manuel nieves fabián
EL BRUJO CASTILLEJO
En Sagrawasi, hacienda de don Augusto, trabajaba Castillejo, hombre ya entrado en años, de rostro enjuto, cabellos crecidos, cejas negras y pobladas, mirada penetrante. Siempre gustaba vivir solo, Era huraño y retraído. Se le acusó de tener mucha deuda, por lo que el patrón, como castigo, lo envió a su hacienda.
Aquellos que iban a trabajar a la hacienda eran como irse a la eternidad, pues nunca salían vivos ni por milagro. Los que huían se perdían en la selva enmarañada y morían retaceados por los animales salvajes, otros no soportaban el clima inclemente, finalmente acaban sus vidas, entregados a los trabajos rudos y despiadados de sol a sol.
Castillejo, como ya era anciano, fue designado para que trabajara en la cocina, bajo la vigilancia de doña Meche, una de las esposas de don Augusto.
Su celda de seguridad fue el depósito, que estaba debajo del cuarto de sus patrones, cuya única puerta de ingreso era por el techo que daba al dormitorio del hacendado.
Cierta noche, cuando ya todos dormían, don Augusto escuchó que Castillejos conversaba con otro hombre. Como la celda estaba debajo de su cuatro escuchó que le decía:
–¡Mañana nos veremos en Corralmono!
–¿A qué hora? -preguntó Castillejo-
–¡A las tres!
–Está bien. Iré como quien coge naranjas.
–¡No vayas a faltar! –fueron las recomendaciones finales–
El patrón, disgustado por haber hecho ingresar a otro hombre a la celda sin su consentimiento, bajó rápido para sorprenderlos. Al llegar a la puerta encontró el candado en su lugar, así como él lo había dejado. Ingresó a la celda y encontró a Castillejo despierto. Recorrió con la vista todos los rincones y no estaba el otro. El aciano estaba solo, pero ante la mirada fija y severa del patrón intuyó que había sido descubierto; sin embargo, aparentó serenidad y se apresuró a preguntar:
–¿Qué se le ofrece patrón? ¿En qué puedo servirlo?
Don Augusto no podía salir de su asombro. Pensó que estaba haciendo el ridículo y cundo se dio cuenta su cuerpo sudaba y temblaba mientras que Castillejo le miraba sin el menor rasgo de humillación. Para no perder autoridad, sacó fuerzas de flaqueza y engrosando la voz dijo:
–¡Qué es lo que tramas a estas horas! ¿Estás pensando escapar? ¡A mí cholito nadie me engaña, quien lo haga, lo meto un balazo! ¡Acuéstate! –ordenó.
–Sí patrón –contestó Castillejo.
Luego de dar un último vistazo, de puro miedo, con el cuerpo que le amenazaba amontonársele, salió casi huyendo, completamente desconcertado. Al llegar a su cuarto meditó un buen rato y llegó a la conclusión que posiblemente habría escuchado mal; enseguida surgió la duda, ya que Castillejo estaba despierto, aún no se había acostado, entonces acabó pensando que algo andaba mal.
Al día siguiente se confirmaron sus sospechas. Cerca de las tres de la tarde, Castillejo, al llegar delante de él se sacó el sombrero, se arrodilló y le pidió permiso para ir a Corralmono a coger naranjas. No había duda, Castillejo preparaba un plan de fuga. A partir de aquella vez el cocinero fue cuidadosamente vigilado de día y de noche.
Transcurrido quince días, a la misma hora, nuevamente el hacendado escuchó un diálogo tan similar a la fecha anterior, citándole al mismo lugar.
Antes de las tres de la tarde, Castillejo le volvió a pedir permiso para dirigirse a Corralmono.
Despejada toda duda, el hacendado decidió castigarlo, pero sin encontrar prueba alguna en su contra. Para evitar la fuga nombró vigilantes para que lo cuidaran de día y de noche. Los cuidadores informaban que Castillejo no conversaba con nadie ni parecía tener amigos en la hacienda.
Don Augusto pensó estar enloqueciéndose y ante sus permanentes dudas siempre concluía afirmando que posiblemente su demasiada severidad le hacía escuchar alucinaciones. Ya no soportando escuchar los menudos diálogos nocturnos, empezó a tenerle miedo a su siervo, por lo que prefirió estar lejos de él.
