hugo vílchez romero
Desdichado episodio
Diciembre. En circunstancias apremiantes, con una semana de anticipación, Luzmila, mujer encomiable, hacendosa y puntual, viajaba de Chiquian a Lima para los preparativos del matrimonio religioso de la hija mayor, Nora. Los hijos, Pericles y Humberto, que cursaban el cuarto y quinto año de secundaria viajarían luego de haber acabado los últimos exámenes del año escolar. La madre compró los boletos, con tiempo, y lo dejo sobre la cómoda, junto a los viáticos y gastos de viaje. .
Al día siguiente del traslado de la madre, Pericles, soñoliento, dio un profundo bostezo, estiró los brazos y las piernas, en seguida, apartó las frazadas calientes que le abrigaba y a la velocidad de un felino se levantó. El estudiante, se puso el singular uniforme de color plomo, los botines vaqueros lo encajó en los pies. Rebosante, en la flor de la vida, se acicaló frente al espejo que reflejó los ojos negros, las cejas pobladas y las pestañas risadas y largas, en el rostro descarnado y liberal libraba la respingada nariz. Luego de tomar el desayuno se dirigió al colegio.
El velado día, de persistente llovizna, desde el primer fulgor del lúgubre albor hasta el atardecer, transcurrió indolente, hora tras hora, como si presagiara un aciago suceso. Los alumnos, cuando resolvían el último examen, la vieja campana de bronce, que se encontraba asentado en el altillo del patio, pendido en el par de altos y delgados mástiles, doblaba, adolorido y rumoroso.
La armoniosa resonancia de la campana, ejecutado por el Señor Garay, estremeció el lozano corazón de los alumnos, especialmente de aquellos que cursaban el quinto año. El postrero y suave repiqueteo del carrillón que escucharon por cinco años consecutivos; por la mañana, al medio día y al atardecer, los estudiantes, alzaron la cabeza y los ojos se hundieron pensativos. Miraban por última vez el largo pizarrón, las paredes del salón y tras las ventanas, el silencioso patio polvoriento donde se habían divertido en numerosos e inolvidables recesos de clases. Suspiraron como si hubieran perdido algún pariente cercano y, de súbito, les envolvió una intensa melancolía. De pronto, se retirarían, de modo definitivo, del preciado colegio, llevándose de las aulas recuerdos imperecederos.
El profesor, veloz, recogió todos los exámenes, lo introdujo en su reluciente maletín y se marchó a toda prisa a la sala del personal docente y administrativo. Un grupo de alumnos animados y seguros de sí mismos por el buen desarrollo del examen final, antes de la despedida oficial de la promoción donde concurrirían con los mejores trajes, clandestinos, organizaron una jovial y espontánea reunión.
Horas después los egresados, alborozados y furtivos, ya se encuentran en el lóbrego recodo del bar de Pulicho, que lanzaba olores a licor y a orines. Cinco ex estudiantes, sentados alrededor de una diminuta mesa de madera añosa, y arrellanados sobre sillas destempladas, celebran apasionados la culminación del esforzado estudio de secundaria, pero también tristes por la doliente separación del añorado colegio y de cada compañero. Recuerdan y cuentan tanto las cándidas como las indignadas bromas y experiencias vividas durante los cinco hermosos e imborrables años de coexistencia. Nemesio, alumno sandunguero sin igual, carirredondo de tez blanca, bajo de estatura, chispo, al igual que sus compañeros, debido al octavo vaso de cerveza, rememora una anécdota y emprende a contar con tono divertido:
