CUMBE JIRKA
Un atardecer, en medio de una intensa granizada, llegaron los cazadores a las alturas de Cumbe, lugar pródigo en venados. Uno de ellos era Guillermo, diestro y experimentado cazador, cuya fama se había extendido por todos los pueblos vecinos. Jamás erraba un tiro. Toda vez que realizaba empresas como ésta, retornaba con las bolsas repletas, producto de la abundante caza.
Aquella tarde, luego de aplacar el hambre con la sabrosa cancha y cecina de venado, se pusieron a chakchar para congraciarse con el jirka. La lluvia amainó y la coca, luego de aparentar dulzura, se tornó insípida. Las nervaduras de las hojas le hincaban los carrillos, presagiando al cazador que algo malo le iba suceder. Nunca la coca se había portado tan mal con él. Para vencer a la adversidad, hizo una mueca de desprecio, dio un feroz escupitajo y bruscamente se puso de pie, empuñó su arma y dio la orden de partida.
Cuando ni bien habían caminado un trecho, vieron que por una encañada avanzaban los venados guiados por un gran macho de esbelta figura. Los cazadores, conocedores de su oficio, se distribuyeron rápidamente y se ubicaron en lugares estratégicos para emboscarlos. Con las manos en los gatillos de sus armas prontos a disparar, esperaron impacientes. Los minutos pasaban como ríos inagotables, entonces el cazador imaginándose que su estrategia no estaba dando resultados, subió a una loma cercana y desde allí vio con sorpresa que los animales habían dado marcha atrás y se alejaban del lugar.
Al comprobar que los venados se habían burlado de ellos no les quedó otra alternativa que perseguirlos decidieron perseguirlos. Escondiéndose detrás de las rocas y los arbustos, con las armas en las manos, los cazadores iban tras ellos. Al salir de una hoyada vieron que el inmenso macho guiaba a los demás por entre el pajonal de la pampa y se alejaban cada vez más. Para Guillermo la presa más codiciada era el macho de cornamenta semejante a las ramas de un árbol. El animal, al sentir el peligro se paró, levantó la mirada y las orejas, dio un giro y se alejó del resto. El diestro cazador apresuró sus pasos para no perderlo de vista, y en ocasiones, cuando estaba a punto de aplastar el gatillo, daba un salto y lograba alejarse. Después de horas de persecución el animal aminoró sus pasos como invitándole que disparase, y ya estando tan cerca ingresó a la quebrada y desapareció.
El cazador al darse cuenta de que había sido engañado buscó a sus amigos, pero se dio cuenta que estaba completamente solo, y lo peor, se aproximaba la noche. Angustiado, trató de volver y deambuló buscando el camino, pero la oscuridad le impedía caminar por lo que buscó refugio para guarecerse y protegerse del frío. A unos cuantos metros encontró una roca que formaba una cueva no tan grande, allí se acomodó esperando que amaneciera.
Cuando acurrucado meditaba en cómo resistir el frío, vio unas llamas que chisporroteaban a una distancia muy cera de él, entonces, lleno de júbilo dio un salto y dijo en voz alta: «¡Allí están mis amigos!». Bajó de su refugio y haciendo caminos en la oscuridad llegó al lugar. Su sorpresa fue grande al encontrar a un viejito solitario que preparaba su alimento. El anciano al recibir la visita se alegró y le ofreció su choza para que pasase la noche. Con su dulce y acompasada voz le dijo:
–Es un milagro que has podido encontrarme. Por estos lugares hace mucho frío. Yo ya estoy acostumbrado, vivo solo y me dedico a cultivar mis chacras.
–Estoy perdido y no sé dónde se quedaron mis amigos.
–Eso no importa, lo que tienes que agradecer es dónde pasar la noche –acotó el abuelito.
Seguidamente le invitó un caldo verde caliente y sobre una tela que parecía mantel envejecido amontonó las papas sancochadas.
Sentados frente a la luz amarillenta del fogón, ambos entrecruzaban sus miradas tratando de leer sus pensamientos. El cazador decía para sí que era un milagro haber encontrado su salvador, de lo contrario habría perecido de frío; mientras que el viejito mostrándole confianza le invitó a chakchar, diciéndole:
–En muchas ocasiones he competido con los más experimentados chakchadores y nunca he perdido. Esta noche te propongo competir. Si ganas tú, me comprometo darte un premio muy grande, pero si pierdes, tendrás que pagarme trabajando en mis chacras.
