manuel nieves fabián
CONSEJOS DE UNA MADRE
(cuento)
A doña María Valentín
(cuento)
A doña María Valentín
Después de tantísimos años desde la muerte de mi madre decidimos visitar a mi tía que vivía en la chacra. Ella era una mujer casi anciana, pero a pesar de sus años aún seguía trabajando. Fue un encuentro agradable llena de recuerdos. A medida que cosechábamos el maíz conversamos de sus días de infancia, sobre todo de los momentos que pasó junto a mi madre. Como la conversación era tan agradable no nos dimos cuenta que ya había anochecido. Volver al pueblo a esas horas ya era imposible.
Felizmente la oscuridad se aclaró cuando la luna salió por el horizonte y empezó a brillar cual un farol clavado en lo alto del cielo.
Como se podía distinguir el camino decidimos pasar la noche en un camión estacionado al otro lado del río, cruzando la quebrada grande. Mi esposo cargó el saco de maíz, mientras yo puse a uno de mis hijos en la espalda y al otro entre mis brazos y nos pusimos en camino.
No sé qué me olvidé y volví a la chacra. Mi tía estaba persiguiendo a un perro que se había llevado sus panes. Al verme me dijo:
–No se vayan, ya es muy tarde, ¡quédense!
–No tía, iremos al otro lado del río y dormiremos en el carro de mi primo. –respondí.
Y a pesar de la insistencia de mi tía para que nos quedáramos, no acepté por no estar molestando a la familia.
Escogimos el camino más ancho y seguro que ascendía hasta una pequeña cumbre para luego descender en zigzag. Cuando llegamos a una lomita, encontramos a una mujer sentada al borde del camino. Tenía una manta blanca que le caía desde la cabeza cubriéndole casi toda la cara. Su falda era negra. Cuando llegamos cerca a ella le dije
–¡Buenas noches!
–¡Buenas noches, mamita! ¿De dónde vienen? –contestó.
–De aquí cerca nomás, de la chacra de mi tía –respondí.
–¡Ah!, yo la conozco, tu tía es mi amiga. ¿Y a dónde se van ya de noche?
–Estamos yendo a dormir aquí cerca, al otro lado del río. Ya no hemos podido volver al pueblo.
–¡Ah, ya...! Nos acompañaremos hasta el puente, yo también voy por allá –diciendo, se levantó y se puso detrás de nosotros.
Por el camino íbamos conversando. Su voz era dulce, familiar, como de una mamá. ¿Quién era esta mujer en quien yo parecía confiar? –me pregunté–, luego miré hacia atrás para verle la cara, pero ella me esquivó, además se cubrió el rostro con la manta blanca. Nos seguía siempre guardando distancia. De a propósito aminoraba mis pasos para que ella se acercara, pero como intuyendo mi pensamiento se quedaba quieta. Afinaba mis oídos y trataba de escuchar sus pasos, pero, por más esfuerzos que hacía no percibía que pisaba el piso, ni sonaba, parecía un cuerpo que se movía al son del viento. Eso me causó cierto temor. Sentí que mi cuerpo empezó a enfriarse y un cosquilleo cual miles de espinas parecían punzarme; entonces me paré para darle un campito en el camino y pasara adelante, pero ella me agradeció y prefirió quedarse atrás. En adelante, cuando yo me paraba ella también lo hacía. No había forma cómo ubicarme detrás de esta mujer desconocida.
Ya al bajar por las curvas para llegar a la quebrada, en un tono muy familiar le dijo a mi esposo:
–Te ruego que nunca la maltrates a esta chica. Yo la quiero mucho. ¡Cuídala como a una verdadera esposa!
–Yo señora no le pongo ni un dedo, ella te puede confirmar –repuso mi esposo.
–Tú sabes que esta chica es huérfana, no tiene quien la defienda. –replicó con dureza.
–Sí señora, yo sé y la quiero mucho. Ahora hemos venido a ver a la tía y de paso ayudarla en la cosecha.
–A tu tía la conozco desde chica, hemos crecido juntas. Ella es mi amiga –dijo en tono dulce y melancólico.
Y así llegamos al puente. Yo le hice un campo para que ella pasara primero, pero a mí me dio la preferencia. Temblando de miedo crucé el puente con mis dos hijos seguido por mi esposo. Apenas llegamos al otro extremo, los perros, espantados, empezaron a aullar. Di la vuelta para ver si la señora ya estaba en medio del puente o aún no cruzaba; pero para nuestra sorpresa no estaba ella, había desaparecido misteriosamente.
