ricardo santos albornoz
EL VUELO DE LA AMISTAD
(cuento)
(cuento)

En Mangas, donde los cerros murmuran secretos al atardecer, vivía Pichuy, un gorrión menudo con el pecho color de tierra seca y alas como sombras danzantes. Su canto era agudo, un silbido que surcaba el aire como una aguja invisible que cosía el cielo.
Una tarde, mientras planeaba sobre los dorados trigales de Matapampa, Pichuy avistó algo curioso en Wishkashpuquio: una vizcacha sentada inmóvil sobre una roca, contemplando las nubes como si fueran poemas escritos en el aire.
—¡Ey, vizcacha! —trinó Pichuy, saltando con vuelos cortos en círculos sobre ella—. ¿Por qué tan quieta, con tanto cielo libre sobre tu cabeza?
Tota, la vizcacha alzó la vista lentamente. Sus ojos, redondos y profundos, parecían reflejar otoños antiguos.
—No todo lo que vale está en el aire, pajarito. Algunos escuchamos la tierra antes de saltar.
El gorrión aleteó, algo desconcertado. Nunca nadie le había hablado así.
Tota, con su andar pausado y sabio, no confiaba del todo en los que llegaban sin avisar. Para ella, Pichuy era como el viento: rápido, ruidoso y cambiante. No entendía por qué un ave que podía volar elegía mirar desde arriba con cierto desdén.
Mientras Tota buscaba pasto verde junto a las puertas, llegó corriendo un perro enorme, de pelaje desordenado y ojos chispeantes: Botón. Había venido hacia Jojranra, siguiendo una mariposa que desapareció justo al llegar.
—¡Hola, hola! —ladró Botón, moviendo la cola como molino en tormenta—. ¿Van a jugar? ¿O están en un concurso de caras serias?
Tota lo miró sin cambiar el gesto.
—Hablamos de cosas importantes.
Pichuy bajó a una rama baja, hinchando el pecho.
—Como la diferencia entre volar y arrastrarse.
Botón sintió que algo en su pecho se encogía, como si la mariposa que perseguía se hubiese posado en su corazón solo para alzar vuelo otra vez.
El cielo se cubrió de gris en Rarán. Una lluvia furiosa cayó, obligando a todos los seres a buscar refugio. Pichuy, con las alas pesadas de agua, buscó un lugar seco. Tota, con sus patas frías, trepó entre piedras. Botón, empapado, olfateó el viento hasta encontrar una cueva.
Allí, por casualidad o destino, los tres se reencontraron.
—¡Ustedes otra vez! —exclamó Botón, sacudiéndose—. No sabía si estar solo o contento.
Tota, temblando, habló:
—Aquí cabemos los tres... si es que podemos callar un poco.
Pichuy bajó la mirada. Su voz fue un murmullo:
—Perdón. Dije cosas que no sentí. El viento me lleva la lengua.
Botón suspiró.
—Yo solo quería... estar con ustedes.
En ese silencio compartido, nació algo nuevo. La lluvia afuera ya no era ruido, era un ritmo que los unía.
La mañana siguiente, el sol salió como una caricia. En el camino a Sicla, los tres caminaban sin apuro. El paisaje parecía cantar con ellos, cada piedra, cada brisa, cada sombra.
Tota, con voz suave, dijo:
—Somos distintos, como el sol y la luna, pero el mismo cielo nos cubre.
Pichuy voló en círculos lentos.
—Y el viento que antes nos alejaba, hoy nos empuja juntos.
Botón, alegre, saltó entre los dos.
—¡Entonces somos... familia!
Y en los andes, donde las diferencias se vuelven colores de una misma manta, el gorrión, la vizcacha y el perro entendieron que la amistad se teje con hilos de respeto, paciencia y corazones abiertos.
Ricardo Santos Albornoz
[email protected]
Una tarde, mientras planeaba sobre los dorados trigales de Matapampa, Pichuy avistó algo curioso en Wishkashpuquio: una vizcacha sentada inmóvil sobre una roca, contemplando las nubes como si fueran poemas escritos en el aire.
—¡Ey, vizcacha! —trinó Pichuy, saltando con vuelos cortos en círculos sobre ella—. ¿Por qué tan quieta, con tanto cielo libre sobre tu cabeza?
Tota, la vizcacha alzó la vista lentamente. Sus ojos, redondos y profundos, parecían reflejar otoños antiguos.
—No todo lo que vale está en el aire, pajarito. Algunos escuchamos la tierra antes de saltar.
El gorrión aleteó, algo desconcertado. Nunca nadie le había hablado así.
Tota, con su andar pausado y sabio, no confiaba del todo en los que llegaban sin avisar. Para ella, Pichuy era como el viento: rápido, ruidoso y cambiante. No entendía por qué un ave que podía volar elegía mirar desde arriba con cierto desdén.
Mientras Tota buscaba pasto verde junto a las puertas, llegó corriendo un perro enorme, de pelaje desordenado y ojos chispeantes: Botón. Había venido hacia Jojranra, siguiendo una mariposa que desapareció justo al llegar.
—¡Hola, hola! —ladró Botón, moviendo la cola como molino en tormenta—. ¿Van a jugar? ¿O están en un concurso de caras serias?
Tota lo miró sin cambiar el gesto.
—Hablamos de cosas importantes.
Pichuy bajó a una rama baja, hinchando el pecho.
—Como la diferencia entre volar y arrastrarse.
Botón sintió que algo en su pecho se encogía, como si la mariposa que perseguía se hubiese posado en su corazón solo para alzar vuelo otra vez.
El cielo se cubrió de gris en Rarán. Una lluvia furiosa cayó, obligando a todos los seres a buscar refugio. Pichuy, con las alas pesadas de agua, buscó un lugar seco. Tota, con sus patas frías, trepó entre piedras. Botón, empapado, olfateó el viento hasta encontrar una cueva.
Allí, por casualidad o destino, los tres se reencontraron.
—¡Ustedes otra vez! —exclamó Botón, sacudiéndose—. No sabía si estar solo o contento.
Tota, temblando, habló:
—Aquí cabemos los tres... si es que podemos callar un poco.
Pichuy bajó la mirada. Su voz fue un murmullo:
—Perdón. Dije cosas que no sentí. El viento me lleva la lengua.
Botón suspiró.
—Yo solo quería... estar con ustedes.
En ese silencio compartido, nació algo nuevo. La lluvia afuera ya no era ruido, era un ritmo que los unía.
La mañana siguiente, el sol salió como una caricia. En el camino a Sicla, los tres caminaban sin apuro. El paisaje parecía cantar con ellos, cada piedra, cada brisa, cada sombra.
Tota, con voz suave, dijo:
—Somos distintos, como el sol y la luna, pero el mismo cielo nos cubre.
Pichuy voló en círculos lentos.
—Y el viento que antes nos alejaba, hoy nos empuja juntos.
Botón, alegre, saltó entre los dos.
—¡Entonces somos... familia!
Y en los andes, donde las diferencias se vuelven colores de una misma manta, el gorrión, la vizcacha y el perro entendieron que la amistad se teje con hilos de respeto, paciencia y corazones abiertos.
Ricardo Santos Albornoz
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