Al transcurrir los años, Castillejo pagó su deuda, hecho que significó un gran alivio para el hacendado. Aquel día pareció liberarse de su tan temido siervo y le dijo:
–¡Oye viejo, toma tu libreta, ya está cancelada tu deuda, ahora puedes irte!
Antes que acabara de hablar el patrón, el anciano se arrodilló suplicando, rogándole vivir en la cocina junto a doña Meche, ayudándole en lo que sea.
La señora, al escuchar los ruegos implorantes del hombre que siempre le apoyaba, suplicó a su esposo que escuchara su pedido. El hacendado accedió con una dola condición, que jamás se cruzara en su camino. De esta manera Castillejo pasó a ser siervo de doña Meche.
Con la confianza que le tuvo a su ama durante los años transcurridos, un buen día le pidió que le diera una chacrita en lo más intrincado de la selva para dedicarse a la agricultura y allí poder pasar los últimos días de su vida. La señora aceptó su pedido y el cocinero se fue a vivir selva adentro, fuera del alcance de los hombres de la hacienda.
Después de un año Castillejo retornó a la hacienda y encontró al niño Luis tirado en la cama con el cuerpo lleno de llagas. Al pedirle una explicación a doña Meche, ella le contó que el niño había sido llevado a la ciudad y que ningún médico había podido curarlo, lo habían desahuciado y que solo esperaba la muerte. Castillejo, cogió la mano del niño, auscultó su pulso y concluyó diciendo que él podía curarlo. Solo necesitaba un sol para comprar remedios en el pueblo más cercano.
El hacendado que había estado escuchando desde su cuarto a su antiguo y temido siervo ordenó que le diera el sol y se apurara.
Castillejo en un abrir y cerrar de ojos llegó al pueblo, compró los brebajes e infusiones y de inmediato volvió a la hacienda.
Cuando ya tuvo todo listo para la curación ordenó que el niño fuera conducido a la esquina más apartada de la casa, y él se ubicó en la esquina opuesta. Empezó la curación con cánticos y oraciones. A medida que avanzaban las horas empezó a elevar la voz y entre otras cosas con gritos histéricos, golpeando el piso con una soga decía:
–¡A Jesucristo por salvar al mundo le flagelaron y escarnecieron su cuerpo sin misericordia! ¡Recibió cincuenta mil latigazos!
–¡Bien hecho! –respondió una voz con gozo y satisfacción.
–¡A Jesucristo por salvar a la humanidad lo crucificaron!
–¡Eso fue poco! –respondió otra voz con cólera y odio.
–¡A Jesucristo crucificado le hicieron beber vinagre!
–¡Qué más quería que le diéramos! –respondieron otras voces en tono sarcástico.
Y así entre gritos, saltos de ataque y defensa, como si peleara con alguien invisible, concluyó sudoroso y jadeante el curandero e invitó al niño que deliraba de fiebre tomar el brebaje.
Doña Meche, que durante todo ese tiempo se había estado comiendo las uñas de cólera e indignación al escuchar las ofensas al creador, apenas Castillejo concluyó la curación, se acercó a su siervo y con una raja de leña le molió todo el cuerpo a la vez que gritaba:
–¡Corrupto! ¡Degenerado! ¡Viejo brujo!
Al escuchar la última frase, Castillejo empezó a reírse, a la vez que deliraba diciendo:
–¡Viejo brujo!, ¡viejo brujo! ¡Eso mismo! ¡Así quería que me dijeran de frente!
Entre carcajada y carcajada que denotaba satisfacción, bebiendo el resto del brebaje que aún quedaba en el jarro se internó al bosque.
Después de una semana de la curación las llagas del niño Luis desaparecieron por completo; entonces, don Augusto mandó llamar a Castillejo para que se cobrara por su trabajo la cantidad de dinero que quería. Éste acudió presuroso al llamado, pero no quiso recibir ni un solo centavo, a cambio aceptó como pago un chivo negro de apenas cuatro meses.
Después de buen tiempo nuevamente se presentó a la hacienda para pedir a doña Meche que le obsequiara concho de huarapo. Ella, llena de curiosidad le preguntó:
–¿Para qué quieres el concho de huarapo?
