HUGO VÍLCHEZ ROMERO
EL HOMBRECITO QUE NO PODÍA HABLAR
En el cotidiano vivir, el pequeño hombrecito desfila durante el día, a paso lerdo, de un pueblo a otro con el propósito de solicitar una desprendida caridad. Su existencia, desconocido para la mayoría, lo cubría un velo sibilino. En su ardua andanza por senderos tortuosos —anegado por la lluvia, árido en la estación de verano— era auxiliado del viejo cayado que el mismo, con esmero, lo elaboró de una de las ramas del dadivoso árbol de eucalipto que lo halló en uno de los solariegos caminos. Su menudo cuerpo, maltrecho desde su infeliz nacimiento, necesitaba de algún sostén para mantenerse firmemente de pie.
De ojos caídos color verde claro, de rostro redondo donde posaba la barba espaciada que parecían púas; cuando lo dejaba crecer. Había en él, una sonrisa natural e ingenua. Sobre su cabeza, posaba el sombrero de paja, de copa redonda con ala mediana, un tanto caída. Con el morral colorido sobre la espalda y el hombro enjuto, se echaba a trajinar varios kilómetros, en busca de sustento.
Aun con el cielo cubierto de delgados nubarrones, en el claro amanecer, sopla la suave brisa. El pequeño hombrecito, camina por senderos envueltos de charcos, bajadas, subidas y planicies. Observa con detenimiento el invariable campo, desocupado y despoblado, pero también, nota que en otras praderas crecen, rumbo al cielo, la papa, el maíz y el trigo. El Tiempo sigue su curso inexorable. Aprovecha la oportunidad de enaltecer los antiguos espacios y agradecer a la madre naturaleza de respirar el aire inmaculado, contemplar los alrededores, y soñar como, a la salida del sol, se enfrenta la cumbre del señorial nevado del Yerupaja con el de Tucu. El imponente verde cerro de vertiente florida, de Jaracoto, Huancar, Capilla Punta con el de Yauca Punta. En medio de los nevados y collados estáticos, como si se estuvieran viendo, uno frente al otro, se halla el admirable y vistoso valle de Aynin de fértiles y generosas tierras por donde viaja el ondeante y enronquecido rio, surcando barrancos para llegar a morir en el océano.
Con paso cansino, torpe y bobo, deja atrás a su querida querencia de Huasta, a los verdes campos, meditando que pueblo visitar. Entre tanto, siente el aire fresco de la mañana. En su andanza, por el sendero reverdecido, se topa con una serie de plantas aromáticas, medicinales y frutas silvestres, muy apreciadas por él y los pobladores de la zona. Sin perder el tiempo, los recolecta y guarda con singular diligencia en su colorido morral. Una porción de estas frutas, el muchiki y el shuplak, lo coloca con mucha cautela entre los bolsillos de su pantalón de percal, desgastado y anticuado pero resaltado de una intachable limpieza, con el fin de ir comiendo a lo largo de su recoleto y penoso desplazamiento.
En su andanza solitaria por el estrecho camino, de pronto, delante de los ojos cándidos, aparece con vuelo impetuoso y veloz, el pequeño y hermoso colibrí. Con aleteo acelerado y vertiginoso se desplaza de un lado a otro sobre las policromas flores, erguidos en la orilla de la abrupta trocha. El acrobático picaflor, surca los aires de arriba, abajo, hacia adelante y atrás, el errante mortal lo contempla meditabundo, de cómo la rauda avecilla, hunde el pico largo y delgado en la nutritiva flor con el propósito de atiborrar el agradable néctar. Los pájaros, cantan en coro y vuelan de un lugar a otro, a fin de buscar su alimento. El llano y pequeño hombrecito, no podía oír ni hablar. Era sordomudo. Los pueblos que visitaba, la mayoría de sus habitantes lo conocían con el apelativo de “El mudito de Huasta”
Al llegar a la entrada del pueblo elegido, Chiquian, con el semblante afable y fatigado, busca el lugar adecuado con el propósito de descansar bajo la sombra de la cornisa del techo de una de las casas, ubicado en las periferias de la villa. Posado ya sobre la empedrada y fría acera, saluda a las personas, que presurosos pasaban delante de él, con candorosa sonrisa. En una de sus numerosas visitas, cerca de él, observó a una joven señora que corría detrás de su engreída hijita de dos años, de vivaces y grandes ojos almendrados, que llevaba entre las maniatas un pedazo de pan de piso. La atrapó y la cargó entre sus calurosos brazos. Abrazándola, con cariño maternal. Mientras su cabello largo y lacio se levantaba por el ligero viento y balanceando de un lado a otro a su nenita, la falda de percal, que le llegaba hasta sus contorneadas pantorrillas, revoloteaba.
De ojos caídos color verde claro, de rostro redondo donde posaba la barba espaciada que parecían púas; cuando lo dejaba crecer. Había en él, una sonrisa natural e ingenua. Sobre su cabeza, posaba el sombrero de paja, de copa redonda con ala mediana, un tanto caída. Con el morral colorido sobre la espalda y el hombro enjuto, se echaba a trajinar varios kilómetros, en busca de sustento.