—¿Recuerdan de lo ocurrido cuando llego la hora del curso de educación física? —los camaradas, ciñendo el entrecejo, mirándose el uno con el otro, no logran traer a la juvenil memoria aquella ocurrencia. —Tantas veces hemos tenido el curso de educación física, ¿Quién se acuerda?… —dijo Aurelio, con voz gangosa. Tolomeo, impaciente, con los ojos que le bailaban en los hundidos cuencos, preguntó: —Cuenta, de una vez, ¿qué es lo que pasó? —En esa interrogativa y animada cháchara, Marcelino, el alumno más aplicado y cándido del salón, de repente, se levanta como un resorte, alto él, su juvenil cuerpo se bambolea. Con una mano se apoya sobre la mesa y con la otra aferra el vaso lleno de cerveza, emocionado, habló con dejo estremecido: —Antes de que nos cuente, brindemos por estos cinco inolvidables años de magnífica amistad, ¡que perdure por siempre!… —con el vaso de cerveza entre sus largos dedos, extendiendo el brazo en lo alto, agregó: —¡Salud! —¡Salud! —respondieron en coro los egresados y enzarzados alumnos. Los cinco vasos tintinearon en el cielo. Mientras tanto, Pericles sumido en profundos pensamientos sobre el viaje que debía hacer dentro de una hora, Chispo, con los ojos turbios e hipando, de pronto, se reanimó, con voz suplicante y convulsa, dijo: —Desembucha de una vez lo que tienes que contar. —Los enrevesados cuatro pares de ojos se posaron sobre el ocurrente narrador, empezó a contar:
“Recuerden, desmemoriados, era el día viernes y llegó la hora del curso de Educación Física. Habitualmente nos dirigíamos al baño de varones o, a la espalda del aula donde pasa el manso riachuelo debajo de los maizales, estos espacios era el lugar preferido para cambiarnos el uniforme por la impecable indumentaria deportiva. Pero no sé porque razón nos quedamos en el salón y aquí decidimos mudar nuestra ropa” —Los alumnos, ya con síntomas de ebriedad, con los antebrazos sobre la mesa chirriante, con movimientos involuntarios de la cabeza, de arriba-abajo, abajo-arriba, escuchaban aletargados. Nemesio continuó su relato con más énfasis. —“De súbito, las puertas se abrieron y las compañeras, raudas, entraron al salón, para su enorme sorpresa, ¡nos vieron como al mítico primer hombre de la creación”! —ja-ja-ja— Los compañeros, achispados, se echaron a reír de tal manera que llamaron la atención de los comensales de las mesas contiguas. Interrumpiendo el relato, uno de los estudiantes, dijo:
—Eso fue cuando estábamos en cuarto año…
—No-o-o, eso fue en el tercer año…
—¡Nones, nones!…ocurrió este año, en junio —cristalizó, Nemesio y prosiguió: —Y eso no fue todo, ¿no se acuerdan…? Entonces, ruborizadas, al instante cubrieron el rostro con sus manos delgadas y los dedos, uno del otro, separados en extremo, ¿no se acuerdan?, y a una sola voz, expresaron: —¡Impúdicos, les vamos acusar con el Director! Mientras ustedes se cambiaban con prisa, ¿no se acuerdan…?, yo les salí al paso y respondí: —muchachas, esperen, esperen hasta que el pajarito alce el vuelo. Así como entraron, salieron corriendo del salón”… —Ja-ja-ja ¡Salud! ¡Salud! —de nuevo los alumnos se reían a más no poder, celebrando el éxito del año escolar y la despedida definitiva del Colegio.
Había dejado de lloviznar. Pericles, pensando en el viaje y el ómnibus que partía a las 7 de la noche, presto, se despidió de los camaradas. Marchaba rumbo a su casa formando piscas de zigzags sobre el suelo que olía a tierra mojada. En su trayecto, de manera inesperada, vio una pelota que emergió del zaguán de una de las casas de la angosta calle, y, tras la pelota corría un niño de siete años. El dicho dice: “cuando las cosas están para suceder, sucede”. Pericles, joven deportista, ebrio en ese momento, se creyó que estaba jugando en el coliseo de la escuela N° 351, la Pre o, en el estadio de Jircán. Entonces, Empezó a correr…cuando en eso, el niño, en el instante que se agachaba para recoger la pelota, sin medir ni darse cuenta, llegó primero la certera patada del botín marrón del achispado alumno, golpeando de modo fortuito y al mismo tiempo, sobre la pelota y la boca, rozándole los dos dientes delanteros de leche del infante que pegó un lastimero grito: ¡¡Papá-a-a-a-a!.