–Para preparar empanadas –contestó Castillejo.
–¡Cómo así! – inquirió la mujer.
Castillejo con toda naturalidad respondió:
–Dentro de un rato vendrá a su casa una mujer vestida de rosado, con una comadreja en los hombros, portando una cesta donde verás unas apetitosas empanas; le aviso doña Meche que las empanas están envenenadas. Para que no lo compre ni se quede sin saborearla, yo las prepararé con concho de huarapo.
La señora aún sin comprender lo que le decía, le dio el concho de huarapo. Castillejo puso manos a la obra y en contados minutos terminó de hornear las empanadas.
No bien había concluido, apareció en la puerta de la casa la mujer que vestía de rosado, ofreciéndole empanadas. Doña Meche, como estaba prevenida no las aceptó ni regaladas. La mujer insistió que las comprase, hasta que doña Meche se enojó y la echó de casa.
La mujer disgustada se marchó. Por el camino, una señora que vio en la cesta las irresistibles empanadas, suplicó que se la vendiera, pero ella se negó, diciéndole que habían sido preparadas para don Augusto y doña Meche.
La señora pensando que el resto de las empanadas
estarían en la casa del hacendado fue hacia allá y le contó lo sucedido en el camino. Doña Meche, recién comprendió que aquella mujer era Lucía, la bruja más temida, quien desde hace años le tenía rencor.
Pasado tres días, Castillejo se presentó a la casa hacienda con el rostro casi desfigurado. Eran tan profundas las huellas de los arañones como si hubiesen sido causadas por garras. Cuando le preguntaron respondió que se había peleado con Lucía.
–¡Cómo así! –preguntó doña Meche.
Él contestó con toda frialdad:
–La he dejado tendida en el piso en la esquina de la casa donde vive.
Doña Meche, para salir de dudas, escribió una carta a su sobrino, a quien la bruja Lucía siempre le vendía leche, contándole la presencia de esta mujer en la hacienda y la intención de envenenarla.
El sobrino con otra carta le contó con lujo de detalles cómo había sido asesinada la bruja. La versión era semejante a lo narrado por Castillejo. En la parte final decía: «Los policías buscaban al asesino».
Jamás hallaron al autor de este crimen porque doña Meche, que lo sabía todo, calló, ya que le debía, incluso, la vida.
Manuel L. Nieves Fabian.
Aquellos que iban a trabajar a la hacienda eran como irse a la eternidad, pues nunca salían vivos ni por milagro. Los que huían se perdían en la selva enmarañada y morían retaceados por los animales salvajes, otros no soportaban el clima inclemente, finalmente acaban sus vidas, entregados a los trabajos rudos y despiadados de sol a sol.
Castillejo, como ya era anciano, fue designado para que trabajara en la cocina, bajo la vigilancia de doña Meche, una de las esposas de don Augusto.
Su celda de seguridad fue el depósito, que estaba debajo del cuarto de sus patrones, cuya única puerta de ingreso era por el techo que daba al dormitorio del hacendado.
Cierta noche, cuando ya todos dormían, don Augusto escuchó que Castillejos conversaba con otro hombre. Como la celda estaba debajo de su cuatro escuchó que le decía:
–¡Mañana nos veremos en Corralmono!
–¿A qué hora? -preguntó Castillejo-
–¡A las tres!
–Está bien. Iré como quien coge naranjas.
–¡No vayas a faltar! –fueron las recomendaciones finales–
El patrón, disgustado por haber hecho ingresar a otro hombre a la celda sin su consentimiento, bajó rápido para sorprenderlos. Al llegar a la puerta encontró el candado en su lugar, así como él lo había dejado. Ingresó a la celda y encontró a Castillejo despierto. Recorrió con la vista todos los rincones y no estaba el otro. El aciano estaba solo, pero ante la mirada fija y severa del patrón intuyó que había sido descubierto; sin embargo, aparentó serenidad y se apresuró a preguntar:
–¿Qué se le ofrece patrón? ¿En qué puedo servirlo?
