¡JACOBITA, VE MIS PIES!

Narrado por mi señora madre, doña Lucía Mejía de Salazar, quien la había escuchado de niña. Año 1960.
El diablo tiene una presencia recurrente en la tradición ancashina. Basta ver la sabrosa recopilación de doña Rosa Cerna Guardia. Nos atrevemos a incluir la presente, por ser un nuevo aporte y por contener datos que no hemos encontrado en las ya publicadas.
Jacoba Arana Gonzáles era una beata retacay contrahecha, de magras carnes y piel cetrina, es decir, era más fea que un pecado mortal. La pobre no tenía en compensación ninguna gracia, ni había aprendido a disimular su fealdad exterior con la mansedumbre de alma; si feísima era su figura, más fea era su conciencia, cuya terrible expresión era su lengua, viperina hasta el escándalo. No obstante, su esmirriado físico le sirvió para que su tosco nombre fuera corregido gracias al diminutivo que las vecinas le habían endilgado. De modo que Jacoba Arana pasó a ser Jacobita, a secas.
Quienes la conocieron aseguraban que Jacobita nació sietemesina por culpa de la revolución del 54. Su padre murió ahogado en el mar de Casma, el 25 de abril de ese año, en la tragedia de la fragata Mercedes que costó la vida a más de setecientos soldados del Batallón Ayacucho que retornaba a Lima luego de aplastar en la batalla de Cushuruyoc a los rebeldes huarasinos que se habían proclamado a favor de la revolución que en el sur encabezaba don Ramón Castilla contra el mal gobierno de Rufino Echenique. En la relación de víctimas figuraba en último lugar, el único pasajero de esa travesía, Antonio Arana, el padre de Jacobita. Cuentan que la madre, al saber la noticia tuvo tales espasmos que en un dos por tres expulsó de su vientre a la niña.
La tal Jacobita, gracias a su proverbial fealdad, no consiguió consorte; pues los valientes y atrevidos del lugar, habían partido a luchar contra los chilenos. Por más que puso de cabeza a San Antonio y le rezó siete novenas a San Judas Tadeo, patrón de las causas perdidas y de los imposibles, imposible le fue a Jacoba conseguir marido. Pasado el tiempo y convertida en una perfecta solterona, decía muy oronda a quien le fastidiaba:
Y del dicho al hecho, se refugió en el templo de Huarupampa, perteneció a cuanta cofradía podía existir, y sin darse cuenta, empezó a vestir con prendas negras, como reflejo exterior de su oscura conciencia.
La beata de marras había logrado hacer de su vida una rutina que más o menos tenía el siguiente discurrir.
Muy de madrugada se levantaba y barría su casa, para luego hacer lo propio con la acera y la calle, hasta llegar a la acequia que pasaba por el medio de la calle y que llevaba los detritus al albañal que canalizaba las aguas servidas. Allí comenzaba a darle gusto a la sin hueso, pues a la misma hora la vecina del frente también barría su calle. Esta era una costumbre muy arraigada en Huarás. El sentido de limpieza de sus pobladores era muy estricto, sin esperar orden alguna, todos mantenían limpia su casa y su calle. A las seis de la mañana se escuchaba por doquier el clásico rumor de las escobas sobre el empedrado. ¡Qué verdad eso de que todo tiempo pasado fue mejor!
Luego del frugal desayuno, donde la yerbita iba acompañada de pan semitillo y humitas o parpa, Jacobita se dirigía al templo. El templo de Huarupampa era el más humilde y sencillo de Huarás, ubicado en la plazuela por donde décadas atrás pasó don Simón Bolívar al frente de sus tropas que iban a enfrentarse a los españoles en Junín y Ayacucho. El rústico templo fue levantado por manos indias y por ello era el único en Huarás que a usanza de los templos andinos tenía sus puertas de cara al Este, por donde sale el sol.
Allí Jacobita escuchaba la santa Misa que en latín celebraba el cura párroco, don Crisanto Solórzano. Como antiguamente el celebrante decía la Misa de espaldas a los feligreses, aprovechaba Jacobita para molestar a las beatitas que sí acudían al templo a reconciliarse con Dios y pedir perdón por sus pecados. En voz baja les iba diciendo cosas como estas:
A otra le decía:
– Anoche no la he visto en la novena a Santa Rita de Casia, doña Felipa, ¿está perdiendo la fe?
A una tercera molestaba con una monserga como esta:
Luego de la Misa, pasaba al mercado y apenas compraba un cuarto de libra de cuchi canca, o un real de olluco; pero aprovechaba para ir de puesto en puesto, indagando sobre la vida ajena y regando veneno con su descontrolada lengua. ¿De dónde sacaba la plata? Ella era una reconocida partera y con lo que le dejaba esa habilidad, tenía más que suficiente para sus gastos.