Mientras el estudiante, impresionado, trataba de ayudar al impúber, los familiares salieron raudos, al ver que del hijo manaba sangre de la boca, lo agarraron a golpes introduciéndolo a la casa. Luego de un forcejeo y de resistencia pétrea e inusual, el muchacho, con extraordinario esfuerzo y habilidad, en medio de la gresca, insospechada para él, logró zafarse de los amenazantes 8 pares de curtidos brazos dejando la chompa del uniforme entres las manos de sus agresores. Atormentado, se echó a correr por derroteros ignorados.
Al día siguiente del traslado de la madre, Pericles, soñoliento, dio un profundo bostezo, estiró los brazos y las piernas, en seguida, apartó las frazadas calientes que le abrigaba y a la velocidad de un felino se levantó. El estudiante, se puso el singular uniforme de color plomo, los botines vaqueros lo encajó en los pies. Rebosante, en la flor de la vida, se acicaló frente al espejo que reflejó los ojos negros, las cejas pobladas y las pestañas risadas y largas, en el rostro descarnado y liberal libraba la respingada nariz. Luego de tomar el desayuno se dirigió al colegio.
El velado día, de persistente llovizna, desde el primer fulgor del lúgubre albor hasta el atardecer, transcurrió indolente, hora tras hora, como si presagiara un aciago suceso. Los alumnos, cuando resolvían el último examen, la vieja campana de bronce, que se encontraba asentado en el altillo del patio, pendido en el par de altos y delgados mástiles, doblaba, adolorido y rumoroso.
La armoniosa resonancia de la campana, ejecutado por el Señor Garay, estremeció el lozano corazón de los alumnos, especialmente de aquellos que cursaban el quinto año. El postrero y suave repiqueteo del carrillón que escucharon por cinco años consecutivos; por la mañana, al medio día y al atardecer, los estudiantes, alzaron la cabeza y los ojos se hundieron pensativos. Miraban por última vez el largo pizarrón, las paredes del salón y tras las ventanas, el silencioso patio polvoriento donde se habían divertido en numerosos e inolvidables recesos de clases. Suspiraron como si hubieran perdido algún pariente cercano y, de súbito, les envolvió una intensa melancolía. De pronto, se retirarían, de modo definitivo, del preciado colegio, llevándose de las aulas recuerdos imperecederos.
El profesor, veloz, recogió todos los exámenes, lo introdujo en su reluciente maletín y se marchó a toda prisa a la sala del personal docente y administrativo. Un grupo de alumnos animados y seguros de sí mismos por el buen desarrollo del examen final, antes de la despedida oficial de la promoción donde concurrirían con los mejores trajes, clandestinos, organizaron una jovial y espontánea reunión.
Horas después los egresados, alborozados y furtivos, ya se encuentran en el lóbrego recodo del bar de Pulicho, que lanzaba olores a licor y a orines. Cinco ex estudiantes, sentados alrededor de una diminuta mesa de madera añosa, y arrellanados sobre sillas destempladas, celebran apasionados la culminación del esforzado estudio de secundaria, pero también tristes por la doliente separación del añorado colegio y de cada compañero. Recuerdan y cuentan tanto las cándidas como las indignadas bromas y experiencias vividas durante los cinco hermosos e imborrables años de coexistencia. Nemesio, alumno sandunguero sin igual, carirredondo de tez blanca, bajo de estatura, chispo, al igual que sus compañeros, debido al octavo vaso de cerveza, rememora una anécdota y emprende a contar con tono divertido:
