josé antonio salazar mejía
¡UNO SIQUIERA!
Narración de mi padre, don Antonio Salazar Rivero. Se la escuché hacia el año 1968.
En 1870 residía en Huarás un italiano recién casado con una bella dama huarasina. Se trataba nada menos que de don Antonio Raimondi, estudioso milanés que llegó a nuestra tierra encargado por Meiggs para hacer un registro de nuestras riquezas naturales, con el claro fin de ofrecer a los capitales extranjeros un detallado registro de donde y en qué podían invertir. Su esposa se llamaba Adela Loli, quien le daría tres hijos al sabio. Ellos vivían en una hermosa casita de la calle del Avestruz, la que luego se llamaría jirón 28 de Julio.
Doña Adela, bastante joven en comparación a Raimondi, qué no hacía para ganar la atención del esposo, quien afanado en registrar sus hallazgos, no se ocupaba de la consorte como debía de ser. Tanto fue el odio que doña Adela le tomó al gabinete donde se encerraba el sabio, que un buen día le prendió fuego. Don Antonio tuvo que trasladarse a Lima lleno de vergüenza.
Amigo de Raimondi fue don Hermenegildo del Río, una de las mentes más claras de aquel tiempo, que dirigía en Huarás el periódico La Voz de Ancash. En sus visitas, Raimondi hacía sentar en sus rodillas al pequeño hijo de don Hermenegildo, llamado Hilarión.
Pasados los años, Hilarión Del Río se convirtió en un personaje notable, que en Huarás de fines del siglo XIX se había ganado fama de excéntrico. Solterón empedernido, su diaria preocupación era bajar a la Plaza de Armas, desde su casa en La Soledad, en busca de algún conocido a quien invitar el almuerzo; pues si algo aborrecía el bueno de don Hilarión, era almorzar en solitario.
Sus amigos, cansados de la sopa teóloga con que siempre los agasajaba, optaron por adelantar o demorar sus salidas a la plaza para no toparse con don Hilarión del Río a la hora del almuerzo. Éste, qué no hizo por conseguir acompañante para el yantar, hasta cambió a su cocinera, una vieja mujer que conocía todos los sazones andinos, por un mulato que vino con las tropas pierolistas y se quedó en Huarás prendado del paisaje femenil de nuestra tierra.
Por allí he oído decir que los varones tienen más gracia que las mujeres en el arte culinario; el caso es que el moreno tenía las manos benditas; pero ni eso fue suficiente para acercar a los huidizos amigos a la casa de nuestro personaje.
Una vez que don Hilarión asumió que sus amigos le rehuían, optó por otra táctica. Se acercaba a los viajeros que llegando del Callejón daban de beber agua a sus acémilas en el único pilón que existía en la Plaza de Armas, y con mil y una excusas, los llevaba a su vivienda a compartir la mesa.
Cierto día, don Hilarión hizo matar dos pichones para que su cetrino cocinero los prepare acompañado de tallarines. En el Huarás de esa época, un plato de lujo era el de tallarines con pichones, sazonados con hojas de laurel, y un ahogo de arvejas, pasas y aceitunas.
Don Hilarión llegó a la plaza y con mucha soltura se acercó a un hombre grueso que acababa de desmontar de un viejo alazán. El hombre iba vestido de pantalón de montar y bajo sus polainas relucían finas espuelas de plata, lo que indicaba que era una persona decente.
Mientras tanto, en la casa, el cocinero ya había preparado los dos pichones y al verlos tan sabrosos, vencido por un deseo irrefrenable, cogió una patita y se la engulló con gran gusto.
Una vez que se dio cuenta de las consecuencias que le traería su proceder, pensó del siguiente modo:
Y sin más, concluyó su obra. Pero como bien se sabe, después del gusto viene el susto, el cocinero de nuestra tradición se puso a pensar en cómo iba a justificar ante don Hilarión la desaparición de los dos pichones.
En la fonda, luego de tomarse un capitán, trago de moda es ese entonces, no tardó mucho nuestro amigo, en convencer al viajero le acompañe a almorzar. Conversando amenamente llegaron a la casa del anfitrión. Cruzando el amplio zaguán, ya en el patio el invitado pudo admirar los hermosos maceteros de piedra de Póngor, que contenían bellísimas malvas de olor, de verdes hojas y bermejas flores. Don Hilarión abrió las puertas de la mampara que daba acceso a una amplia sala, muy bien adornada con muebles de Viena y espejos biselados.
Su sorpresa fue mayor cuando ve ingresar con sigilo a la sala a un hombre sudoroso que desesperado le espeta en la cara:
El susto se tornó en cólera en el viajero.
Santo remedio. A partir de aquel día don Hilarión se abstuvo de llevar extraños a su casa. Y sin hacerse ascos, sentó al cocinero a su mesa para que le haga conversación.
En 1870 residía en Huarás un italiano recién casado con una bella dama huarasina. Se trataba nada menos que de don Antonio Raimondi, estudioso milanés que llegó a nuestra tierra encargado por Meiggs para hacer un registro de nuestras riquezas naturales, con el claro fin de ofrecer a los capitales extranjeros un detallado registro de donde y en qué podían invertir. Su esposa se llamaba Adela Loli, quien le daría tres hijos al sabio. Ellos vivían en una hermosa casita de la calle del Avestruz, la que luego se llamaría jirón 28 de Julio.