El cazador, no teniendo otra alternativa, aceptó el reto, y empezaron a chakchar. El anciano para hacer más amena la compañía le contó:
–Por aquí abundan los venados y perjudican mi chacra de papas. Hay un gran macho que siempre llega todos los días a la hora que sale el sol, por allí, por esa esquina –apuntó con el dedo.
A la luz de la luna, un poco más allá de la choza, verdeaba y floreaba el papal.
–¿Y no puedes cazarlo? –preguntó el cazador.
–No. Es muy grande y tengo miedo.
La noche avanzaba y ambos contendores no se daban por vencido, por el contrario, como para amedrentar al rival, golpeaban sus porongos en los codos y en las rodillas, cuyos sonidos eran como los cascabeles de los danzantes durante los zapateos.
Cerca de las dos de la mañana el viejito sugirió al cazador:
–Mejor descansaremos para esperar por la mañana al venado que vendrá al papal.
Guillermo que adivinó las intenciones del anciano de quererlo vencer con la astucia, no aceptó la sugerencia y continuó chakchando.
A las tres de la mañana el viejito dio signos de cansancio, pues se le notaba por el tono de su voz.
A las cuatro, cuando el Lucero de la mañana se aprestaba ocultarse tras los cerros, el abuelito se quedó dormido con las bolas de coca asomándole por la boca.
El contendor, seguro de haber ganado la apuesta, dejó que se durmiera y continuó chakchando hasta el amanecer, pero rendido por el sueño también se quedó dormido profundamente.
Por la mañana, cuando los rayos del sol le cayeron a la cara, se despertó sobresaltado. Se dio cuenta que estaba recostado sobre una piedra que le sirvió de almohada y el anciano ya no estaba, había desaparecido. La choza que durante la noche los había protegido del frío, era un corral destruido y abandonado. El papal que verdeaba y floreaba aquella noche era una pampa llena de piedras y arbustos.
En una esquina, especie de huerta derruida, lugar por donde asomaban los rayos solares, distinguió al hermoso animal del día anterior, cuyos cuernos se habían enredado entre las ramas de los árboles. Como cazador experimentado soltó dos tiros consecutivos que dio en el blanco, y el animal luego de quedar colgado cayó mortalmente herido. Sumamente contento corrió veloz para desangrarlo, pero al llegar al lugar, su alegría se trocó en espanto, pues no había ningún venado muerto, sino, en su lugar estaba el abuelito con sus ojos abiertos y fríos, pues las dos balas le habían destrozado el cráneo.
No podía entender lo que estaba pasando. No era
posible haber dado muerte a quien le brindó comida y abrigo. No era posible que sus ojos le hayan engañado. Temblando y aún con la escopeta en la mano, nuevamente miró al anciano y se topó con unos ojos torvos e irónicos que le miraban fijamente; entonces, enloquecido y dando alaridos corrió como el viento por la pampa y los cerros. Se golpeaba el pecho y se culpaba de la muerte del viejito, pues sin quererlo se había convertido en asesino. Cansado de deambular por los cerros cayó sobre el piso y allí quiso morir. No se sabe cuánto tiempo estuvo en ese lugar hasta que sus amigos lo encontraron en estado agónico.
No se explicaban lo que había pasado con Guillermo. Lo llamaban a gritos para reanimarlo, pero era imposible. Estaba helado, frío, tieso. Cuando ya perdían las esperanzas, el moribundo dio un suspiro largo y prolongado. Sus amigos, para darle ánimo y calor le frotaron el cuerpo y le convidaron bebidas calientes. Guillermo, en horas de la tarde volvió en sí, pero lloraba en todo instante y se arrancaba los cabellos a gritos. Al ser preguntado por qué estaba así, él, por toda respuesta, simplemente movía la cabeza e histérico se echaba nuevamente a llorar. Ante el asedio de las preguntas confesó su crimen. Ninguno de sus amigos lo creyó porque por esos lugares no vivía ningún viejito. Ante su insistencia dijeron en coro: «¡Vamos al lugar y comprobemos!»
Así lo hicieron. Al llegar a esa especie de huerta derruida, lugar de asesinato, no encontraron al venado ni al viejito muerto, menos el papal verde y floreando. El ambiente parecía una ruina antiquísima, pero se notaban las huellas que allí habían chakchado la noche anterior, pues las hojas masticadas estaban frescas y regadas por el piso. En el rincón donde ardió el fuego había una especie de fogón y muy cerca, donde se sentaron los chakchadores, había un montón de papas convertidas en collotas.
Todo indicaba que habría sido una ilusión hábilmente manejada por el jirka. Si Guillermo estaba vivo era por haberle ganado aquella competencia, de lo contrario, ya sería hombre muerto o desaparecido como otros tantos cazadores de quienes jamás se supo a dónde los llevó.