—¿Recuerdan de lo ocurrido cuando llego la hora del curso de educación física? —los camaradas, ciñendo el entrecejo, mirándose el uno con el otro, no logran traer a la juvenil memoria aquella ocurrencia. —Tantas veces hemos tenido el curso de educación física, ¿Quién se acuerda?… —dijo Aurelio, con voz gangosa. Tolomeo, impaciente, con los ojos que le bailaban en los hundidos cuencos, preguntó: —Cuenta, de una vez, ¿qué es lo que pasó? —En esa interrogativa y animada cháchara, Marcelino, el alumno más aplicado y cándido del salón, de repente, se levanta como un resorte, alto él, su juvenil cuerpo se bambolea. Con una mano se apoya sobre la mesa y con la otra aferra el vaso lleno de cerveza, emocionado, habló con dejo estremecido: —Antes de que nos cuente, brindemos por estos cinco inolvidables años de magnífica amistad, ¡que perdure por siempre!… —con el vaso de cerveza entre sus largos dedos, extendiendo el brazo en lo alto, agregó: —¡Salud! —¡Salud! —respondieron en coro los egresados y enzarzados alumnos. Los cinco vasos tintinearon en el cielo. Mientras tanto, Pericles sumido en profundos pensamientos sobre el viaje que debía hacer dentro de una hora, Chispo, con los ojos turbios e hipando, de pronto, se reanimó, con voz suplicante y convulsa, dijo: —Desembucha de una vez lo que tienes que contar. —Los enrevesados cuatro pares de ojos se posaron sobre el ocurrente narrador, empezó a contar:
“Recuerden, desmemoriados, era el día viernes y llegó la hora del curso de Educación Física. Habitualmente nos dirigíamos al baño de varones o, a la espalda del aula donde pasa el manso riachuelo debajo de los maizales, estos espacios era el lugar preferido para cambiarnos el uniforme por la impecable indumentaria deportiva. Pero no sé porque razón nos quedamos en el salón y aquí decidimos mudar nuestra ropa” —Los alumnos, ya con síntomas de ebriedad, con los antebrazos sobre la mesa chirriante, con movimientos involuntarios de la cabeza, de arriba-abajo, abajo-arriba, escuchaban aletargados. Nemesio continuó su relato con más énfasis. —“De súbito, las puertas se abrieron y las compañeras, raudas, entraron al salón, para su enorme sorpresa, ¡nos vieron como al mítico primer hombre de la creación”! —ja-ja-ja— Los compañeros, achispados, se echaron a reír de tal manera que llamaron la atención de los comensales de las mesas contiguas. Interrumpiendo el relato, uno de los estudiantes, dijo:
—Eso fue cuando estábamos en cuarto año…
—No-o-o, eso fue en el tercer año…
—¡Nones, nones!…ocurrió este año, en junio —cristalizó, Nemesio y prosiguió: —Y eso no fue todo, ¿no se acuerdan…? Entonces, ruborizadas, al instante cubrieron el rostro con sus manos delgadas y los dedos, uno del otro, separados en extremo, ¿no se acuerdan?, y a una sola voz, expresaron: —¡Impúdicos, les vamos acusar con el Director! Mientras ustedes se cambiaban con prisa, ¿no se acuerdan…?, yo les salí al paso y respondí: —muchachas, esperen, esperen hasta que el pajarito alce el vuelo. Así como entraron, salieron corriendo del salón”… —Ja-ja-ja ¡Salud! ¡Salud! —de nuevo los alumnos se reían a más no poder, celebrando el éxito del año escolar y la despedida definitiva del Colegio.
Había dejado de lloviznar. Pericles, pensando en el viaje y el ómnibus que partía a las 7 de la noche, presto, se despidió de los camaradas. Marchaba rumbo a su casa formando piscas de zigzags sobre el suelo que olía a tierra mojada. En su trayecto, de manera inesperada, vio una pelota que emergió del zaguán de una de las casas de la angosta calle, y, tras la pelota corría un niño de siete años. El dicho dice: “cuando las cosas están para suceder, sucede”. Pericles, joven deportista, ebrio en ese momento, se creyó que estaba jugando en el coliseo de la escuela N° 351, la Pre o, en el estadio de Jircán. Entonces, Empezó a correr…cuando en eso, el niño, en el instante que se agachaba para recoger la pelota, sin medir ni darse cuenta, llegó primero la certera patada del botín marrón del achispado alumno, golpeando de modo fortuito y al mismo tiempo, sobre la pelota y la boca, rozándole los dos dientes delanteros de leche del infante que pegó un lastimero grito: ¡¡Papá-a-a-a-a!.
Mientras el estudiante, impresionado, trataba de ayudar al impúber, los familiares salieron raudos, al ver que del hijo manaba sangre de la boca, lo agarraron a golpes introduciéndolo a la casa. Luego de un forcejeo y de resistencia pétrea e inusual, el muchacho, con extraordinario esfuerzo y habilidad, en medio de la gresca, insospechada para él, logró zafarse de los amenazantes 8 pares de curtidos brazos dejando la chompa del uniforme entres las manos de sus agresores. Atormentado, se echó a correr por derroteros ignorados.