Don Augusto no podía salir de su asombro. Pensó que estaba haciendo el ridículo y cundo se dio cuenta su cuerpo sudaba y temblaba mientras que Castillejo le miraba sin el menor rasgo de humillación. Para no perder autoridad, sacó fuerzas de flaqueza y engrosando la voz dijo:
–¡Qué es lo que tramas a estas horas! ¿Estás pensando escapar? ¡A mí cholito nadie me engaña, quien lo haga, lo meto un balazo! ¡Acuéstate! –ordenó.
–Sí patrón –contestó Castillejo.
Luego de dar un último vistazo, de puro miedo, con el cuerpo que le amenazaba amontonársele, salió casi huyendo, completamente desconcertado. Al llegar a su cuarto meditó un buen rato y llegó a la conclusión que posiblemente habría escuchado mal; enseguida surgió la duda, ya que Castillejo estaba despierto, aún no se había acostado, entonces acabó pensando que algo andaba mal.
Al día siguiente se confirmaron sus sospechas. Cerca de las tres de la tarde, Castillejo, al llegar delante de él se sacó el sombrero, se arrodilló y le pidió permiso para ir a Corralmono a coger naranjas. No había duda, Castillejo preparaba un plan de fuga. A partir de aquella vez el cocinero fue cuidadosamente vigilado de día y de noche.
Transcurrido quince días, a la misma hora, nuevamente el hacendado escuchó un diálogo tan similar a la fecha anterior, citándole al mismo lugar.
Antes de las tres de la tarde, Castillejo le volvió a pedir permiso para dirigirse a Corralmono.
Despejada toda duda, el hacendado decidió castigarlo, pero sin encontrar prueba alguna en su contra. Para evitar la fuga nombró vigilantes para que lo cuidaran de día y de noche. Los cuidadores informaban que Castillejo no conversaba con nadie ni parecía tener amigos en la hacienda.
Don Augusto pensó estar enloqueciéndose y ante sus permanentes dudas siempre concluía afirmando que posiblemente su demasiada severidad le hacía escuchar alucinaciones. Ya no soportando escuchar los menudos diálogos nocturnos, empezó a tenerle miedo a su siervo, por lo que prefirió estar lejos de él.
Al transcurrir los años, Castillejo pagó su deuda, hecho que significó un gran alivio para el hacendado. Aquel día pareció liberarse de su tan temido siervo y le dijo:
–¡Oye viejo, toma tu libreta, ya está cancelada tu deuda, ahora puedes irte!
Antes que acabara de hablar el patrón, el anciano se arrodilló suplicando, rogándole vivir en la cocina junto a doña Meche, ayudándole en lo que sea.
La señora, al escuchar los ruegos implorantes del hombre que siempre le apoyaba, suplicó a su esposo que escuchara su pedido. El hacendado accedió con una dola condición, que jamás se cruzara en su camino. De esta manera Castillejo pasó a ser siervo de doña Meche.
Con la confianza que le tuvo a su ama durante los años transcurridos, un buen día le pidió que le diera una chacrita en lo más intrincado de la selva para dedicarse a la agricultura y allí poder pasar los últimos días de su vida. La señora aceptó su pedido y el cocinero se fue a vivir selva adentro, fuera del alcance de los hombres de la hacienda.
Después de un año Castillejo retornó a la hacienda y encontró al niño Luis tirado en la cama con el cuerpo lleno de llagas. Al pedirle una explicación a doña Meche, ella le contó que el niño había sido llevado a la ciudad y que ningún médico había podido curarlo, lo habían desahuciado y que solo esperaba la muerte. Castillejo, cogió la mano del niño, auscultó su pulso y concluyó diciendo que él podía curarlo. Solo necesitaba un sol para comprar remedios en el pueblo más cercano.
El hacendado que había estado escuchando desde su cuarto a su antiguo y temido siervo ordenó que le diera el sol y se apurara.
Castillejo en un abrir y cerrar de ojos llegó al pueblo, compró los brebajes e infusiones y de inmediato volvió a la hacienda.
Cuando ya tuvo todo listo para la curación ordenó que el niño fuera conducido a la esquina más apartada de la casa, y él se ubicó en la esquina opuesta. Empezó la curación con cánticos y oraciones. A medida que avanzaban las horas empezó a elevar la voz y entre otras cosas con gritos histéricos, golpeando el piso con una soga decía:
–¡A Jesucristo por salvar al mundo le flagelaron y escarnecieron su cuerpo sin misericordia! ¡Recibió cincuenta mil latigazos!
