ricardo santos albornoz
¡ESA HERENCIA NO ME GUSTA!

Aquella noche de cena, conversaban amenamente el mechero y la oscuridad. Por las hendijas de la puerta y de las tejas, la luz amarillenta intentaba escapar mientras afuera la oscuridad se los consumía con desesperación. En mi casa de adobón y teja, reunidos en la cocina, la familia entera platicaba. Se trataba del futuro de nosotros, los hijos. Mis hermanos respondían a las preguntas de mi padre: “yo, voy a ser abogado, dijo Manuel”, “yo, ingeniero, expresó Nelson”, “yo, enfermera, dijo Luzmila”. Muy bien hijos míos, serán mi gran satisfacción. Yo, no quiero que ustedes se acaben arañando la tierra, como lo hace su padre. Saben que la mejor herencia es la educación y eso es lo que les voy a dar, para que nadie les quite. Sólo la muerte les podrá quitar. Deseo que sean profesionales, para el bien de ustedes, para el bien de nuestra familia y de nuestro pueblo.
– Y ¿tú Pablo? – se dirigió hacia mí con una voz subordinante.
– ¿Yo, yoooo? Yo, ¡yo no sé! ¡Ah, yo, voy a ser perro! No, no quiero educación. No me importa. Esa herencia, repártalo entre mis hermanos. Eso de estudiar no va conmigo. Es una tarea difícil. Quiero llevar la vida mucho más fácil, más libre, sin que nadie moleste. ¿No ves la vida de “Zandor” nuestro perro?, ¡Así quiero ser! Comer libremente, pasear por los caminos y las chacras cuidando las ovejas, tirando hondilla a los pajaritos, o a veces permanecer en la casa sin quemarse con ese calor fuerte, dicen que hasta cáncer puede dar. ¡Pucha, esa si va a ser vida, buena vida! ¡Qué abogado, ni ingeniero, qué doctor, nada de esas ideas! Yo, nací para disfrutar la vida y ser libre como el viento, libre como el picaflor de Achikayhuaín. Enojado, mi padre, dejó de comer. Se puso de pie, y se dirigió a mi madre.
–¡Que duerma en el patio, carajo ¡Que duerma como perro, pues escogió esa vida! Ahora comerá en el patio. Una lata vieja de portola, será su plato. Dormirá sobre costales y ropas viejas en la vereda – manifestó mi padre con ira, hasta su saliva salía por las comisuras de su boca.
Apenado quedé porque mi Padre le gritó a mi Mamita, como si ella fuera culpable de la decisión que tomé.
¡La educación! ¡Qué educación! ¡Qué será eso! ¡Esa herencia no me gusta! ¡Qué pensando sería pues! Más bien alegre, por estar libre como el picaflor, ya no haría esas tareas aburridas que los profesores dejan a montones.
La nueva vida era agradable para mí. Dormía en la vereda, al lado del zaguán viejo de aliso, juntito a mi perro Zandor. Los dos nos abrigábamos. Comía en una lata vieja, la sobra de la comida, como había ordenado mi padre, algunas veces tenía que rematar con los enjuagues de las ollas.
¡Qué buena vida que pasaba, que tal vida! ¡La del perro! Mis hermanos me gastaban bromas, diciendo, “como perro que es, en la otra vida no nos atenderá bien, con su cola no nos hará pasar por el río de la muerte, mejor vamos a lavarlo su platito mejor dicho su latita, vamos a brindarle comida limpia, porque dicen en la otra vida los perros atienden a sus amos”.
Yo que disfrutaba la vida del perro, después de unos días empezaba a cansarme de esa vida. Creo que en vez de palabras ya me salía aullidos “guau guauu” “guau guauuu”.