Minutos antes del viaje, Humberto ya se hallaba en la agencia esperando con impaciencia al hermano. En ese ínterin, agitados, llegaron 2 amigos de Pericles, con el fin de comunicarle que, Perching, no podía viajar porque era buscado por la policía. Humberto se turbo, quería quedarse, pero los amigos le animaron que viaje solo y, que, él, se los iba a arreglar, a como dé lugar, para viajar. Entre tanto, Pericles, veloz, entró a su casa para cubrirse con la primera chompa que encontró y con la misma decidió correr, temerario, por el pedregoso y fangoso camino que conduce a Caranca, a un kilómetro y medio de distancia del pueblo. Alcanzando su proeza, con profunda angustia y expectativa, fatigado, esperaba al ómnibus. Cuando notó que se acercaba con las luces encendidas, alzó los brazos con agitación, más el carro con ruidoso ronquido del motor y resoplando humo, acelerado, pasó sin detenerse. Descorazonado, observó la luz roja de la parte posterior, alejándose hasta desaparecer de sus ojos. Soltando hondos suspiros, regresó por la carretera, luego por el inclinado y oscuro camino de Chicchog, meditabundo, pero no derrotado.
Pericles, ocultándose de sus perseguidores, fue al encuentro de un amigo suyo con el propósito de pedirle apoyo, éste, luego de deliberar por unos minutos, recordó que el volquete de la Municipalidad, los sábados, partía muy temprano rumbo a las orillas de la Pampa de Lampas, Mojon, cuyo conductor era su amigo. No pego el ojo en toda la noche. A las cinco de la mañana, solapado y clandestino, salió de su casa por la parte trasera, previo acuerdo del chofer y con el amigo. Subió a la carrocería del volquete, cubriéndose con harapientas y rancias mantas.
La madre quedó sorprendida al ver sólo la llegada de Humberto, preocupada, con voz desencajada, preguntó: —¿Pericles? —turbado, después de pensar por un momento, respondió: —Se encontró con un amigo que vive en Huaraz y hoy llegan a medio día. —Mirando fijamente al hijo, mortificada, habló: —¡Me estas mintiendo! —Y el corazón de madre se partió en dos. Dentro de unas horas la hija se casaba y, por otro lado, presentía que al hijo le había sucedido algún acontecimiento embarazoso.
El “fugitivo”, andaba por el sendero, espantoso y frío, de Mojón, trayecto a Conococha. La hosca neblina, revivida, venía por los costados y detrás de él, parecían acosarlo, como la policía, persiguiéndole. Llegando al inicio de la extensa estepa, por la previa noche agitada, sin dormir, por el viaje incómodo, y sin abrigo, comenzó a sentir retortijones en el tembloroso y hambriento estómago. Abatido comenzó a correr por la húmeda carretera. El huidizo ex alumno, cavilaba: “Qué desdichado episodio estoy viviendo”. Los humanos acuden al lugar en donde no desean ser vistos, cuando llega el momento de estar en la posición de una curva parabólica. Pericles, desesperado, en medio de la extensa planicie, indagaba un lugar semejante. Para su buena fortuna encontró un montículo rodeado de exuberante planta silvestre bañados de roció, el ichu, las densas y obscuras neblinas, como cortinas, le cubrían por completo sus vergüenzas, seguro de que ningún anónimo apacentador errante lo pueda sorprender.
Aliviado y presuroso, se echó a caminar, de tramo en tramo corría. Su delgado cuerpo se estremecía por el feroz frígido viento que arrancaba porciones de nubes fuliginosas dejando ver, en la profundidad del cielo, lunares azules por donde se filtraban los primeros fulgurantes rayos matutinos del sol, reverberando en las mansas aguas de las ciénagas y la laguna. Los patos silvestres volaban, graznando.
