ricardo santos albornoz
EL CAMINANTE DE LA CIUDADE SIN ESTRELLAS
(CUENTO)
(CUENTO)

En Mangas, donde el cerro Apu Urco, guarda en su pecho las historias más antiguas, donde los amaneceres tienen sabor a tierra húmeda y el viento lleva secretos de siglos hablando en voz baja a los que saben escuchar, nacieron dos hermanos: Pablo Juytu y Cátedro, dos retoños de la misma savia, dos cántaros modelados por el mismo alfarero de las alturas. Eran como dos brotes de un mismo tallo, distintos en forma, pero unidos en raíz.
Desde niños, compartieron la vida como dos luceros de una misma noche. Corrían tras las perdices en los campos de Ulan, se perdían entre las flores silvestres de Qoyllarcancha, y a la hora en que el sol abrazaba los maizales de Jalcan y Shila, soñaban con el mañana, con esas ilusiones que crecen en el pecho como ramas inquietas buscando el cielo. Pero la vida, maestra de las bifurcaciones, les deparó caminos distintos.
Pablo Juytu eligió quedarse en Mangas, aferrándose a su tierra como un molle centenario. Junto a su esposa, tejedora de alegrías, y sus dos pequeños retoños, cultivaba no solo habas, ocas y ollucos, sino también los silencios dorados de la vida sencilla en Ulan y Qoyllarcancha, las papas chilpish, la oca y el olluco que nacían como pequeños milagros bajo sus manos que como raíces fuertes, conocían los secretos de la siembra y la cosecha, extrayendo de la madre tierra el sustento diario; y en Jalcan y Shila, el maíz ondeaba como banderas de oro, flameando con su voz silenciosa mirando su perseverancia de dar buenos granos dulces. Cada surco abierto en la tierra era para Pablo Juytu una carta de amor escrita al futuro. En esos parajes, su alma se regaba junto con las semillas que brotaban con amor para dar sus frutos.
Catedro, en cambio, se dejó llevar por el viento inquieto de los sueños, escogió el espejismo de la ciudad. Se fue a Lima, donde el día empieza con los bostezos del sol y termina después del cansancio. Partió una mañana clara, llevando en su alforja un puñado de tierra de Mangas, para no olvidarse. Allí estudió bajo faroles que no sabían de estrellas, trabajó en oficinas donde el reloj era el dueño de los minutos, y vivió solo, como una semilla olvidada en el asfalto entre calles que parecían nunca acabar. No tejió su hogar, no sembró compañía en su corazón, la soledad creció como una hiedra silenciosa.
Mientras Pablo Juytu escuchaba el canto de las torcazas con el primer rocío, y cantaba con los surcos húmedos de la chacra, Cátedro escuchaba el zumbido constante de la ciudad, que nunca callaba. Mientras uno recogía maíces dulces con las manos curtidas llenas de llaga, el otro tejía informes y contratos con manos ansiosas. Dos mundos, dos respiraciones distintas, pero un mismo viento, un mismo recuerdo.
Algunas noches, cuando la ciudad le pesaba como un abrigo mojado, Catedro se asomaba a su ventana y buscaba —en vano— las estrellas de su infancia. Y en Mangas, cuando el último lucero titilaba antes del alba, Pablo Juytu pensaba en su hermano y sembraba una papa más.
A veces, en las madrugadas de Lima, cuando la ciudad era apenas un murmullo cansado, Cátedro escribía cartas que nunca enviaba. Una de ellas, arrugada por el tiempo, decía:
"Hermano Pablo:
Aquí, entre avenidas que no duermen, cierro los ojos y regreso a nuestra tierra.
Oigo tus pasos en Jalcan, tus manos abriendo la vida en Ulán.
Siento el maíz crecer con la fuerza de nuestros recuerdos.
Perdona mi ausencia, hermano mío. No hay bullicio que calle la voz de Mangas en mi pecho.
A veces pienso que soy como un maíz sembrado en Jalcan: crezco, sí, pero sin espiga, sin flor.
Algún día, volveré. No para quedarme, sino para abrazar nuestra raíz, para volver a ser dos ramas bajo el mismo horizonte."
Los años pasaron como el río Shinwa que erosiona sin tregua.
Un día, Cátedro decidió volver. El viaje fue largo, como cruzar un desierto de memorias. Al llegar, el pueblo lo abrazó con el silencio tierno de las montañas. Allí estaba Pablo Juytu, su hermano, con su rostro surcado de surcos como la tierra misma, se parecían más que nunca a los de sus chacras y sonriendo con el florecer de una planta.
Se abrazaron largo rato conteniendo la respiración, bajo el mismo cielo que siempre los había mirado y al lado del gran sauce del pueblo, ese que había visto crecer su infancia. No hubo palabras, solo el temblor de dos corazones reencontrándose después de muchas cosechas ausentes. El viento suave de media mañana, cómplice antiguo, susurraba en sus cabellos.
Esa tarde, caminaron juntos por los maizales. Cátedro acariciaba las espigas como si acariciara los años perdidos, y Pablo Juytu, en silencio, sembraba una nueva semilla en su corazón, con la certeza de que, aunque los caminos se bifurquen, las raíces —como las venas de la tierra— siempre saben reencontrarse.
Y cuando cayó la noche, bajo un cielo limpio que temblaba de estrellas verdaderas, los dos hermanos supieron que ningún bullicio, ningún olvido, ninguna distancia podía vencer el hilo invisible que los unía, ese hilo antiguo y sagrado de la sangre, del amor sembrado en los días simples, en los vientos nobles, en los silencios compartidos. Cátedro, el hermano de los sueños lejanos, el caminante de las ciudades sin estrellas, estaba allí, de nuevo en su pueblo de Mangas. Para recordar que el amor sencillo, el amor profundo, se siembra y se cultiva con el alma.