Una noche de tantas, cuando acurrucado en la vereda intentaba atrapar el sueño vi dos lucecitas moviéndose a todos lados y cada vez se acercaban hacia mí, fue cuando me invadió un miedo terrible, mis pelos se pusieron de punta, empecé a sudar frío y de un codazo desperté a mi camarada Zandor que se había quedado dormido, también él, logró verlo y de inmediato se puso ladrar. Yo, le ayudé a ladrar “gua guauu” “gua guauuu”, en eso me acuerdo que podía hablar y grité “¡mamáááááá!” “¡mamitaaaaaa!”. Todo era oscuridad y silencio.
Al escuchar mis gritos, mis taytas que roncaban adentro y mis hermanos que querían ser doctores y abogados salieron con sus palos. Un puma, era el que interrumpió la tranquilidad. Gritando hasta desgañitarse lograron espantar al felino.
Mi mamita, suplicaba a mi padre para dormir en el dormitorio donde todos compartían la cama familiar, él seguía enojado, ociosos no quiero a mi lado, diciendo cortaba los ruegos de mi madre.
Qué susto me llevé. Creí que era el alma y en un segundo recordé lo que me mi padre me contó sobre los almas en Mangas.
Que, todas las noches cargaban el féretro, con sus huesos en la mano alumbrando como velas, –chawa aytsa– diciendo. Las autoridades enojadas devolvían el féretro, todos los días a la Iglesia. Un amanecer se encontraba en Aqukuta o a la salida de Jopawaín, pueblo de Copa, o el otro día en la calle que sale hacia Gorgorillo, o en el barrio Tauripón, pero más a la salida de Pacllón, porque ahí estaba el cementerio.
Juan Saravia, cansado de que las almas dejaran el féretro en cualquier lugar, aquel cajón de madera que servía para llevar a los difuntitos al cementerio; decidió meterse al féretro con su honda en la mano, previamente espiándolo desde el campanario donde está la Mariangola.
–¡Achachay! ¡Qué miedo! – Enfrentarse a esas almas que roban féretro.
En el afán que andaba, piense que piense. Zandor empezó a aullar. Un espeluznante miedo se apoderó de mí nuevamente y empecé chancar la puerta: ¡Papáááá, mamááááá! ¡Ahora sí quiero estudiar! ¡Papááá abran la puerta por favor! ¡Mamáááá, quiero ser ingeniero, abogado también, o lo que ustedes quieran! ¡Ábran la puertaaaaaa…!
Mi tayta salió como un rayo. Enojado me interrogó ¿Por qué tanto alboroto? Un silencio profundo, fue la respuesta…
RICARDO SANTOS ALBORNOZ
[email protected]
– Y ¿tú Pablo? – se dirigió hacia mí con una voz subordinante.
– ¿Yo, yoooo? Yo, ¡yo no sé! ¡Ah, yo, voy a ser perro! No, no quiero educación. No me importa. Esa herencia, repártalo entre mis hermanos. Eso de estudiar no va conmigo. Es una tarea difícil. Quiero llevar la vida mucho más fácil, más libre, sin que nadie moleste. ¿No ves la vida de “Zandor” nuestro perro?, ¡Así quiero ser! Comer libremente, pasear por los caminos y las chacras cuidando las ovejas, tirando hondilla a los pajaritos, o a veces permanecer en la casa sin quemarse con ese calor fuerte, dicen que hasta cáncer puede dar. ¡Pucha, esa si va a ser vida, buena vida! ¡Qué abogado, ni ingeniero, qué doctor, nada de esas ideas! Yo, nací para disfrutar la vida y ser libre como el viento, libre como el picaflor de Achikayhuaín. Enojado, mi padre, dejó de comer. Se puso de pie, y se dirigió a mi madre.
–¡Que duerma en el patio, carajo ¡Que duerma como perro, pues escogió esa vida! Ahora comerá en el patio. Una lata vieja de portola, será su plato. Dormirá sobre costales y ropas viejas en la vereda – manifestó mi padre con ira, hasta su saliva salía por las comisuras de su boca.
