josé antonio zalazar mejía
EL JUDÍO ERRANTE

Versión recogida en el 2005 de boca de la profesora Nieves Caballero Ochoa.
“¡No me lo va a creer profesor José Antonio, pero yo he visto al judío errante!
Ayer vi su programa en la tele y cuando usted habló del judío errante, rapidito me acordé lo que me pasó siendo niña. Yo he sido bien alborotada, desde chica; hasta orcotona me decían porque mucho me gustaba jugar chiptas con mis hermanos y sus amigos. Con ellos nomás andaba, de arriba abajo. No me dejaba con los chicos. A mí no me gustaban las muñecas ni la cocinita. Yo pateaba pelota; al principio me pusieron de arquero nomás, pero cuando íbamos perdiendo yo salía de delantero y metía un par de goles. Por eso los chicos me respetaban.
En una de esas, cuando andábamos mataperreando, me acuerdo muy clarito que estábamos jugando a la ayacanca en la puerta de la chichería de los Álvarez, en el jirón Trujillo, en Huarupampa, cerca a mi casa. A mí ya me tocaba lanzar la tablita por detrás de la espalda, que era la posición más difícil, pues había que poner el cuerpo casi paralelo al suelo y con un solo brazo darle con fuerza y girar con rapidez para alcanzarle un chutazo antes de que caiga a la tierra; las otras eran más fáciles, tras el brazo, tras la pierna, cualquiera lo podía hacer. Digo que estaba echándome yo para hacer mi jugada cuando siento que derrepente los chicos se quedan callados, casi mudos.
Yo me alzo y qué es lo que veo. A un tipo todo lleno de tierra, vestido bien pero bien raro. Todos los chicos nos quedamos lelos ante semejante personaje. Sin mirarnos siquiera entró a la chichería. A modo de picsha tenía una bolsa de cuero de donde sacó una moneda vieja y muy extraña; con ella golpeó la sucia mesa en ademán de pedir chicha. Las moscas que dormitaban en la gran tabla, como que se despertaron al sentir la vibración y comenzaron a volar.
Los Álvarez tenían a un lado de la chichería, una especie de urna donde velaban a su chuncho, y estaba todo el año allí, con su par de cirios encendidos. Eran bien devotos, eso sí; hasta decían que les hacía milagros. No me acuerdo si era Justo o Custodio, pero todos los Martes Santo salía el chuncho de los Álvarez, acompañando al Señor de la Columna. Cuando el hombre de la moneda antigua notó la presencia del chuncho, se le quedó mirando y abrió tamaña boca. Con la impresión se le cayó la moneda de la mano y vino rodando hacia mis pies.
No me creerá profesor, pero yo recogí la moneda y cuando estaba mirando qué figura tenía, sentí que el hombre me la arrancó con rudeza de la mano. Allí le miré bien la cara, tenía cejas muy largas, barba poblada y una nariz como de cóndor, sus ojos estaban hundidos y su mirada no tenía ningún brillo. Luego, dio dos largos pasos y se puso frente al chuncho. Alzó el puño y le hizo un gesto amenazante. En eso le sirvieron un poto de chicha. El hombre se tomó toditita la chicha de un solo sorbo. Los chicos recién reparamos en su vestidura, llevaba unas ropas bien raras y unas sandalias de cuero, pero de una elaboración muy diferente a la de los llanques de nuestros campesinos.
Cuando el hombre acabó de beber, golpeó con fuerza el poto de chicha sobre la mesa y dejando la moneda, tomó la calle. Los chicos salimos tras de él, pero antes de llegar a la esquina de la Avenida Tarapacá, desapareció de nuestra vista. Asustados nos miramos unos a otros, preguntándonos qué le pudo pasar, cuando en eso, no sé cómo diviso a la banda y lo veo lejos, por Los Olivos, subiendo una cuesta. Como loca les pasé la voz a mis amiguitos. Y todos lo vieron caminar muy rápido y perderse entre los eucaliptos. Volvimos atropelladamente a la chichería y cosa más rara, no había la moneda por ningún lado. La dueña buscó por todos los rincones y hasta nos echó la culpa de haberla cogido; pero no le miento profe, la bendita moneda había desaparecido como por obra del demonio.
Yo casi me había olvidado del asunto, pero una noche, mucho tiempo después, cuando ya era señorita, una tía mía, solterona, se había enfermado y mi mamá me llevó a su casa para cuidarla. La tía estaba muy mal y me quedé en su casa. Al comienzo casi ni me hablaba, pero pasando los días se fue mejorando y me empezó a contar historias muy bonitas.
