurado con un enorme candado.
A mediodía, hora en que el sol muerde las carnes y el sudor corre a raudales, era costumbre en la hacienda tocar la campana para hacer alto en la jornada y formar cola para recibir la ración. El campanero, desde lo alto de la torre, vio a Japa que corría por el sendero, junto al río. Incrédulo, abrió aún más grande sus ojos, los restregó con el dorso de sus manos una y varias veces y comprobó que era Japa quien huía. Dio aviso al mayordomo, quien inmediatamente mandó abrir el matawasi. En el oscuro cuarto no había signo de vida. Misteriosamente Japa había salido, burlando la seguridad de la celda.
El mayordomo ordenó a sus peones que inmediatamente fueran a perseguirlo y que lo capturasen vivo o muerto.
Los peones, conocedores del lugar, cortaron el camino y lo acorralaron en una encañada. Japa, al sentirse casi atrapado, no teniendo otra alternativa, se arrojó de una enorme altura a las embravecidas aguas del río. Cuando los hombres llegaron a la orilla lo vieron sentado, casi al fondo, sobre una piedra, en una pequeña isla, en medio del río. Un muchacho, buen nadador, se arrojó al agua para ayudarlo salir. Cuando ya se encontraba casi junto a él, Japa se arrojó al agua y ante el asombro de todos, como un rayo se precipitó del cielo un enorme buitre de alas completamente negras que iba volando a ras del río sobre la cabeza de Japa, haciéndole sombra, y así se perdió en el último recodo de las serpenteantes aguas del río.
A los dos días lo encontraron muerto, varado en medio de una palizada, cerca de una playa.
La mujer hizo conducir el cadáver a la hacienda para ser velado y enterrado.
Así como fue su decisión en vida, la caja mortuoria fue confeccionada con la más gruesa de las maderas. Allí reposaba Japa, al centro de cuatro candiles que chisporroteaban ante el furor del viento. Sus amigos que se aproximaban para contemplar su cadáver salían espantados y horrorizados diciendo haber visto sobre su pecho a un buitre negro que furioso le picoteaba los ojos; otros decían, que muchos gatos negros, con los ojos fosforescentes, danzaban diabólicamente sobre su cadáver.
Los peones de la hacienda, por orden del mayordomo, para no tener ya más complicaciones, siempre cumpliendo con los deseos de Japa, cavaron una fosa muy honda y lo enterraron taponeándole con piedra, barro y tierra.
Al quinto día de su entierro, unos pescadores hallaron a orillas del río los restos de las tablas de la caja mortuoria de Japa. Para comprobar si eran esas mismas tablas fueron al cementerio y encontraron la fosa abierta.
Todos comentaban que habría sido llevado en cuerpo y alma para servir al mismísimo diablo.
Manuel Nieves Fabián