A partir de aquella vez los cazadores le guardan mucho respeto al terrible y justiciero Cumbe jirka.
Manuel L Nieves Fabián
Aquella tarde, luego de aplacar el hambre con la sabrosa cancha y cecina de venado, se pusieron a chakchar para congraciarse con el jirka. La lluvia amainó y la coca, luego de aparentar dulzura, se tornó insípida. Las nervaduras de las hojas le hincaban los carrillos, presagiando al cazador que algo malo le iba suceder. Nunca la coca se había portado tan mal con él. Para vencer a la adversidad, hizo una mueca de desprecio, dio un feroz escupitajo y bruscamente se puso de pie, empuñó su arma y dio la orden de partida.
Cuando ni bien habían caminado un trecho, vieron que por una encañada avanzaban los venados guiados por un gran macho de esbelta figura. Los cazadores, conocedores de su oficio, se distribuyeron rápidamente y se ubicaron en lugares estratégicos para emboscarlos. Con las manos en los gatillos de sus armas prontos a disparar, esperaron impacientes. Los minutos pasaban como ríos inagotables, entonces el cazador imaginándose que su estrategia no estaba dando resultados, subió a una loma cercana y desde allí vio con sorpresa que los animales habían dado marcha atrás y se alejaban del lugar.
Al comprobar que los venados se habían burlado de ellos no les quedó otra alternativa que perseguirlos decidieron perseguirlos. Escondiéndose detrás de las rocas y los arbustos, con las armas en las manos, los cazadores iban tras ellos. Al salir de una hoyada vieron que el inmenso macho guiaba a los demás por entre el pajonal de la pampa y se alejaban cada vez más. Para Guillermo la presa más codiciada era el macho de cornamenta semejante a las ramas de un árbol. El animal, al sentir el peligro se paró, levantó la mirada y las orejas, dio un giro y se alejó del resto. El diestro cazador apresuró sus pasos para no perderlo de vista, y en ocasiones, cuando estaba a punto de aplastar el gatillo, daba un salto y lograba alejarse. Después de horas de persecución el animal aminoró sus pasos como invitándole que disparase, y ya estando tan cerca ingresó a la quebrada y desapareció.
El cazador al darse cuenta de que había sido engañado buscó a sus amigos, pero se dio cuenta que estaba completamente solo, y lo peor, se aproximaba la noche. Angustiado, trató de volver y deambuló buscando el camino, pero la oscuridad le impedía caminar por lo que buscó refugio para guarecerse y protegerse del frío. A unos cuantos metros encontró una roca que formaba una cueva no tan grande, allí se acomodó esperando que amaneciera.
Cuando acurrucado meditaba en cómo resistir el frío, vio unas llamas que chisporroteaban a una distancia muy cera de él, entonces, lleno de júbilo dio un salto y dijo en voz alta: «¡Allí están mis amigos!». Bajó de su refugio y haciendo caminos en la oscuridad llegó al lugar. Su sorpresa fue grande al encontrar a un viejito solitario que preparaba su alimento. El anciano al recibir la visita se alegró y le ofreció su choza para que pasase la noche. Con su dulce y acompasada voz le dijo:
–Es un milagro que has podido encontrarme. Por estos lugares hace mucho frío. Yo ya estoy acostumbrado, vivo solo y me dedico a cultivar mis chacras.
–Estoy perdido y no sé dónde se quedaron mis amigos.
–Eso no importa, lo que tienes que agradecer es dónde pasar la noche –acotó el abuelito.
Seguidamente le invitó un caldo verde caliente y sobre una tela que parecía mantel envejecido amontonó las papas sancochadas.
Sentados frente a la luz amarillenta del fogón, ambos entrecruzaban sus miradas tratando de leer sus pensamientos. El cazador decía para sí que era un milagro haber encontrado su salvador, de lo contrario habría perecido de frío; mientras que el viejito mostrándole confianza le invitó a chakchar, diciéndole:
–En muchas ocasiones he competido con los más experimentados chakchadores y nunca he perdido. Esta noche te propongo competir. Si ganas tú, me comprometo darte un premio muy grande, pero si pierdes, tendrás que pagarme trabajando en mis chacras.
El cazador, no teniendo otra alternativa, aceptó el reto, y empezaron a chakchar. El anciano para hacer más amena la compañía le contó:
–Por aquí abundan los venados y perjudican mi chacra de papas. Hay un gran macho que siempre llega todos los días a la hora que sale el sol, por allí, por esa esquina –apuntó con el dedo.
