manuel nieves fabián
CASTIGO DEL AUKISH
Silverio era un diestro cazador de venados, pues, cada vez que salía de caza infaliblemente retornaba con las alforjas repletas de carne y los cuernos de los ciervos relucían sobre sus hombros cual trofeos después de una competencia.
Cierta vez llegó a las cumbres de Muchuyaku, un cerro arisco y no tan generoso. Apenas se dispuso a otear, allí cerca, a sus pies, pacía un inmenso y hermoso animal de cuernos crecidos cual ramas tronchadas. Sin titubear, preparó su arma, encañonó al animal, aguantó la respiración y disparó. El estampido salió y el eco recorrió ululando por cerros y quebradas. El ciervo no huyó, por el contrario, se quedó quieto, luego levantó la cabeza lo más que pudo tratando de indagar de qué lugar había salido el disparo. El cazador había errado el tiro, pues el animal ni siquiera había sido herido. Era inaudito lo que le estaba pasando. En toda su trayectoria nunca había errado un tiro teniendo tan cerca al animal. Disgustado de sí mismo, cuando se aprestaba a disparar el segundo tiro, repentinamente, por detrás se le apareció una mujer muy hermosa con una cabellera deslumbrante que en tono suplicante le dijo:
–¡Taytitu, ama matipaykamaychu, yayannimi! (2)
(¡Padrecito, señorcito, por favor no me lo mates al padrillo o reproductor!)
El cazador, ni por la aparición de la mujer se inmutó, ni por sus súplicas se compadeció; por el contrario, ante esta situación que le era humillante, aplastó el gatillo y por segunda vez salió el tiro rasgando los aires. El animal asustado e inquieto comenzó a caminar para cruzar la pequeña pampa e internarse entre los roquedales.
Ante esta nueva situación que le fue adversa, encolerizado y fuera de sí, cargó el tercer tiro y cuando se proponía a disparar, la mujer que había permanecido a su lado rogándole en tono suplicante le mostró un mortero de plata a la vez que le dijo:
–¡Ama matipaykamaychu, muchkata apakuy! (2)
(¡No lo mates por favor! ¡A cambio de ello llévate el mortero!)
Y entre otras cosas también le decía que ese mortero era de su abuelo y que ella por haber desobedecido al Tayta Jirka estaba condenada a cuidar los animales y era su último año, si cumplía podía salvarse, pues tenía la esperanza de vivir nuevamente entre los mortales.
A Silvano no le interesó el infortunio de la mujer, lo que en ese instante primaba era recuperar su prestigio de tirador. Era humillante haber errado dos tiros y lo peor sin que huyera el animal. Sin inmutarse apuntó a pesar de las súplicas y los llantos de la infeliz, y disparó. El ciervo mortalmente herido dio un salto y cayó al suelo hecho un ovillo.
Al ver que su reproductor había muerto, la mujer desapareció. En ese instante, como por encanto, el campo se nubló y el viento frío, helado, comenzó a soplar y silbar sobre el pajonal; luego, los granizos cual pedradas del cielo empezaron a rebotar sobre la pampa.
El cazador, a pesar de la fuerte tempestad, corrió tras el animal para desangrarlo, luego se refugió en el interior de una cueva y esperó que pasara la tormenta. En su soledad empezó a chacchar y poco a poco el sueño se hizo irresistible hasta que se quedó profundamente dormido. En sus sueños distinguió a un anciano de blanca cabellera que en medio de truenos y relámpagos iba a su encuentro junto con la mujer que hace instantes le suplicaba que no matara a su animal.
La presencia del anciano de inmensa barba imponía respeto. Asomándose a la cueva y apuntándole con su bastón le dijo con voz tronante:
–¡Imanirmi yayanita mana nikashuptiki matirjunki!, ¡Imanir! ¡Saypa chaninmi gurtayki kanqa! (3)
(¿Por qué has dado muerte al padrillo a pesar que te suplicaba que no lo mates? ¡Por qué! ¡El precio de ello serán tus huevos!)
Apenas terminó de hablar, desgajó de la roca una porción de piedra filuda y se los cortó con la velocidad de un rayo.
En ese instante el cazador sintió un profundo dolor y se despertó asustado. Inmediatamente se tocó los testículos y no encontró ni uno, entonces se bajó el pantalón para verificar sus sospechas y sólo pudo distinguir una profunda cicatriz como si hubiese sido de una herida antigua.
Lleno de terror, a pesar de la lluvia torrencial, dejando al animal muerto y la escopeta a su suerte, salió corriendo como enloquecido y al llegar a su casa la fiebre empezó a cocinarle el cuerpo y esa misma noche murió.