RICARDO SANTOS ALBORNOZ
[email protected]
Desde niños, compartieron la vida como dos luceros de una misma noche. Corrían tras las perdices en los campos de Ulan, se perdían entre las flores silvestres de Qoyllarcancha, y a la hora en que el sol abrazaba los maizales de Jalcan y Shila, soñaban con el mañana, con esas ilusiones que crecen en el pecho como ramas inquietas buscando el cielo. Pero la vida, maestra de las bifurcaciones, les deparó caminos distintos.
Pablo Juytu eligió quedarse en Mangas, aferrándose a su tierra como un molle centenario. Junto a su esposa, tejedora de alegrías, y sus dos pequeños retoños, cultivaba no solo habas, ocas y ollucos, sino también los silencios dorados de la vida sencilla en Ulan y Qoyllarcancha, las papas chilpish, la oca y el olluco que nacían como pequeños milagros bajo sus manos que como raíces fuertes, conocían los secretos de la siembra y la cosecha, extrayendo de la madre tierra el sustento diario; y en Jalcan y Shila, el maíz ondeaba como banderas de oro, flameando con su voz silenciosa mirando su perseverancia de dar buenos granos dulces. Cada surco abierto en la tierra era para Pablo Juytu una carta de amor escrita al futuro. En esos parajes, su alma se regaba junto con las semillas que brotaban con amor para dar sus frutos.
Catedro, en cambio, se dejó llevar por el viento inquieto de los sueños, escogió el espejismo de la ciudad. Se fue a Lima, donde el día empieza con los bostezos del sol y termina después del cansancio. Partió una mañana clara, llevando en su alforja un puñado de tierra de Mangas, para no olvidarse. Allí estudió bajo faroles que no sabían de estrellas, trabajó en oficinas donde el reloj era el dueño de los minutos, y vivió solo, como una semilla olvidada en el asfalto entre calles que parecían nunca acabar. No tejió su hogar, no sembró compañía en su corazón, la soledad creció como una hiedra silenciosa.
Mientras Pablo Juytu escuchaba el canto de las torcazas con el primer rocío, y cantaba con los surcos húmedos de la chacra, Cátedro escuchaba el zumbido constante de la ciudad, que nunca callaba. Mientras uno recogía maíces dulces con las manos curtidas llenas de llaga, el otro tejía informes y contratos con manos ansiosas. Dos mundos, dos respiraciones distintas, pero un mismo viento, un mismo recuerdo.
Algunas noches, cuando la ciudad le pesaba como un abrigo mojado, Catedro se asomaba a su ventana y buscaba —en vano— las estrellas de su infancia. Y en Mangas, cuando el último lucero titilaba antes del alba, Pablo Juytu pensaba en su hermano y sembraba una papa más.
A veces, en las madrugadas de Lima, cuando la ciudad era apenas un murmullo cansado, Cátedro escribía cartas que nunca enviaba. Una de ellas, arrugada por el tiempo, decía:
"Hermano Pablo:
Aquí, entre avenidas que no duermen, cierro los ojos y regreso a nuestra tierra.
Oigo tus pasos en Jalcan, tus manos abriendo la vida en Ulán.
Siento el maíz crecer con la fuerza de nuestros recuerdos.
Perdona mi ausencia, hermano mío. No hay bullicio que calle la voz de Mangas en mi pecho.
A veces pienso que soy como un maíz sembrado en Jalcan: crezco, sí, pero sin espiga, sin flor.
Algún día, volveré. No para quedarme, sino para abrazar nuestra raíz, para volver a ser dos ramas bajo el mismo horizonte."
Los años pasaron como el río Shinwa que erosiona sin tregua.
Un día, Cátedro decidió volver. El viaje fue largo, como cruzar un desierto de memorias. Al llegar, el pueblo lo abrazó con el silencio tierno de las montañas. Allí estaba Pablo Juytu, su hermano, con su rostro surcado de surcos como la tierra misma, se parecían más que nunca a los de sus chacras y sonriendo con el florecer de una planta.
Se abrazaron largo rato conteniendo la respiración, bajo el mismo cielo que siempre los había mirado y al lado del gran sauce del pueblo, ese que había visto crecer su infancia. No hubo palabras, solo el temblor de dos corazones reencontrándose después de muchas cosechas ausentes. El viento suave de media mañana, cómplice antiguo, susurraba en sus cabellos.
Esa tarde, caminaron juntos por los maizales. Cátedro acariciaba las espigas como si acariciara los años perdidos, y Pablo Juytu, en silencio, sembraba una nueva semilla en su corazón, con la certeza de que, aunque los caminos se bifurquen, las raíces —como las venas de la tierra— siempre saben reencontrarse.
Y cuando cayó la noche, bajo un cielo limpio que temblaba de estrellas verdaderas, los dos hermanos supieron que ningún bullicio, ningún olvido, ninguna distancia podía vencer el hilo invisible que los unía, ese hilo antiguo y sagrado de la sangre, del amor sembrado en los días simples, en los vientos nobles, en los silencios compartidos. Cátedro, el hermano de los sueños lejanos, el caminante de las ciudades sin estrellas, estaba allí, de nuevo en su pueblo de Mangas. Para recordar que el amor sencillo, el amor profundo, se siembra y se cultiva con el alma.
RICARDO SANTOS ALBORNOZ
[email protected]