ricardo santos albornoz
EL ULTIMO ATARDECER (NOVELA CORTA)
Capítulo 3: EL SECRETO DE LAS QUEBRADAS
Capítulo 3: EL SECRETO DE LAS QUEBRADAS
El amanecer se vestía de rocío. Los pastos brillaban como si la noche hubiera bordado diminutas estrellas sobre cada hoja, y el aire, aún frío, cortaba la piel con una dulzura que despertaba. Pablo esperaba con ansiedad esos días en que podía encontrarse con Norma más allá de la escuela, en los rincones donde el pueblo dejaba de escuchar.
Las escapadas hacia la quebrada
Un mediodía, después de ayudar a cargar agua desde el puquio a casa, Pablo encontró a Norma cerca de Tejalpa. Ella lo esperaba con un pañuelo de flores.
—“He traído frutas de Macha macha”, dijo, mostrando los frutos verdes y morados, aún con algunas ramas y hojas.
—“Y yo panes de maiz que hizo mi madre”, respondió Pablo.
Caminaron juntos hacia la quebrada de Wiruy. Allí, el rumor del agua se mezclaba con el canto de los zorzales. El silencio del lugar era distinto al de la escuela o al del camino, era un silencio cómplice, que los rodeaba como un manto protector.
Sentados sobre una piedra, compartieron las frutas de Macha macha y los panes.
—“Cuando estoy aquí contigo, me parece que el agua canta distinto”, dijo Pablo.
—“Tal vez sí. Tal vez el agua repite lo que decimos bajito, pero en su idioma de agua.”
Confesiones en voz baja
En aquellos encuentros, Pablo comenzó a hablar de su padre, de cómo soñaba con acompañarlo en los viajes de arriería hacia Cajatambo o Conococha, llevando charqui, papa seca y quesos. Norma escuchaba con los ojos brillantes, preguntando con curiosidad sobre los caminos escarpados que se atravesaban, los ríos bravos que había que vadear en Yanayacu o Rapay.
Luego era Norma quien abría su corazón.
—“A veces sueño con ir más allá de Mangas, con conocer Lima. Mi prima dice que allí las casas son tan altas que tocan las nubes y que los carros nunca se detienen. Pero… no sé si allá el cielo es tan bonito como aquí.”
—“Imposible”, respondió Pablo. “El cielo de Mangas es único. Mira nomás cómo baja cada tarde, como si quisiera abrazarnos.”
Y juntos se quedaban mirando el horizonte, donde las nubes ardían en rojo y violeta, hasta que la primera estrella se asomaba.
Juegos y complicidades
En los recreos, inventaban juegos secretos que solo ellos comprendían, mirar una nube y adivinar qué forma tenía, esconder piedritas de colores entre los las tapias del patio, o escribir palabras en la tierra que luego borraban rápidamente con el pie para que nadie las descubriera.
Una vez, Norma escribió con un palito la palabra “Wasi” en quechua, y Pablo, antes de que alguien lo notara, añadió: “Sonqo”. Casa y corazón. Luego ambos rieron, aunque sabían que aquella broma era en realidad una confesión disfrazada.
El abuelo y la siembra
Una tarde, el abuelo de Pablo los llevó a sembrar papas a Ulán. Les explicó cómo abrir el surco, cómo depositar cada semilla con cuidado, cómo cubrirla sin apretarla demasiado para que respirara.
—“El amor también se siembra así”, dijo el anciano, con la voz grave. “No hay que enterrarlo ni ahogarlo, solo darle espacio para crecer.”
Norma miró a Pablo en silencio, y ese gesto bastó para que ambos comprendieran que el abuelo, con sus palabras, había descifrado lo que ellos aún no se atrevían a nombrar.
El canto de la quena
Una tarde, Pablo llevó su pequeña quena de carrizo. No sabía muchas melodías, apenas unos aires aprendidos en las fiestas patronales, pero sopló con todo el corazón. La melodía se elevó temblorosa, como un ave que apenas aprende a volar. Norma lo escuchaba con atención, los ojos fijos en él.
—“Cuando tocas, siento que me hablas sin palabras”, susurró.
—“Y cuando me miras, siento que entiendes lo que no me atrevo a decir.”
El silencio posterior fue más elocuente que cualquier conversación.
La promesa
Al despedirse, ya con la tarde deshaciéndose en sombras, Norma tomó una piedrita del camino y la guardó en su bolsillo.
—“Para que me recuerdes, aunque no estemos juntos”, dijo.
Pablo, imitando el gesto, escogió otra piedra y la guardó también.
—“Entonces tenemos dos piedras que se buscan, como nosotros.”