Pericles, por los momentos de angustia que pasó, se olvidó de recoger el dinero extra, de la cómoda, para cualquier eventualidad que pudiera ocurrir, como sucedió. Fue directamente a la casa de un conocido colega de la madre para pedir apoyo económico que, luego le sería devuelto. La madre, además de prestarle ayuda para realizar trámites burocráticos al colega que laboraba en Conococha, cada vez que llegaba a Chiquian, le atendía al huésped con esmero. Por estas razones, sin pensarlo 2 veces, se dirigió confiado y con esperanza a la casa de este colega, más el miserable, no le proveyó ni un solo sol. Apabullado, agotado, tiritando los dientes y con el cuerpo trémulo de frio, esperaba, a su suerte, cualquier vehículo, que iba rumbo a Lima. La mañana se tornaba sombría, pesarosa, llena de ahogado dolor en la anchurosa estepa. Inconsciente, enterró sus ateridas manos en uno de los bolsillos del pantalón, encontrando, para su asombro y de alivio a la vez, un billete de diez soles. De inmediato pensó. “con este dinero, como sea llego a Lima”. Recién, en esas circunstancias apremiantes, recordó al magnánimo amigo, Federico, que le había prestado aquel peculio. Intranquilo levantaba el enjuto brazo cuando los carros se acercaban, pero ninguno se detenía. Desanimado, los veía circular con premura.
La impiedad del tiempo iba en aumento a medida que se avecinaba la boda de la hermana. Luego de varios frustrados intentos de tomar un vehículo, una camioneta se aproximaba a paso de tortuga, deteniéndose junto al desdichado peregrino. Desde la cabina, la pareja, con discreción, le auscultaron con ojos compasivos, descubriendo su ropa desalineada y los botines sucios con las suelas llenos de barro y con el lozano rostro sin poder ocultar el desvelo que le asaltaba. La joven esposa, con suave voz, le preguntó:
—¿A dónde te diriges? —El adolecente, de inmediato, le confesó con tono tristón: —anoche el carro me dejó, esta mañana caminé toda la planicie y me urge viajar a Lima, esta noche se casa mi hermana.—la pareja, volvieron las miradas entre sí, preguntándose maquinalmente. —“¿Qué hacemos…?” El esposo, preguntó: —Como te llamas, —Pericles, —“Bueno Pericles, te llevaremos hasta Paramonga que es nuestro destino final, por favor, sube.
Veloz y ágil, trepo la tolva acomodándose detrás de la cabina a la altura del conductor, éste, le dijo con bondad: —Hay un cesto de frutas, si te apetece, puedes comer. —En el trayecto, el muchacho, tiritando de frio, observa adelante y detrás, con frecuencia y cierta tensión, imaginándose que la policía aún le estaba persiguiendo y cuánto le cobrarían por el viaje. Hambriento, comió lo necesario, sin aprovecharse del auxilio y la indulgencia que le brindaban los generosos esposos que se dieron cuenta del apremio que padecía. Llegando a su destino final, para su sorpresa, el esposo, reseñándole donde se ubicaba la agencia de los colectivos, le habló con voz serena:
—Por el pasaje no te preocupes, sabemos de tu preocupación y el compromiso que tienes, te recomiendo que tomes el colectivo hasta Huacho, luego tomas el ómnibus que va a Lima. ¿De acuerdo? —Aliviado, asintiendo con leve movimiento de cabeza y, concediendo infinitas gracias, el malhadado circunstancial viajero, se despidió de la joven pareja.
Llegando a Huacho, abordó el ómnibus rumbo a Lima. El buen conductor de edad avanzada, con voz grave y paternal, le despertaba del profundo sueño y del cansancio:
—¡Eh¡ ¡Eh! Muchacho, ya hemos llegado, estamos en la agencia —Soñoliento y aturdido, preguntó:
—¿Dónde estamos?
—En la agencia
—¿Está lejos la Avenida Abancay?
—A dos cuadras- respondió el amable conductor.
Descendió del ómnibus, oteó, con atención, por todas las direcciones. Luego se dirigió a la Avenida Abancay, conocido por él siendo alumno de primeria de una escuela del distrito de la Victoria, que presuroso acudía a la Biblioteca Nacional, ocho años atrás, con el fin de desarrollar las tareas de cada fin semana. Al Recordar y reconocer la céntrica Avenida, se echó a caminar por más de una hora, trayecto a su destino final. Entre tanto, la novia, vestida de blanco, descendía por las escaleras, posando para las fotos del recuerdo. En la pequeña sala, frente al espejo reflejaba su rostro henchido de felicidad, olvidándose por unos instantes de la ausencia del hermano. Reinaba el silencio absoluto, solo se escuchaba el clic de la cámara del fotógrafo. De pronto, impetuoso repica el timbre de la casa Rin-rin-rin. La madre presintiendo que era Pericles, veloz, salió para abrir la puerta, no se equivocó, estaba frente al inquieto y querido hijo todo mugriento, astroso, hambriento e infausto, no le impidió para abrazarle con recóndito amor maternal. De Inmediato, le mandó a cambiarse.