–¡Bien hecho! –respondió una voz con gozo y satisfacción.
–¡A Jesucristo por salvar a la humanidad lo crucificaron!
–¡Eso fue poco! –respondió otra voz con cólera y odio.
–¡A Jesucristo crucificado le hicieron beber vinagre!
–¡Qué más quería que le diéramos! –respondieron otras voces en tono sarcástico.
Y así entre gritos, saltos de ataque y defensa, como si peleara con alguien invisible, concluyó sudoroso y jadeante el curandero e invitó al niño que deliraba de fiebre tomar el brebaje.
Doña Meche, que durante todo ese tiempo se había estado comiendo las uñas de cólera e indignación al escuchar las ofensas al creador, apenas Castillejo concluyó la curación, se acercó a su siervo y con una raja de leña le molió todo el cuerpo a la vez que gritaba:
–¡Corrupto! ¡Degenerado! ¡Viejo brujo!
Al escuchar la última frase, Castillejo empezó a reírse, a la vez que deliraba diciendo:
–¡Viejo brujo!, ¡viejo brujo! ¡Eso mismo! ¡Así quería que me dijeran de frente!
Entre carcajada y carcajada que denotaba satisfacción, bebiendo el resto del brebaje que aún quedaba en el jarro se internó al bosque.
Después de una semana de la curación las llagas del niño Luis desaparecieron por completo; entonces, don Augusto mandó llamar a Castillejo para que se cobrara por su trabajo la cantidad de dinero que quería. Éste acudió presuroso al llamado, pero no quiso recibir ni un solo centavo, a cambio aceptó como pago un chivo negro de apenas cuatro meses.
Después de buen tiempo nuevamente se presentó a la hacienda para pedir a doña Meche que le obsequiara concho de huarapo. Ella, llena de curiosidad le preguntó:
–¿Para qué quieres el concho de huarapo?
–Para preparar empanadas –contestó Castillejo.
–¡Cómo así! – inquirió la mujer.
Castillejo con toda naturalidad respondió:
–Dentro de un rato vendrá a su casa una mujer vestida de rosado, con una comadreja en los hombros, portando una cesta donde verás unas apetitosas empanas; le aviso doña Meche que las empanas están envenenadas. Para que no lo compre ni se quede sin saborearla, yo las prepararé con concho de huarapo.
La señora aún sin comprender lo que le decía, le dio el concho de huarapo. Castillejo puso manos a la obra y en contados minutos terminó de hornear las empanadas.
No bien había concluido, apareció en la puerta de la casa la mujer que vestía de rosado, ofreciéndole empanadas. Doña Meche, como estaba prevenida no las aceptó ni regaladas. La mujer insistió que las comprase, hasta que doña Meche se enojó y la echó de casa.
La mujer disgustada se marchó. Por el camino, una señora que vio en la cesta las irresistibles empanadas, suplicó que se la vendiera, pero ella se negó, diciéndole que habían sido preparadas para don Augusto y doña Meche.
La señora pensando que el resto de las empanadas
estarían en la casa del hacendado fue hacia allá y le contó lo sucedido en el camino. Doña Meche, recién comprendió que aquella mujer era Lucía, la bruja más temida, quien desde hace años le tenía rencor.
Pasado tres días, Castillejo se presentó a la casa hacienda con el rostro casi desfigurado. Eran tan profundas las huellas de los arañones como si hubiesen sido causadas por garras. Cuando le preguntaron respondió que se había peleado con Lucía.
–¡Cómo así! –preguntó doña Meche.
Él contestó con toda frialdad:
–La he dejado tendida en el piso en la esquina de la casa donde vive.
Doña Meche, para salir de dudas, escribió una carta a su sobrino, a quien la bruja Lucía siempre le vendía leche, contándole la presencia de esta mujer en la hacienda y la intención de envenenarla.
El sobrino con otra carta le contó con lujo de detalles cómo había sido asesinada la bruja. La versión era semejante a lo narrado por Castillejo. En la parte final decía: «Los policías buscaban al asesino».
Jamás hallaron al autor de este crimen porque doña Meche, que lo sabía todo, calló, ya que le debía, incluso, la vida.
Manuel L. Nieves Fabian.