Una noche me contó del judío errante. Me dijo que era un zapatero que vivió en Jerusalén en tiempos de Nuestro Señor Jesucristo. Que era un hombre sin corazón y muy malo. Precisamente el Viernes Santo, cuando Jesús pasaba cargando la Cruz de nuestros pecados por la Vía Dolorosa, el zapatero estaba en la calle, junto a su puerta, arreglando unas sandalias. Como había mucha gente viendo el paso del Redentor, el hombre se incomodó porque interrumpían su trabajo. Se levantó y acercándose al Señor le dio un puntapié. Jesús recibió la ofensa sin pestañear y siguió su camino al Gólgota.
La tía siguió con su relato. Cuando el zapatero judío volvió a su asiento, sintió la mirada furibunda de su madre, que le dijo: ¿Qué has hecho infeliz? Has osado levantar tu pie contra nuestro Salvador. Maldito serás hasta el fin de los siglos. Tu castigo será recorrer la tierra sin descanso. Retírate de mi presencia, mal fruto de mis entrañas. El hombre, pálido como una cera, sin decir palabra tomó su pequeño morral y dejó Jerusalén. Concluyó la tía diciendo que desde ese día el judío errante aparece en cualquier lugar del mundo, pues su destino es vagar y vagar hasta que llegue el día del juicio final y logre el perdón de sus pecados.
Yo me asusté profesor cuando mi tía dijo que una propiedad del judío errante era que un rato estaba a tu lado y al instante ya no lo veías, estaba lejos, bien lejos, porque caminaba como si tuviera botas de siete leguas. ¡Y allí me acordé del hombre de la chichería! ¡Ese era el judío errante! No había duda.
Le conté mi aventura a la tía, pero no me creyó. No,-me dijo,-el judío errante ya no se aparece en estas tierras, ¡por dónde andará ahora! Ante mi insistencia me contó algo que de chica había oído. Me dijo que a principios de siglo, hubo una gran mortandad en todo el Callejón de Huaylas. Era el año en que empezaba la primera guerra mundial. Llegó una gripe mortal, era la gripe española. La gente moría por montones. Cada día los párrocos celebraban hasta diez misas de difunto cada uno.
Dijo que la gente moría caminando. Los pobres estaban andando por la calle, cuando les venía un fuerte estornudo, y con él se les iba la vida. En los templos, se recomendaba que al estornudar, la gente diga el nombre de nuestro Señor, para morir con su nombre en los labios. Será por eso profesor que yo escuchaba de chica que los mayores, cuando estornudaban, no decían ¡Atchiss!; decían: ¡Jesús!Eso sí me acuerdo. La tía me contó que en esa época de tanta mortandad, para alejar la epidemia que era cosa del demonio, se organizaron misiones, que era cuando llegaban a los pueblos, grupos de frailes misioneros para impulsar a los pecadores que se alejen del camino del mal. Allí se convertían todos los malvados, se casaban los amancebados y hasta los borrachitos enmendaban su vida.
En una de esas noches de misiones, cuando todos estaban en el templo de La Soledad, rezando la novena a San Judas Tadeo, patrón de los imposibles, apareció un extraño hombre con una antorcha en la mano. Su sola presencia produjo un silencio espontáneo en el templo; el hombre, vestido de inusual manera se abrió paso entre la multitud y se acercó al altar mayor. Allí extendió la antorcha hacia la imagen del Señor de La Soledad, y quienes estaban a su alrededor aseguraban haber escuchado que soltó una sola y rotunda frase: ¡Éste, sí se le parece!
Dicho eso, volvió sobre sus pasos. Recién cuando salió del templo, la gente tuvo aliento para seguirle y preguntarle quién era y qué hacía allí. Enorme fue la sorpresa cuando no lo vieron en la plazuela y peor aún, alguien divisó su antorcha cerca a Rataquenua. Llena de pánico, la gente volvió al templo y allí sí se dieron verdaderas conversiones. Los varones se golpeaban el pecho y a viva voz declaraban sus pecados, jurando y rejurando que abandonarían el camino del mal.
Sería coincidencia, según mi tía, pero dice que allí nomás terminó la epidemia de la gripe, por obra del judío errante. Pero cuando yo le insistí que lo había visto años atrás, siendo todavía una niña en la chichería de los Álvarez, me dijo que tenía mucha imaginación y ni más volvió a hablar del asunto.
Por eso profesor José Antonio, ayer que le vi por la tele en su programa, rapidito me acordé de lo que me había pasado. A mí me dicen loca porque cuento ésta y otras historias que me pasaron en mi niñez. Ahora que ya estoy vieja, clarito está ante mis ojos la cara del judío errante. Al padre Moya también le he contado esta historia y él se ríe de mí; me dice que me confiese, que es pecado andar creyendo en el judío errante. Pero nadie me va a sacar de la cabeza que estuvo en Huarás y tomó chicha en la tienda de los Álvarez.”