Jacobita retornaba a su cuchitril a media mañana y preparaba su almuerzo. Para hacer la digestión, salía a la calle a visitar a sus comadritas y darle gusto a la lengua. En casa de alguna de ellas tomaba el lonche y luego se encaminaba a uno de los templos de la ciudad, pues a las seis de la tarde, tras el rezo del Ángelus, se iniciaban las novenas de acuerdo al ritual católico. Como era de costumbre, la novenante invitaba a pasar a su casa y allí Jacobita aseguraba la cena.
Fiesta era para ella la noticia de alguna muerte. Era la primera en concurrir a las tres noches de velorio, donde tenía un público ávido de escuchar sus embustes y calumnias. Prácticamente se quedaba a vivir en casa del difunto hasta el pitsqaki.
Habiendo hecho un somero repaso de la rutina diaria de Jacobita, haremos un alto para contar una anécdota del cura Solórzano, hombre docto que tenía escritos muy concienzudos, pues había profundizado sus estudios de Teología. Su vida era ejemplar y no daba a su feligresía motivo de escándalo. Aceptó en su vejez de buena gana la parroquia de Huarupampa, que no ambicionaba ningún presbítero, pues allí no se recaudaba casi nada por diezmos y primicias; los curas ambiciosos se peleaban por ser párrocos en La Soledad, donde la pitanza era buena.
Al doctor Solórzano le habían asignado un diácono que para ser ordenado sacerdote debía servir un tiempo en calidad de apoyo en la parroquia. El diácono, fue sorprendido un buen día escarbando la alcancía de Santa Rosa, en busca de algunas pesetas. Lleno de santa ira, el párroco recriminó al ladronzuelo con una tremenda filípica, la que no fue bien digerida por el mal diácono, quien andaba buscando una ocasión para tomar venganza.
El diablo, que anda suelto por este mundo, le dio la oportunidad de la revancha en la procesión de San Juan Bautista, patrón del barrio. En esos tiempos no se acompañaba las procesiones con banda de músicos, era con rezos. Encargado de cantar las letanías, el diácono se las ingenió para insultar públicamente al párroco.
– Ora pro nobis.
El doctor Solórzano ya había reprendido a Jacobita por su mal comportamiento, pues conocía bien las andanzas de la beata.
- Estás atentando contra el séptimo mandamiento. Pecado grave es la maledicencia, mujer. Si sigues así, verás que se te va a aparecer el demonio en persona.
Pero erre que erre, la bandida no ponía freno a sus acciones. El buen cura se vio obligado a prohibirle pise el templo de Huarupampa al ver que no cambiaba su mala costumbre. La gota de agua que rebasó la paciencia del hombre de Dios fue cuando para la Cuaresma, Jacobita se acercó al confesionario y pasó más de una hora fastidiando al párroco:
Jacobita, pálida como una cera, no atinó más que a contar su verdad, tan celosamente guardada:
Le doy toda la razón al buen cura Solórzano. Con una mentecata como Jacobita metida en su templo, más era lo que perdía que lo que ganaba. Debió sentir un gran alivio al no ver más al esperpento molestando en su parroquia.
Jacobita decidió trasladarse al templo de San Francisco. Allí podía seguir con sus mañas sin mayor problema. Claro que desde su casa, cerca al puente de Calicanto, la distancia era mayor. Pero no le hacía ascos, incluso se daba el afán de dar una vuelta por la rústica plazuela de Huarupampa, haciéndose cruces y echando maldiciones sobre su santo párroco, y luego enfilaba en dirección a la alameda. Pero para llegar hasta allí tenía que pasar el acequión que bajaba desde Tajamar.
Una mañana, cuando Jacobita se disponía a cruzar la acequia, escuchó un llanto de niño. Sorprendida, divisó de dónde venía el triste lamento. En medio de un matorral había una criatura que lloraba sin cesar, envuelta en hermosos pañales.
Sorprendidísima, Jacobita alzó al niño y se alegró íntimamente, pues tomó el hecho como un regalo divino.
Acunando en sus brazos a la criatura, Jacobita corría hacia el templo.
Mientras iba cavilando en el nombre que le pondría, la beata escuchó una voz gruesa que le decía.
Muy asustada, detuvo su rauda marcha y se volvió para ver quién le hablaba. No había nadie, cosa rara, pero ella había escuchado claramente una voz de varón. Siguió su camino pausadamente, cuando de nuevo escucha la misma voz.