Era el castigo del aukish terrible y justiciero.
Manuel Nieves Fabián
Cierta vez llegó a las cumbres de Muchuyaku, un cerro arisco y no tan generoso. Apenas se dispuso a otear, allí cerca, a sus pies, pacía un inmenso y hermoso animal de cuernos crecidos cual ramas tronchadas. Sin titubear, preparó su arma, encañonó al animal, aguantó la respiración y disparó. El estampido salió y el eco recorrió ululando por cerros y quebradas. El ciervo no huyó, por el contrario, se quedó quieto, luego levantó la cabeza lo más que pudo tratando de indagar de qué lugar había salido el disparo. El cazador había errado el tiro, pues el animal ni siquiera había sido herido. Era inaudito lo que le estaba pasando. En toda su trayectoria nunca había errado un tiro teniendo tan cerca al animal. Disgustado de sí mismo, cuando se aprestaba a disparar el segundo tiro, repentinamente, por detrás se le apareció una mujer muy hermosa con una cabellera deslumbrante que en tono suplicante le dijo:
–¡Taytitu, ama matipaykamaychu, yayannimi! (2)
(¡Padrecito, señorcito, por favor no me lo mates al padrillo o reproductor!)
El cazador, ni por la aparición de la mujer se inmutó, ni por sus súplicas se compadeció; por el contrario, ante esta situación que le era humillante, aplastó el gatillo y por segunda vez salió el tiro rasgando los aires. El animal asustado e inquieto comenzó a caminar para cruzar la pequeña pampa e internarse entre los roquedales.
Ante esta nueva situación que le fue adversa, encolerizado y fuera de sí, cargó el tercer tiro y cuando se proponía a disparar, la mujer que había permanecido a su lado rogándole en tono suplicante le mostró un mortero de plata a la vez que le dijo:
–¡Ama matipaykamaychu, muchkata apakuy! (2)
(¡No lo mates por favor! ¡A cambio de ello llévate el mortero!)
Y entre otras cosas también le decía que ese mortero era de su abuelo y que ella por haber desobedecido al Tayta Jirka estaba condenada a cuidar los animales y era su último año, si cumplía podía salvarse, pues tenía la esperanza de vivir nuevamente entre los mortales.
A Silvano no le interesó el infortunio de la mujer, lo que en ese instante primaba era recuperar su prestigio de tirador. Era humillante haber errado dos tiros y lo peor sin que huyera el animal. Sin inmutarse apuntó a pesar de las súplicas y los llantos de la infeliz, y disparó. El ciervo mortalmente herido dio un salto y cayó al suelo hecho un ovillo.
Al ver que su reproductor había muerto, la mujer desapareció. En ese instante, como por encanto, el campo se nubló y el viento frío, helado, comenzó a soplar y silbar sobre el pajonal; luego, los granizos cual pedradas del cielo empezaron a rebotar sobre la pampa.
El cazador, a pesar de la fuerte tempestad, corrió tras el animal para desangrarlo, luego se refugió en el interior de una cueva y esperó que pasara la tormenta. En su soledad empezó a chacchar y poco a poco el sueño se hizo irresistible hasta que se quedó profundamente dormido. En sus sueños distinguió a un anciano de blanca cabellera que en medio de truenos y relámpagos iba a su encuentro junto con la mujer que hace instantes le suplicaba que no matara a su animal.
La presencia del anciano de inmensa barba imponía respeto. Asomándose a la cueva y apuntándole con su bastón le dijo con voz tronante:
–¡Imanirmi yayanita mana nikashuptiki matirjunki!, ¡Imanir! ¡Saypa chaninmi gurtayki kanqa! (3)
(¿Por qué has dado muerte al padrillo a pesar que te suplicaba que no lo mates? ¡Por qué! ¡El precio de ello serán tus huevos!)
Apenas terminó de hablar, desgajó de la roca una porción de piedra filuda y se los cortó con la velocidad de un rayo.
En ese instante el cazador sintió un profundo dolor y se despertó asustado. Inmediatamente se tocó los testículos y no encontró ni uno, entonces se bajó el pantalón para verificar sus sospechas y sólo pudo distinguir una profunda cicatriz como si hubiese sido de una herida antigua.
Lleno de terror, a pesar de la lluvia torrencial, dejando al animal muerto y la escopeta a su suerte, salió corriendo como enloquecido y al llegar a su casa la fiebre empezó a cocinarle el cuerpo y esa misma noche murió.
Era el castigo del aukish terrible y justiciero.
Manuel Nieves Fabián