No hicieron falta juramentos solemnes ni palabras rimbombantes. El simple hecho de guardar esas piedras fue su promesa, seguir caminando juntos mientras la quebrada los recibiera, mientras el cielo encendiera sus tardes, mientras el agua de Wiruy cantara su secreto. Así iba creciendo el amor en los andes, ardiendo en sus corazones.
Ricado Santos Albornoz
Las escapadas hacia la quebrada
Un mediodía, después de ayudar a cargar agua desde el puquio a casa, Pablo encontró a Norma cerca de Tejalpa. Ella lo esperaba con un pañuelo de flores.
—“He traído frutas de Macha macha”, dijo, mostrando los frutos verdes y morados, aún con algunas ramas y hojas.
—“Y yo panes de maiz que hizo mi madre”, respondió Pablo.
Caminaron juntos hacia la quebrada de Wiruy. Allí, el rumor del agua se mezclaba con el canto de los zorzales. El silencio del lugar era distinto al de la escuela o al del camino, era un silencio cómplice, que los rodeaba como un manto protector.
Sentados sobre una piedra, compartieron las frutas de Macha macha y los panes.
—“Cuando estoy aquí contigo, me parece que el agua canta distinto”, dijo Pablo.
—“Tal vez sí. Tal vez el agua repite lo que decimos bajito, pero en su idioma de agua.”
Confesiones en voz baja
En aquellos encuentros, Pablo comenzó a hablar de su padre, de cómo soñaba con acompañarlo en los viajes de arriería hacia Cajatambo o Conococha, llevando charqui, papa seca y quesos. Norma escuchaba con los ojos brillantes, preguntando con curiosidad sobre los caminos escarpados que se atravesaban, los ríos bravos que había que vadear en Yanayacu o Rapay.
Luego era Norma quien abría su corazón.
—“A veces sueño con ir más allá de Mangas, con conocer Lima. Mi prima dice que allí las casas son tan altas que tocan las nubes y que los carros nunca se detienen. Pero… no sé si allá el cielo es tan bonito como aquí.”
—“Imposible”, respondió Pablo. “El cielo de Mangas es único. Mira nomás cómo baja cada tarde, como si quisiera abrazarnos.”
Y juntos se quedaban mirando el horizonte, donde las nubes ardían en rojo y violeta, hasta que la primera estrella se asomaba.
Juegos y complicidades
En los recreos, inventaban juegos secretos que solo ellos comprendían, mirar una nube y adivinar qué forma tenía, esconder piedritas de colores entre los las tapias del patio, o escribir palabras en la tierra que luego borraban rápidamente con el pie para que nadie las descubriera.
Una vez, Norma escribió con un palito la palabra “Wasi” en quechua, y Pablo, antes de que alguien lo notara, añadió: “Sonqo”. Casa y corazón. Luego ambos rieron, aunque sabían que aquella broma era en realidad una confesión disfrazada.
El abuelo y la siembra
Una tarde, el abuelo de Pablo los llevó a sembrar papas a Ulán. Les explicó cómo abrir el surco, cómo depositar cada semilla con cuidado, cómo cubrirla sin apretarla demasiado para que respirara.
—“El amor también se siembra así”, dijo el anciano, con la voz grave. “No hay que enterrarlo ni ahogarlo, solo darle espacio para crecer.”
Norma miró a Pablo en silencio, y ese gesto bastó para que ambos comprendieran que el abuelo, con sus palabras, había descifrado lo que ellos aún no se atrevían a nombrar.
El canto de la quena
Una tarde, Pablo llevó su pequeña quena de carrizo. No sabía muchas melodías, apenas unos aires aprendidos en las fiestas patronales, pero sopló con todo el corazón. La melodía se elevó temblorosa, como un ave que apenas aprende a volar. Norma lo escuchaba con atención, los ojos fijos en él.
—“Cuando tocas, siento que me hablas sin palabras”, susurró.
—“Y cuando me miras, siento que entiendes lo que no me atrevo a decir.”
El silencio posterior fue más elocuente que cualquier conversación.
La promesa
Al despedirse, ya con la tarde deshaciéndose en sombras, Norma tomó una piedrita del camino y la guardó en su bolsillo.
—“Para que me recuerdes, aunque no estemos juntos”, dijo.
Pablo, imitando el gesto, escogió otra piedra y la guardó también.
—“Entonces tenemos dos piedras que se buscan, como nosotros.”
No hicieron falta juramentos solemnes ni palabras rimbombantes. El simple hecho de guardar esas piedras fue su promesa, seguir caminando juntos mientras la quebrada los recibiera, mientras el cielo encendiera sus tardes, mientras el agua de Wiruy cantara su secreto. Así iba creciendo el amor en los andes, ardiendo en sus corazones.
Ricado Santos Albornoz