Recién cayó en cuenta de que la voz provenía de la criatura que cargaba en brazos. Con el alma en un hilo, le levanta los pañales y ve con espanto que en lugar de pies, el niño tenía patas de gallina.
La beata cayó patas arriba, desmayada de la impresión. Cuando recobró el resuello, ¡pies para qué te quiero!, corriendo llegó al templo a pedir confesión.El encuentro con el Shapinco fue santo remedio para la mala mujer. Desde ese día su vida cambió radicalmente. Nunca más salieron de su boca palabras para herir la honra de las personas. Se dedicó a las obras de piedad y misericordia. Jacobita vivió muchos años haciendo el bien y es fama en Huarás que murió santamente.
El diablo tiene una presencia recurrente en la tradición ancashina. Basta ver la sabrosa recopilación de doña Rosa Cerna Guardia. Nos atrevemos a incluir la presente, por ser un nuevo aporte y por contener datos que no hemos encontrado en las ya publicadas.
Jacoba Arana Gonzáles era una beata retacay contrahecha, de magras carnes y piel cetrina, es decir, era más fea que un pecado mortal. La pobre no tenía en compensación ninguna gracia, ni había aprendido a disimular su fealdad exterior con la mansedumbre de alma; si feísima era su figura, más fea era su conciencia, cuya terrible expresión era su lengua, viperina hasta el escándalo. No obstante, su esmirriado físico le sirvió para que su tosco nombre fuera corregido gracias al diminutivo que las vecinas le habían endilgado. De modo que Jacoba Arana pasó a ser Jacobita, a secas.
Quienes la conocieron aseguraban que Jacobita nació sietemesina por culpa de la revolución del 54. Su padre murió ahogado en el mar de Casma, el 25 de abril de ese año, en la tragedia de la fragata Mercedes que costó la vida a más de setecientos soldados del Batallón Ayacucho que retornaba a Lima luego de aplastar en la batalla de Cushuruyoc a los rebeldes huarasinos que se habían proclamado a favor de la revolución que en el sur encabezaba don Ramón Castilla contra el mal gobierno de Rufino Echenique. En la relación de víctimas figuraba en último lugar, el único pasajero de esa travesía, Antonio Arana, el padre de Jacobita. Cuentan que la madre, al saber la noticia tuvo tales espasmos que en un dos por tres expulsó de su vientre a la niña.
La tal Jacobita, gracias a su proverbial fealdad, no consiguió consorte; pues los valientes y atrevidos del lugar, habían partido a luchar contra los chilenos. Por más que puso de cabeza a San Antonio y le rezó siete novenas a San Judas Tadeo, patrón de las causas perdidas y de los imposibles, imposible le fue a Jacoba conseguir marido. Pasado el tiempo y convertida en una perfecta solterona, decía muy oronda a quien le fastidiaba:
- Ya sabes que es mejor quedarse a vestir santos, que desvestir borrachos.
Y del dicho al hecho, se refugió en el templo de Huarupampa, perteneció a cuanta cofradía podía existir, y sin darse cuenta, empezó a vestir con prendas negras, como reflejo exterior de su oscura conciencia.
La beata de marras había logrado hacer de su vida una rutina que más o menos tenía el siguiente discurrir.
Muy de madrugada se levantaba y barría su casa, para luego hacer lo propio con la acera y la calle, hasta llegar a la acequia que pasaba por el medio de la calle y que llevaba los detritus al albañal que canalizaba las aguas servidas. Allí comenzaba a darle gusto a la sin hueso, pues a la misma hora la vecina del frente también barría su calle. Esta era una costumbre muy arraigada en Huarás. El sentido de limpieza de sus pobladores era muy estricto, sin esperar orden alguna, todos mantenían limpia su casa y su calle. A las seis de la mañana se escuchaba por doquier el clásico rumor de las escobas sobre el empedrado. ¡Qué verdad eso de que todo tiempo pasado fue mejor!
- ¿Ya se enteró de la última novedad, vecinita?
- No doña Jacobita. Como yo no salgo a la calle...
- A la hija de doña Cunshi, la ha dejado el noviecito ese que se había conseguido y que a mí no me hacía gracia alguna, pues tenía una cara de pícaro el mequetrefe ese...
- ¡Ay que pena! –replicaba la vecina– ¿Cómo estará la pobre niña?
- A eso iba vecina, a eso iba. Parece que la niña... ya no es niña. El novio huyó al saber que la pobre estaba sucedida.
- ¡Jesús María! ¡Qué me dice doña Jacobita!