El Pichuychanca
Chiquian, 12 de abril 2019
Pericles, ocultándose de sus perseguidores, fue al encuentro de un amigo suyo con el propósito de pedirle apoyo, éste, luego de deliberar por unos minutos, recordó que el volquete de la Municipalidad, los sábados, partía muy temprano rumbo a las orillas de la Pampa de Lampas, Mojon, cuyo conductor era su amigo. No pego el ojo en toda la noche. A las cinco de la mañana, solapado y clandestino, salió de su casa por la parte trasera, previo acuerdo del chofer y con el amigo. Subió a la carrocería del volquete, cubriéndose con harapientas y rancias mantas.
La madre quedó sorprendida al ver sólo la llegada de Humberto, preocupada, con voz desencajada, preguntó: —¿Pericles? —turbado, después de pensar por un momento, respondió: —Se encontró con un amigo que vive en Huaraz y hoy llegan a medio día. —Mirando fijamente al hijo, mortificada, habló: —¡Me estas mintiendo! —Y el corazón de madre se partió en dos. Dentro de unas horas la hija se casaba y, por otro lado, presentía que al hijo le había sucedido algún acontecimiento embarazoso.
El “fugitivo”, andaba por el sendero, espantoso y frío, de Mojón, trayecto a Conococha. La hosca neblina, revivida, venía por los costados y detrás de él, parecían acosarlo, como la policía, persiguiéndole. Llegando al inicio de la extensa estepa, por la previa noche agitada, sin dormir, por el viaje incómodo, y sin abrigo, comenzó a sentir retortijones en el tembloroso y hambriento estómago. Abatido comenzó a correr por la húmeda carretera. El huidizo ex alumno, cavilaba: “Qué desdichado episodio estoy viviendo”. Los humanos acuden al lugar en donde no desean ser vistos, cuando llega el momento de estar en la posición de una curva parabólica. Pericles, desesperado, en medio de la extensa planicie, indagaba un lugar semejante. Para su buena fortuna encontró un montículo rodeado de exuberante planta silvestre bañados de roció, el ichu, las densas y obscuras neblinas, como cortinas, le cubrían por completo sus vergüenzas, seguro de que ningún anónimo apacentador errante lo pueda sorprender.
Aliviado y presuroso, se echó a caminar, de tramo en tramo corría. Su delgado cuerpo se estremecía por el feroz frígido viento que arrancaba porciones de nubes fuliginosas dejando ver, en la profundidad del cielo, lunares azules por donde se filtraban los primeros fulgurantes rayos matutinos del sol, reverberando en las mansas aguas de las ciénagas y la laguna. Los patos silvestres volaban, graznando.
Pericles, por los momentos de angustia que pasó, se olvidó de recoger el dinero extra, de la cómoda, para cualquier eventualidad que pudiera ocurrir, como sucedió. Fue directamente a la casa de un conocido colega de la madre para pedir apoyo económico que, luego le sería devuelto. La madre, además de prestarle ayuda para realizar trámites burocráticos al colega que laboraba en Conococha, cada vez que llegaba a Chiquian, le atendía al huésped con esmero. Por estas razones, sin pensarlo 2 veces, se dirigió confiado y con esperanza a la casa de este colega, más el miserable, no le proveyó ni un solo sol. Apabullado, agotado, tiritando los dientes y con el cuerpo trémulo de frio, esperaba, a su suerte, cualquier vehículo, que iba rumbo a Lima. La mañana se tornaba sombría, pesarosa, llena de ahogado dolor en la anchurosa estepa. Inconsciente, enterró sus ateridas manos en uno de los bolsillos del pantalón, encontrando, para su asombro y de alivio a la vez, un billete de diez soles. De inmediato pensó. “con este dinero, como sea llego a Lima”. Recién, en esas circunstancias apremiantes, recordó al magnánimo amigo, Federico, que le había prestado aquel peculio. Intranquilo levantaba el enjuto brazo cuando los carros se acercaban, pero ninguno se detenía. Desanimado, los veía circular con premura.