A la luz de la luna, un poco más allá de la choza, verdeaba y floreaba el papal.
–¿Y no puedes cazarlo? –preguntó el cazador.
–No. Es muy grande y tengo miedo.
La noche avanzaba y ambos contendores no se daban por vencido, por el contrario, como para amedrentar al rival, golpeaban sus porongos en los codos y en las rodillas, cuyos sonidos eran como los cascabeles de los danzantes durante los zapateos.
Cerca de las dos de la mañana el viejito sugirió al cazador:
–Mejor descansaremos para esperar por la mañana al venado que vendrá al papal.
Guillermo que adivinó las intenciones del anciano de quererlo vencer con la astucia, no aceptó la sugerencia y continuó chakchando.
A las tres de la mañana el viejito dio signos de cansancio, pues se le notaba por el tono de su voz.
A las cuatro, cuando el Lucero de la mañana se aprestaba ocultarse tras los cerros, el abuelito se quedó dormido con las bolas de coca asomándole por la boca.
El contendor, seguro de haber ganado la apuesta, dejó que se durmiera y continuó chakchando hasta el amanecer, pero rendido por el sueño también se quedó dormido profundamente.
Por la mañana, cuando los rayos del sol le cayeron a la cara, se despertó sobresaltado. Se dio cuenta que estaba recostado sobre una piedra que le sirvió de almohada y el anciano ya no estaba, había desaparecido. La choza que durante la noche los había protegido del frío, era un corral destruido y abandonado. El papal que verdeaba y floreaba aquella noche era una pampa llena de piedras y arbustos.
En una esquina, especie de huerta derruida, lugar por donde asomaban los rayos solares, distinguió al hermoso animal del día anterior, cuyos cuernos se habían enredado entre las ramas de los árboles. Como cazador experimentado soltó dos tiros consecutivos que dio en el blanco, y el animal luego de quedar colgado cayó mortalmente herido. Sumamente contento corrió veloz para desangrarlo, pero al llegar al lugar, su alegría se trocó en espanto, pues no había ningún venado muerto, sino, en su lugar estaba el abuelito con sus ojos abiertos y fríos, pues las dos balas le habían destrozado el cráneo.
No podía entender lo que estaba pasando. No era
posible haber dado muerte a quien le brindó comida y abrigo. No era posible que sus ojos le hayan engañado. Temblando y aún con la escopeta en la mano, nuevamente miró al anciano y se topó con unos ojos torvos e irónicos que le miraban fijamente; entonces, enloquecido y dando alaridos corrió como el viento por la pampa y los cerros. Se golpeaba el pecho y se culpaba de la muerte del viejito, pues sin quererlo se había convertido en asesino. Cansado de deambular por los cerros cayó sobre el piso y allí quiso morir. No se sabe cuánto tiempo estuvo en ese lugar hasta que sus amigos lo encontraron en estado agónico.
No se explicaban lo que había pasado con Guillermo. Lo llamaban a gritos para reanimarlo, pero era imposible. Estaba helado, frío, tieso. Cuando ya perdían las esperanzas, el moribundo dio un suspiro largo y prolongado. Sus amigos, para darle ánimo y calor le frotaron el cuerpo y le convidaron bebidas calientes. Guillermo, en horas de la tarde volvió en sí, pero lloraba en todo instante y se arrancaba los cabellos a gritos. Al ser preguntado por qué estaba así, él, por toda respuesta, simplemente movía la cabeza e histérico se echaba nuevamente a llorar. Ante el asedio de las preguntas confesó su crimen. Ninguno de sus amigos lo creyó porque por esos lugares no vivía ningún viejito. Ante su insistencia dijeron en coro: «¡Vamos al lugar y comprobemos!»
Así lo hicieron. Al llegar a esa especie de huerta derruida, lugar de asesinato, no encontraron al venado ni al viejito muerto, menos el papal verde y floreando. El ambiente parecía una ruina antiquísima, pero se notaban las huellas que allí habían chakchado la noche anterior, pues las hojas masticadas estaban frescas y regadas por el piso. En el rincón donde ardió el fuego había una especie de fogón y muy cerca, donde se sentaron los chakchadores, había un montón de papas convertidas en collotas.
Todo indicaba que habría sido una ilusión hábilmente manejada por el jirka. Si Guillermo estaba vivo era por haberle ganado aquella competencia, de lo contrario, ya sería hombre muerto o desaparecido como otros tantos cazadores de quienes jamás se supo a dónde los llevó.
A partir de aquella vez los cazadores le guardan mucho respeto al terrible y justiciero Cumbe jirka.
Manuel L Nieves Fabián