Aun con el cielo cubierto de delgados nubarrones, en el claro amanecer, sopla la suave brisa. El pequeño hombrecito, camina por senderos envueltos de charcos, bajadas, subidas y planicies. Observa con detenimiento el invariable campo, desocupado y despoblado, pero también, nota que en otras praderas crecen, rumbo al cielo, la papa, el maíz y el trigo. El Tiempo sigue su curso inexorable. Aprovecha la oportunidad de enaltecer los antiguos espacios y agradecer a la madre naturaleza de respirar el aire inmaculado, contemplar los alrededores, y soñar como, a la salida del sol, se enfrenta la cumbre del señorial nevado del Yerupaja con el de Tucu. El imponente verde cerro de vertiente florida, de Jaracoto, Huancar, Capilla Punta con el de Yauca Punta. En medio de los nevados y collados estáticos, como si se estuvieran viendo, uno frente al otro, se halla el admirable y vistoso valle de Aynin de fértiles y generosas tierras por donde viaja el ondeante y enronquecido rio, surcando barrancos para llegar a morir en el océano.
Con paso cansino, torpe y bobo, deja atrás a su querida querencia de Huasta, a los verdes campos, meditando que pueblo visitar. Entre tanto, siente el aire fresco de la mañana. En su andanza, por el sendero reverdecido, se topa con una serie de plantas aromáticas, medicinales y frutas silvestres, muy apreciadas por él y los pobladores de la zona. Sin perder el tiempo, los recolecta y guarda con singular diligencia en su colorido morral. Una porción de estas frutas, el muchiki y el shuplak, lo coloca con mucha cautela entre los bolsillos de su pantalón de percal, desgastado y anticuado pero resaltado de una intachable limpieza, con el fin de ir comiendo a lo largo de su recoleto y penoso desplazamiento.
En su andanza solitaria por el estrecho camino, de pronto, delante de los ojos cándidos, aparece con vuelo impetuoso y veloz, el pequeño y hermoso colibrí. Con aleteo acelerado y vertiginoso se desplaza de un lado a otro sobre las policromas flores, erguidos en la orilla de la abrupta trocha. El acrobático picaflor, surca los aires de arriba, abajo, hacia adelante y atrás, el errante mortal lo contempla meditabundo, de cómo la rauda avecilla, hunde el pico largo y delgado en la nutritiva flor con el propósito de atiborrar el agradable néctar. Los pájaros, cantan en coro y vuelan de un lugar a otro, a fin de buscar su alimento. El llano y pequeño hombrecito, no podía oír ni hablar. Era sordomudo. Los pueblos que visitaba, la mayoría de sus habitantes lo conocían con el apelativo de “El mudito de Huasta”
Al llegar a la entrada del pueblo elegido, Chiquian, con el semblante afable y fatigado, busca el lugar adecuado con el propósito de descansar bajo la sombra de la cornisa del techo de una de las casas, ubicado en las periferias de la villa. Posado ya sobre la empedrada y fría acera, saluda a las personas, que presurosos pasaban delante de él, con candorosa sonrisa. En una de sus numerosas visitas, cerca de él, observó a una joven señora que corría detrás de su engreída hijita de dos años, de vivaces y grandes ojos almendrados, que llevaba entre las maniatas un pedazo de pan de piso. La atrapó y la cargó entre sus calurosos brazos. Abrazándola, con cariño maternal. Mientras su cabello largo y lacio se levantaba por el ligero viento y balanceando de un lado a otro a su nenita, la falda de percal, que le llegaba hasta sus contorneadas pantorrillas, revoloteaba.
El notar que estaba cerca el pequeño hombrecito, con intenso cariño, besó la frente limpia de la niña y le hablo con en tono de ternura: —Ahí está el mudito de Huasta; te daré a él para que te lleve… —Después de dar unas vueltas y, cantarle con una modulación vanidosa… con voz sonora, continuó hablando, —¡Oiga señor! ¿Necesita usted, una niña?
Él no escuchaba pero entendía el gesto de aquella desprendida madre. Su respuesta era de una sonrisa querendona como el de un niño cándido, bajando la quijada sobre el estrecho pecho e inclinando la cabeza a un lado, abriendo aún más los brillantes ojos verdes. La niña, sin inmutarse, sin preocupación alguna, siguió comiendo su pedazo de pan recién sacado del horno. La madre le decía en broma que se lo diera al mudito de Huasta, que se había acercado aún más, sonriendo con ternura.
La madre consentida, extrajo un pan del bolso, se lo dio a su hijita, expresando: —“Entrégale, nenita” —ésta, lo tomo entre sus finos deditos y estirando su liliputiense brazo, se lo entregó. El mudito de Huasta, se alegraba complacido de ver el júbilo de aquellos dos seres. Dando una venia, tomo el pan y se fue comiendo, mientras se alejaba de la vista de la madre y de la niña, caminaba con lentitud auxiliado por su innato cayado.