La impiedad del tiempo iba en aumento a medida que se avecinaba la boda de la hermana. Luego de varios frustrados intentos de tomar un vehículo, una camioneta se aproximaba a paso de tortuga, deteniéndose junto al desdichado peregrino. Desde la cabina, la pareja, con discreción, le auscultaron con ojos compasivos, descubriendo su ropa desalineada y los botines sucios con las suelas llenos de barro y con el lozano rostro sin poder ocultar el desvelo que le asaltaba. La joven esposa, con suave voz, le preguntó:
—¿A dónde te diriges? —El adolecente, de inmediato, le confesó con tono tristón: —anoche el carro me dejó, esta mañana caminé toda la planicie y me urge viajar a Lima, esta noche se casa mi hermana.—la pareja, volvieron las miradas entre sí, preguntándose maquinalmente. —“¿Qué hacemos…?” El esposo, preguntó: —Como te llamas, —Pericles, —“Bueno Pericles, te llevaremos hasta Paramonga que es nuestro destino final, por favor, sube.
Veloz y ágil, trepo la tolva acomodándose detrás de la cabina a la altura del conductor, éste, le dijo con bondad: —Hay un cesto de frutas, si te apetece, puedes comer. —En el trayecto, el muchacho, tiritando de frio, observa adelante y detrás, con frecuencia y cierta tensión, imaginándose que la policía aún le estaba persiguiendo y cuánto le cobrarían por el viaje. Hambriento, comió lo necesario, sin aprovecharse del auxilio y la indulgencia que le brindaban los generosos esposos que se dieron cuenta del apremio que padecía. Llegando a su destino final, para su sorpresa, el esposo, reseñándole donde se ubicaba la agencia de los colectivos, le habló con voz serena:
—Por el pasaje no te preocupes, sabemos de tu preocupación y el compromiso que tienes, te recomiendo que tomes el colectivo hasta Huacho, luego tomas el ómnibus que va a Lima. ¿De acuerdo? —Aliviado, asintiendo con leve movimiento de cabeza y, concediendo infinitas gracias, el malhadado circunstancial viajero, se despidió de la joven pareja.
Llegando a Huacho, abordó el ómnibus rumbo a Lima. El buen conductor de edad avanzada, con voz grave y paternal, le despertaba del profundo sueño y del cansancio:
—¡Eh¡ ¡Eh! Muchacho, ya hemos llegado, estamos en la agencia —Soñoliento y aturdido, preguntó:
—¿Dónde estamos?
—En la agencia
—¿Está lejos la Avenida Abancay?
—A dos cuadras- respondió el amable conductor.
Descendió del ómnibus, oteó, con atención, por todas las direcciones. Luego se dirigió a la Avenida Abancay, conocido por él siendo alumno de primeria de una escuela del distrito de la Victoria, que presuroso acudía a la Biblioteca Nacional, ocho años atrás, con el fin de desarrollar las tareas de cada fin semana. Al Recordar y reconocer la céntrica Avenida, se echó a caminar por más de una hora, trayecto a su destino final. Entre tanto, la novia, vestida de blanco, descendía por las escaleras, posando para las fotos del recuerdo. En la pequeña sala, frente al espejo reflejaba su rostro henchido de felicidad, olvidándose por unos instantes de la ausencia del hermano. Reinaba el silencio absoluto, solo se escuchaba el clic de la cámara del fotógrafo. De pronto, impetuoso repica el timbre de la casa Rin-rin-rin. La madre presintiendo que era Pericles, veloz, salió para abrir la puerta, no se equivocó, estaba frente al inquieto y querido hijo todo mugriento, astroso, hambriento e infausto, no le impidió para abrazarle con recóndito amor maternal. De Inmediato, le mandó a cambiarse.
El Pichuychanca
Chiquian, 12 de abril 2019