Luego del frugal desayuno, donde la yerbita iba acompañada de pan semitillo y humitas o parpa, Jacobita se dirigía al templo. El templo de Huarupampa era el más humilde y sencillo de Huarás, ubicado en la plazuela por donde décadas atrás pasó don Simón Bolívar al frente de sus tropas que iban a enfrentarse a los españoles en Junín y Ayacucho. El rústico templo fue levantado por manos indias y por ello era el único en Huarás que a usanza de los templos andinos tenía sus puertas de cara al Este, por donde sale el sol.
Allí Jacobita escuchaba la santa Misa que en latín celebraba el cura párroco, don Crisanto Solórzano. Como antiguamente el celebrante decía la Misa de espaldas a los feligreses, aprovechaba Jacobita para molestar a las beatitas que sí acudían al templo a reconciliarse con Dios y pedir perdón por sus pecados. En voz baja les iba diciendo cosas como estas:
- Rece por la salvación de mi alma doña Llicu, que se nos viene el fin del mundo.
A otra le decía:
– Anoche no la he visto en la novena a Santa Rita de Casia, doña Felipa, ¿está perdiendo la fe?
A una tercera molestaba con una monserga como esta:
- Dicen que la wiska Shatuca, se ha metido con el cura de la Soledad y ya la han sentido el viernes de noche, tirando fuego a la nina mula esa.
Luego de la Misa, pasaba al mercado y apenas compraba un cuarto de libra de cuchi canca, o un real de olluco; pero aprovechaba para ir de puesto en puesto, indagando sobre la vida ajena y regando veneno con su descontrolada lengua. ¿De dónde sacaba la plata? Ella era una reconocida partera y con lo que le dejaba esa habilidad, tenía más que suficiente para sus gastos.
Jacobita retornaba a su cuchitril a media mañana y preparaba su almuerzo. Para hacer la digestión, salía a la calle a visitar a sus comadritas y darle gusto a la lengua. En casa de alguna de ellas tomaba el lonche y luego se encaminaba a uno de los templos de la ciudad, pues a las seis de la tarde, tras el rezo del Ángelus, se iniciaban las novenas de acuerdo al ritual católico. Como era de costumbre, la novenante invitaba a pasar a su casa y allí Jacobita aseguraba la cena.
Fiesta era para ella la noticia de alguna muerte. Era la primera en concurrir a las tres noches de velorio, donde tenía un público ávido de escuchar sus embustes y calumnias. Prácticamente se quedaba a vivir en casa del difunto hasta el pitsqaki.
- ¿Saben que la ratsaq Orfelinda se ha metido con su compadre? ¿No me creen? Basta mirarle la cara toda amoratada de tanto darse golpes. ¡Claro! Si es una de las qeqes que anda dando vueltas por mi corral.
- No hable así, doña Jacobita, tenga más respeto al difunto –le recriminaba algún deudo.
- Por qué no he de hablar, si es cierto. Además a la hija de Orfelinda, le ha salido un crío rubio; siendo moreno su percunchante. Para mí que a esa la embarazó el Ichik Ollko.
Habiendo hecho un somero repaso de la rutina diaria de Jacobita, haremos un alto para contar una anécdota del cura Solórzano, hombre docto que tenía escritos muy concienzudos, pues había profundizado sus estudios de Teología. Su vida era ejemplar y no daba a su feligresía motivo de escándalo. Aceptó en su vejez de buena gana la parroquia de Huarupampa, que no ambicionaba ningún presbítero, pues allí no se recaudaba casi nada por diezmos y primicias; los curas ambiciosos se peleaban por ser párrocos en La Soledad, donde la pitanza era buena.
Al doctor Solórzano le habían asignado un diácono que para ser ordenado sacerdote debía servir un tiempo en calidad de apoyo en la parroquia. El diácono, fue sorprendido un buen día escarbando la alcancía de Santa Rosa, en busca de algunas pesetas. Lleno de santa ira, el párroco recriminó al ladronzuelo con una tremenda filípica, la que no fue bien digerida por el mal diácono, quien andaba buscando una ocasión para tomar venganza.
El diablo, que anda suelto por este mundo, le dio la oportunidad de la revancha en la procesión de San Juan Bautista, patrón del barrio. En esos tiempos no se acompañaba las procesiones con banda de músicos, era con rezos. Encargado de cantar las letanías, el diácono se las ingenió para insultar públicamente al párroco.
- Santo patrón, san Juan Bautistaaaa.
- Ora pro nobis – contestaba la feligresía.
- ¡Oh bendita!, santa Rosa de Limaaaa.
- Ora pro nobis.