El hombrecito que no podía hablar, caminaba despacio por las calles ceñidas, apoyado de su viejo bastón, que lo dirigía hacia adelante, siendo objeto de muchas miradas y saludos. Algunos niños, que jugaban muy concentrados al trompo, al percatarse de su repentina presencia, corrían a su encuentro con los brazos extendidos moviendo la palma de sus enanas manos y los dedos abiertos con el objetivo de darle la bienvenida al pueblo. Otros, que lo veían por primera vez, sorprendidos por su asistencia a estos lares, aturdidos, huían rumbo a sus casas empujando de manera apresurada los vetustos y quejosos zaguanes, de donde aguaitaban con sus erizados cabellos, al indefenso, noble y desconocido visitante. Los más pequeñitos, con sus ojos saltones y cuerpos vibrantes corrían, casi a trompicones, para refugiarse detrás de las piernas, de todos los tamaños, de sus protectores y queridos padres, más el mudito de Huasta, sonriendo inofensivamente, pasaba delante de todos ellos hasta llegar a una de las casas que siempre visitaba.
En aquella casa rodeada de geranios, claveles, rosas y el manzano en el centro del patio, la madre (mi madre) instruía a los hijos la forma de recibir a un visitante aun cuando no fuera una persona importante, decía:
—A todos se les da la mejor acogida, sin hacer diferencias de estratos sociales y por otro lado —continuó enseñando reglas de educación y solidaridad —si uno no está en la opulencia, lo mínimo que se le puede ofrecer a un visitante, es un asiento y un vaso de agua.
El mudito de Huasta, era proveído de un asiento y de comida. Satisfecho por la cortesía y además, por el regalo de algunas prendas de vestir, agradecía dando constantes venias, colocando la pequeña y delgada palma de la aterida mano sobre su noble corazón y dando sonrisas por tal atención, regresaba por la misma senda de donde había venido.
El Pichuychanca.
Chiquian 16 de abril 2016
Hugo Vílchez Romero
[email protected]
Él no escuchaba pero entendía el gesto de aquella desprendida madre. Su respuesta era de una sonrisa querendona como el de un niño cándido, bajando la quijada sobre el estrecho pecho e inclinando la cabeza a un lado, abriendo aún más los brillantes ojos verdes. La niña, sin inmutarse, sin preocupación alguna, siguió comiendo su pedazo de pan recién sacado del horno. La madre le decía en broma que se lo diera al mudito de Huasta, que se había acercado aún más, sonriendo con ternura.
La madre consentida, extrajo un pan del bolso, se lo dio a su hijita, expresando: —“Entrégale, nenita” —ésta, lo tomo entre sus finos deditos y estirando su liliputiense brazo, se lo entregó. El mudito de Huasta, se alegraba complacido de ver el júbilo de aquellos dos seres. Dando una venia, tomo el pan y se fue comiendo, mientras se alejaba de la vista de la madre y de la niña, caminaba con lentitud auxiliado por su innato cayado.
El hombrecito que no podía hablar, caminaba despacio por las calles ceñidas, apoyado de su viejo bastón, que lo dirigía hacia adelante, siendo objeto de muchas miradas y saludos. Algunos niños, que jugaban muy concentrados al trompo, al percatarse de su repentina presencia, corrían a su encuentro con los brazos extendidos moviendo la palma de sus enanas manos y los dedos abiertos con el objetivo de darle la bienvenida al pueblo. Otros, que lo veían por primera vez, sorprendidos por su asistencia a estos lares, aturdidos, huían rumbo a sus casas empujando de manera apresurada los vetustos y quejosos zaguanes, de donde aguaitaban con sus erizados cabellos, al indefenso, noble y desconocido visitante. Los más pequeñitos, con sus ojos saltones y cuerpos vibrantes corrían, casi a trompicones, para refugiarse detrás de las piernas, de todos los tamaños, de sus protectores y queridos padres, más el mudito de Huasta, sonriendo inofensivamente, pasaba delante de todos ellos hasta llegar a una de las casas que siempre visitaba.
En aquella casa rodeada de geranios, claveles, rosas y el manzano en el centro del patio, la madre (mi madre) instruía a los hijos la forma de recibir a un visitante aun cuando no fuera una persona importante, decía:
—A todos se les da la mejor acogida, sin hacer diferencias de estratos sociales y por otro lado —continuó enseñando reglas de educación y solidaridad —si uno no está en la opulencia, lo mínimo que se le puede ofrecer a un visitante, es un asiento y un vaso de agua.
El mudito de Huasta, era proveído de un asiento y de comida. Satisfecho por la cortesía y además, por el regalo de algunas prendas de vestir, agradecía dando constantes venias, colocando la pequeña y delgada palma de la aterida mano sobre su noble corazón y dando sonrisas por tal atención, regresaba por la misma senda de donde había venido.
El Pichuychanca.
Chiquian 16 de abril 2016
Hugo Vílchez Romero
[email protected]