José Antonio Salazar Mejía
[email protected]
“¡No me lo va a creer profesor José Antonio, pero yo he visto al judío errante!
Ayer vi su programa en la tele y cuando usted habló del judío errante, rapidito me acordé lo que me pasó siendo niña. Yo he sido bien alborotada, desde chica; hasta orcotona me decían porque mucho me gustaba jugar chiptas con mis hermanos y sus amigos. Con ellos nomás andaba, de arriba abajo. No me dejaba con los chicos. A mí no me gustaban las muñecas ni la cocinita. Yo pateaba pelota; al principio me pusieron de arquero nomás, pero cuando íbamos perdiendo yo salía de delantero y metía un par de goles. Por eso los chicos me respetaban.
En una de esas, cuando andábamos mataperreando, me acuerdo muy clarito que estábamos jugando a la ayacanca en la puerta de la chichería de los Álvarez, en el jirón Trujillo, en Huarupampa, cerca a mi casa. A mí ya me tocaba lanzar la tablita por detrás de la espalda, que era la posición más difícil, pues había que poner el cuerpo casi paralelo al suelo y con un solo brazo darle con fuerza y girar con rapidez para alcanzarle un chutazo antes de que caiga a la tierra; las otras eran más fáciles, tras el brazo, tras la pierna, cualquiera lo podía hacer. Digo que estaba echándome yo para hacer mi jugada cuando siento que derrepente los chicos se quedan callados, casi mudos.
Yo me alzo y qué es lo que veo. A un tipo todo lleno de tierra, vestido bien pero bien raro. Todos los chicos nos quedamos lelos ante semejante personaje. Sin mirarnos siquiera entró a la chichería. A modo de picsha tenía una bolsa de cuero de donde sacó una moneda vieja y muy extraña; con ella golpeó la sucia mesa en ademán de pedir chicha. Las moscas que dormitaban en la gran tabla, como que se despertaron al sentir la vibración y comenzaron a volar.
Los Álvarez tenían a un lado de la chichería, una especie de urna donde velaban a su chuncho, y estaba todo el año allí, con su par de cirios encendidos. Eran bien devotos, eso sí; hasta decían que les hacía milagros. No me acuerdo si era Justo o Custodio, pero todos los Martes Santo salía el chuncho de los Álvarez, acompañando al Señor de la Columna. Cuando el hombre de la moneda antigua notó la presencia del chuncho, se le quedó mirando y abrió tamaña boca. Con la impresión se le cayó la moneda de la mano y vino rodando hacia mis pies.
No me creerá profesor, pero yo recogí la moneda y cuando estaba mirando qué figura tenía, sentí que el hombre me la arrancó con rudeza de la mano. Allí le miré bien la cara, tenía cejas muy largas, barba poblada y una nariz como de cóndor, sus ojos estaban hundidos y su mirada no tenía ningún brillo. Luego, dio dos largos pasos y se puso frente al chuncho. Alzó el puño y le hizo un gesto amenazante. En eso le sirvieron un poto de chicha. El hombre se tomó toditita la chicha de un solo sorbo. Los chicos recién reparamos en su vestidura, llevaba unas ropas bien raras y unas sandalias de cuero, pero de una elaboración muy diferente a la de los llanques de nuestros campesinos.
Cuando el hombre acabó de beber, golpeó con fuerza el poto de chicha sobre la mesa y dejando la moneda, tomó la calle. Los chicos salimos tras de él, pero antes de llegar a la esquina de la Avenida Tarapacá, desapareció de nuestra vista. Asustados nos miramos unos a otros, preguntándonos qué le pudo pasar, cuando en eso, no sé cómo diviso a la banda y lo veo lejos, por Los Olivos, subiendo una cuesta. Como loca les pasé la voz a mis amiguitos. Y todos lo vieron caminar muy rápido y perderse entre los eucaliptos. Volvimos atropelladamente a la chichería y cosa más rara, no había la moneda por ningún lado. La dueña buscó por todos los rincones y hasta nos echó la culpa de haberla cogido; pero no le miento profe, la bendita moneda había desaparecido como por obra del demonio.
Yo casi me había olvidado del asunto, pero una noche, mucho tiempo después, cuando ya era señorita, una tía mía, solterona, se había enfermado y mi mamá me llevó a su casa para cuidarla. La tía estaba muy mal y me quedé en su casa. Al comienzo casi ni me hablaba, pero pasando los días se fue mejorando y me empezó a contar historias muy bonitas.