- Santos ángeles, guardianes del cieloooo.
- Ora pro nobis.
- ¡Waqapa tsurin, cura Solórzanooo!
– Ora pro nobis.
El doctor Solórzano ya había reprendido a Jacobita por su mal comportamiento, pues conocía bien las andanzas de la beata.
- Estás atentando contra el séptimo mandamiento. Pecado grave es la maledicencia, mujer. Si sigues así, verás que se te va a aparecer el demonio en persona.
Pero erre que erre, la bandida no ponía freno a sus acciones. El buen cura se vio obligado a prohibirle pise el templo de Huarupampa al ver que no cambiaba su mala costumbre. La gota de agua que rebasó la paciencia del hombre de Dios fue cuando para la Cuaresma, Jacobita se acercó al confesionario y pasó más de una hora fastidiando al párroco:
- He cometido un pecado que no se lo puedo contar.
- ¿Pero que has hecho mujer, que es tan malo? ¿Has robado, has matado? ¿Te has amancebado?
- Peor que eso, señor cura, peor que eso.
- ¡Pero habla...¡ ¿Qué has hecho bendita mujer?
- No se lo puedo contar, no se lo puedo contar porque es el pecado más grande del mundo.
- Ante la misericordia de Dios no hay pecado grave y tú lo sabes.
- Pero este pecado sí que no tiene perdón.
- ¿Has abjurado de Dios? ¿Has celebrado la misa negra? ¿Has aceptado al demonio como tu marido?
- Mucho peor que eso, señor cura, es algo mucho peor.
- ¡Habla malvada o te excomulgo en el acto!
Jacobita, pálida como una cera, no atinó más que a contar su verdad, tan celosamente guardada:
- En la misa del domingo, a la hora de la elevación... me solté un cuesco–.Soltar un mal aire en un momento inoportuno, tal había sido su inconfesable pecado.
Le doy toda la razón al buen cura Solórzano. Con una mentecata como Jacobita metida en su templo, más era lo que perdía que lo que ganaba. Debió sentir un gran alivio al no ver más al esperpento molestando en su parroquia.
Jacobita decidió trasladarse al templo de San Francisco. Allí podía seguir con sus mañas sin mayor problema. Claro que desde su casa, cerca al puente de Calicanto, la distancia era mayor. Pero no le hacía ascos, incluso se daba el afán de dar una vuelta por la rústica plazuela de Huarupampa, haciéndose cruces y echando maldiciones sobre su santo párroco, y luego enfilaba en dirección a la alameda. Pero para llegar hasta allí tenía que pasar el acequión que bajaba desde Tajamar.
Una mañana, cuando Jacobita se disponía a cruzar la acequia, escuchó un llanto de niño. Sorprendida, divisó de dónde venía el triste lamento. En medio de un matorral había una criatura que lloraba sin cesar, envuelta en hermosos pañales.
Sorprendidísima, Jacobita alzó al niño y se alegró íntimamente, pues tomó el hecho como un regalo divino.
- ¡Gracias San Juditas! ¡Ya sabía yo que no me ibas a fallar! Este niño será una compañía para mí en mis años de vejez.
Acunando en sus brazos a la criatura, Jacobita corría hacia el templo.
- Te voy a bautizar ahoritita papacito, antes de que te me enfermes.
Mientras iba cavilando en el nombre que le pondría, la beata escuchó una voz gruesa que le decía.
- ¡Jacobita, ve mis pies!
Muy asustada, detuvo su rauda marcha y se volvió para ver quién le hablaba. No había nadie, cosa rara, pero ella había escuchado claramente una voz de varón. Siguió su camino pausadamente, cuando de nuevo escucha la misma voz.
- ¡Jacobita, ve mis pies!
Recién cayó en cuenta de que la voz provenía de la criatura que cargaba en brazos. Con el alma en un hilo, le levanta los pañales y ve con espanto que en lugar de pies, el niño tenía patas de gallina.
- ¡Jesús! -Atinó a decir Jacobita, arrojando al demonio al suelo.
- ¡Pum! -Diciendo, reventó el maligno y desapareció en una nube de azufre.
La beata cayó patas arriba, desmayada de la impresión. Cuando recobró el resuello, ¡pies para qué te quiero!, corriendo llegó al templo a pedir confesión.El encuentro con el Shapinco fue santo remedio para la mala mujer. Desde ese día su vida cambió radicalmente. Nunca más salieron de su boca palabras para herir la honra de las personas. Se dedicó a las obras de piedad y misericordia. Jacobita vivió muchos años haciendo el bien y es fama en Huarás que murió santamente.