Apenado quedé porque mi Padre le gritó a mi Mamita, como si ella fuera culpable de la decisión que tomé.
¡La educación! ¡Qué educación! ¡Qué será eso! ¡Esa herencia no me gusta! ¡Qué pensando sería pues! Más bien alegre, por estar libre como el picaflor, ya no haría esas tareas aburridas que los profesores dejan a montones.
La nueva vida era agradable para mí. Dormía en la vereda, al lado del zaguán viejo de aliso, juntito a mi perro Zandor. Los dos nos abrigábamos. Comía en una lata vieja, la sobra de la comida, como había ordenado mi padre, algunas veces tenía que rematar con los enjuagues de las ollas.
¡Qué buena vida que pasaba, que tal vida! ¡La del perro! Mis hermanos me gastaban bromas, diciendo, “como perro que es, en la otra vida no nos atenderá bien, con su cola no nos hará pasar por el río de la muerte, mejor vamos a lavarlo su platito mejor dicho su latita, vamos a brindarle comida limpia, porque dicen en la otra vida los perros atienden a sus amos”.
Yo que disfrutaba la vida del perro, después de unos días empezaba a cansarme de esa vida. Creo que en vez de palabras ya me salía aullidos “guau guauu” “guau guauuu”.
Una noche de tantas, cuando acurrucado en la vereda intentaba atrapar el sueño vi dos lucecitas moviéndose a todos lados y cada vez se acercaban hacia mí, fue cuando me invadió un miedo terrible, mis pelos se pusieron de punta, empecé a sudar frío y de un codazo desperté a mi camarada Zandor que se había quedado dormido, también él, logró verlo y de inmediato se puso ladrar. Yo, le ayudé a ladrar “gua guauu” “gua guauuu”, en eso me acuerdo que podía hablar y grité “¡mamáááááá!” “¡mamitaaaaaa!”. Todo era oscuridad y silencio.
Al escuchar mis gritos, mis taytas que roncaban adentro y mis hermanos que querían ser doctores y abogados salieron con sus palos. Un puma, era el que interrumpió la tranquilidad. Gritando hasta desgañitarse lograron espantar al felino.
Mi mamita, suplicaba a mi padre para dormir en el dormitorio donde todos compartían la cama familiar, él seguía enojado, ociosos no quiero a mi lado, diciendo cortaba los ruegos de mi madre.
Qué susto me llevé. Creí que era el alma y en un segundo recordé lo que me mi padre me contó sobre los almas en Mangas.
Que, todas las noches cargaban el féretro, con sus huesos en la mano alumbrando como velas, –chawa aytsa– diciendo. Las autoridades enojadas devolvían el féretro, todos los días a la Iglesia. Un amanecer se encontraba en Aqukuta o a la salida de Jopawaín, pueblo de Copa, o el otro día en la calle que sale hacia Gorgorillo, o en el barrio Tauripón, pero más a la salida de Pacllón, porque ahí estaba el cementerio.
Juan Saravia, cansado de que las almas dejaran el féretro en cualquier lugar, aquel cajón de madera que servía para llevar a los difuntitos al cementerio; decidió meterse al féretro con su honda en la mano, previamente espiándolo desde el campanario donde está la Mariangola.
–¡Achachay! ¡Qué miedo! – Enfrentarse a esas almas que roban féretro.
En el afán que andaba, piense que piense. Zandor empezó a aullar. Un espeluznante miedo se apoderó de mí nuevamente y empecé chancar la puerta: ¡Papáááá, mamááááá! ¡Ahora sí quiero estudiar! ¡Papááá abran la puerta por favor! ¡Mamáááá, quiero ser ingeniero, abogado también, o lo que ustedes quieran! ¡Ábran la puertaaaaaa…!
Mi tayta salió como un rayo. Enojado me interrogó ¿Por qué tanto alboroto? Un silencio profundo, fue la respuesta…
RICARDO SANTOS ALBORNOZ
[email protected]