Una noche me contó del judío errante. Me dijo que era un zapatero que vivió en Jerusalén en tiempos de Nuestro Señor Jesucristo. Que era un hombre sin corazón y muy malo. Precisamente el Viernes Santo, cuando Jesús pasaba cargando la Cruz de nuestros pecados por la Vía Dolorosa, el zapatero estaba en la calle, junto a su puerta, arreglando unas sandalias. Como había mucha gente viendo el paso del Redentor, el hombre se incomodó porque interrumpían su trabajo. Se levantó y acercándose al Señor le dio un puntapié. Jesús recibió la ofensa sin pestañear y siguió su camino al Gólgota.
La tía siguió con su relato. Cuando el zapatero judío volvió a su asiento, sintió la mirada furibunda de su madre, que le dijo: ¿Qué has hecho infeliz? Has osado levantar tu pie contra nuestro Salvador. Maldito serás hasta el fin de los siglos. Tu castigo será recorrer la tierra sin descanso. Retírate de mi presencia, mal fruto de mis entrañas. El hombre, pálido como una cera, sin decir palabra tomó su pequeño morral y dejó Jerusalén. Concluyó la tía diciendo que desde ese día el judío errante aparece en cualquier lugar del mundo, pues su destino es vagar y vagar hasta que llegue el día del juicio final y logre el perdón de sus pecados.
Yo me asusté profesor cuando mi tía dijo que una propiedad del judío errante era que un rato estaba a tu lado y al instante ya no lo veías, estaba lejos, bien lejos, porque caminaba como si tuviera botas de siete leguas. ¡Y allí me acordé del hombre de la chichería! ¡Ese era el judío errante! No había duda.
Le conté mi aventura a la tía, pero no me creyó. No,-me dijo,-el judío errante ya no se aparece en estas tierras, ¡por dónde andará ahora! Ante mi insistencia me contó algo que de chica había oído. Me dijo que a principios de siglo, hubo una gran mortandad en todo el Callejón de Huaylas. Era el año en que empezaba la primera guerra mundial. Llegó una gripe mortal, era la gripe española. La gente moría por montones. Cada día los párrocos celebraban hasta diez misas de difunto cada uno.
Dijo que la gente moría caminando. Los pobres estaban andando por la calle, cuando les venía un fuerte estornudo, y con él se les iba la vida. En los templos, se recomendaba que al estornudar, la gente diga el nombre de nuestro Señor, para morir con su nombre en los labios. Será por eso profesor que yo escuchaba de chica que los mayores, cuando estornudaban, no decían ¡Atchiss!; decían: ¡Jesús!Eso sí me acuerdo. La tía me contó que en esa época de tanta mortandad, para alejar la epidemia que era cosa del demonio, se organizaron misiones, que era cuando llegaban a los pueblos, grupos de frailes misioneros para impulsar a los pecadores que se alejen del camino del mal. Allí se convertían todos los malvados, se casaban los amancebados y hasta los borrachitos enmendaban su vida.
En una de esas noches de misiones, cuando todos estaban en el templo de La Soledad, rezando la novena a San Judas Tadeo, patrón de los imposibles, apareció un extraño hombre con una antorcha en la mano. Su sola presencia produjo un silencio espontáneo en el templo; el hombre, vestido de inusual manera se abrió paso entre la multitud y se acercó al altar mayor. Allí extendió la antorcha hacia la imagen del Señor de La Soledad, y quienes estaban a su alrededor aseguraban haber escuchado que soltó una sola y rotunda frase: ¡Éste, sí se le parece!
Dicho eso, volvió sobre sus pasos. Recién cuando salió del templo, la gente tuvo aliento para seguirle y preguntarle quién era y qué hacía allí. Enorme fue la sorpresa cuando no lo vieron en la plazuela y peor aún, alguien divisó su antorcha cerca a Rataquenua. Llena de pánico, la gente volvió al templo y allí sí se dieron verdaderas conversiones. Los varones se golpeaban el pecho y a viva voz declaraban sus pecados, jurando y rejurando que abandonarían el camino del mal.
Sería coincidencia, según mi tía, pero dice que allí nomás terminó la epidemia de la gripe, por obra del judío errante. Pero cuando yo le insistí que lo había visto años atrás, siendo todavía una niña en la chichería de los Álvarez, me dijo que tenía mucha imaginación y ni más volvió a hablar del asunto.
Por eso profesor José Antonio, ayer que le vi por la tele en su programa, rapidito me acordé de lo que me había pasado. A mí me dicen loca porque cuento ésta y otras historias que me pasaron en mi niñez. Ahora que ya estoy vieja, clarito está ante mis ojos la cara del judío errante. Al padre Moya también le he contado esta historia y él se ríe de mí; me dice que me confiese, que es pecado andar creyendo en el judío errante. Pero nadie me va a sacar de la cabeza que estuvo en Huarás y tomó chicha en la tienda de los Álvarez.”
José Antonio Salazar Mejía
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