Al día siguiente cuando le conté a mi tía, ella me dijo en pocas palabras:
–Hija, las almas nunca cruzan puentes ni ríos. Tu madre, antes de morir me dijo que te cuidara y me prometió que algún día volvería a verla a su hija.
Manuel NIeves Fabián
Felizmente la oscuridad se aclaró cuando la luna salió por el horizonte y empezó a brillar cual un farol clavado en lo alto del cielo.
Como se podía distinguir el camino decidimos pasar la noche en un camión estacionado al otro lado del río, cruzando la quebrada grande. Mi esposo cargó el saco de maíz, mientras yo puse a uno de mis hijos en la espalda y al otro entre mis brazos y nos pusimos en camino.
No sé qué me olvidé y volví a la chacra. Mi tía estaba persiguiendo a un perro que se había llevado sus panes. Al verme me dijo:
–No se vayan, ya es muy tarde, ¡quédense!
–No tía, iremos al otro lado del río y dormiremos en el carro de mi primo. –respondí.
Y a pesar de la insistencia de mi tía para que nos quedáramos, no acepté por no estar molestando a la familia.
Escogimos el camino más ancho y seguro que ascendía hasta una pequeña cumbre para luego descender en zigzag. Cuando llegamos a una lomita, encontramos a una mujer sentada al borde del camino. Tenía una manta blanca que le caía desde la cabeza cubriéndole casi toda la cara. Su falda era negra. Cuando llegamos cerca a ella le dije
–¡Buenas noches!
–¡Buenas noches, mamita! ¿De dónde vienen? –contestó.
–De aquí cerca nomás, de la chacra de mi tía –respondí.
–¡Ah!, yo la conozco, tu tía es mi amiga. ¿Y a dónde se van ya de noche?
–Estamos yendo a dormir aquí cerca, al otro lado del río. Ya no hemos podido volver al pueblo.
–¡Ah, ya...! Nos acompañaremos hasta el puente, yo también voy por allá –diciendo, se levantó y se puso detrás de nosotros.
Por el camino íbamos conversando. Su voz era dulce, familiar, como de una mamá. ¿Quién era esta mujer en quien yo parecía confiar? –me pregunté–, luego miré hacia atrás para verle la cara, pero ella me esquivó, además se cubrió el rostro con la manta blanca. Nos seguía siempre guardando distancia. De a propósito aminoraba mis pasos para que ella se acercara, pero como intuyendo mi pensamiento se quedaba quieta. Afinaba mis oídos y trataba de escuchar sus pasos, pero, por más esfuerzos que hacía no percibía que pisaba el piso, ni sonaba, parecía un cuerpo que se movía al son del viento. Eso me causó cierto temor. Sentí que mi cuerpo empezó a enfriarse y un cosquilleo cual miles de espinas parecían punzarme; entonces me paré para darle un campito en el camino y pasara adelante, pero ella me agradeció y prefirió quedarse atrás. En adelante, cuando yo me paraba ella también lo hacía. No había forma cómo ubicarme detrás de esta mujer desconocida.
Ya al bajar por las curvas para llegar a la quebrada, en un tono muy familiar le dijo a mi esposo:
–Te ruego que nunca la maltrates a esta chica. Yo la quiero mucho. ¡Cuídala como a una verdadera esposa!
–Yo señora no le pongo ni un dedo, ella te puede confirmar –repuso mi esposo.
–Tú sabes que esta chica es huérfana, no tiene quien la defienda. –replicó con dureza.
–Sí señora, yo sé y la quiero mucho. Ahora hemos venido a ver a la tía y de paso ayudarla en la cosecha.
–A tu tía la conozco desde chica, hemos crecido juntas. Ella es mi amiga –dijo en tono dulce y melancólico.
Y así llegamos al puente. Yo le hice un campo para que ella pasara primero, pero a mí me dio la preferencia. Temblando de miedo crucé el puente con mis dos hijos seguido por mi esposo. Apenas llegamos al otro extremo, los perros, espantados, empezaron a aullar. Di la vuelta para ver si la señora ya estaba en medio del puente o aún no cruzaba; pero para nuestra sorpresa no estaba ella, había desaparecido misteriosamente.
Al día siguiente cuando le conté a mi tía, ella me dijo en pocas palabras:
–Hija, las almas nunca cruzan puentes ni ríos. Tu madre, antes de morir me dijo que te cuidara y me prometió que algún día volvería a verla a su hija.
Manuel NIeves Fabián