Doña Adela, bastante joven en comparación a Raimondi, qué no hacía para ganar la atención del esposo, quien afanado en registrar sus hallazgos, no se ocupaba de la consorte como debía de ser. Tanto fue el odio que doña Adela le tomó al gabinete donde se encerraba el sabio, que un buen día le prendió fuego. Don Antonio tuvo que trasladarse a Lima lleno de vergüenza.
Amigo de Raimondi fue don Hermenegildo del Río, una de las mentes más claras de aquel tiempo, que dirigía en Huarás el periódico La Voz de Ancash. En sus visitas, Raimondi hacía sentar en sus rodillas al pequeño hijo de don Hermenegildo, llamado Hilarión.
Pasados los años, Hilarión Del Río se convirtió en un personaje notable, que en Huarás de fines del siglo XIX se había ganado fama de excéntrico. Solterón empedernido, su diaria preocupación era bajar a la Plaza de Armas, desde su casa en La Soledad, en busca de algún conocido a quien invitar el almuerzo; pues si algo aborrecía el bueno de don Hilarión, era almorzar en solitario.
Sus amigos, cansados de la sopa teóloga con que siempre los agasajaba, optaron por adelantar o demorar sus salidas a la plaza para no toparse con don Hilarión del Río a la hora del almuerzo. Éste, qué no hizo por conseguir acompañante para el yantar, hasta cambió a su cocinera, una vieja mujer que conocía todos los sazones andinos, por un mulato que vino con las tropas pierolistas y se quedó en Huarás prendado del paisaje femenil de nuestra tierra.
Por allí he oído decir que los varones tienen más gracia que las mujeres en el arte culinario; el caso es que el moreno tenía las manos benditas; pero ni eso fue suficiente para acercar a los huidizos amigos a la casa de nuestro personaje.
Una vez que don Hilarión asumió que sus amigos le rehuían, optó por otra táctica. Se acercaba a los viajeros que llegando del Callejón daban de beber agua a sus acémilas en el único pilón que existía en la Plaza de Armas, y con mil y una excusas, los llevaba a su vivienda a compartir la mesa.
Cierto día, don Hilarión hizo matar dos pichones para que su cetrino cocinero los prepare acompañado de tallarines. En el Huarás de esa época, un plato de lujo era el de tallarines con pichones, sazonados con hojas de laurel, y un ahogo de arvejas, pasas y aceitunas.
- Lúcete, negrito, que hoy llegan los chacasinos. Alguno traeré a almorzar.
- Vaya nomás con Dios, don Hilarión, mientras yo voy desplumando a estos pichoncitos que se ven sanos y gorditos.
Don Hilarión llegó a la plaza y con mucha soltura se acercó a un hombre grueso que acababa de desmontar de un viejo alazán. El hombre iba vestido de pantalón de montar y bajo sus polainas relucían finas espuelas de plata, lo que indicaba que era una persona decente.
- Buenas tardes le dé Dios, caballero –saludó amigablemente.
- Más buenas las tenga usía –respondió el interpelado, quien se mostró muy sorprendido, al verse tratado con tanta familiaridad.
- Le invito una copa mi estimado señor, que el sol del mediodía amerita refrescar el garguero –sin entender razones, don Hilarión lo tomó del brazo y lo condujo hacia la única fonda que existía en la antigua plaza de Huarás.
Mientras tanto, en la casa, el cocinero ya había preparado los dos pichones y al verlos tan sabrosos, vencido por un deseo irrefrenable, cogió una patita y se la engulló con gran gusto.
- ¡Jamás preparé potaje más sabroso! –se dijo el tipo. Y sin pensarlo dos veces, despachó la mercancía.
Una vez que se dio cuenta de las consecuencias que le traería su proceder, pensó del siguiente modo:
- Si el patrón me ha de echar a la calle por comerme uno de sus pichones, mejor será que me eche, por comerme los dos.
Y sin más, concluyó su obra. Pero como bien se sabe, después del gusto viene el susto, el cocinero de nuestra tradición se puso a pensar en cómo iba a justificar ante don Hilarión la desaparición de los dos pichones.
En la fonda, luego de tomarse un capitán, trago de moda es ese entonces, no tardó mucho nuestro amigo, en convencer al viajero le acompañe a almorzar. Conversando amenamente llegaron a la casa del anfitrión. Cruzando el amplio zaguán, ya en el patio el invitado pudo admirar los hermosos maceteros de piedra de Póngor, que contenían bellísimas malvas de olor, de verdes hojas y bermejas flores. Don Hilarión abrió las puertas de la mampara que daba acceso a una amplia sala, muy bien adornada con muebles de Viena y espejos biselados.
- Tome asiento por favor. Póngase cómodo y siéntase como en su casa. Yo me retiro por unos instantes a cambiarme de saco; con su permiso. –Don Hilarión dejó a su invitado cavilando sobre su extraño comportamiento.
Su sorpresa fue mayor cuando ve ingresar con sigilo a la sala a un hombre sudoroso que desesperado le espeta en la cara:
- ¡Insensato, que hace vuestra merced en esta casa! ¡No sabe que mi amo es pishtaco! ¡Acaba de ir por su alfanje!
- ¡Qué…! ¡Qué me dice...! –balbuceó atónito el viajero.
- ¡Coja su sombrero y huya de aquí hombre de Dios, antes de que mi amo le corte los testes!
- ¡Patrón, patrón... qué clase de invitado ha traído usted!
- ¿Qué pasa, que sucede? –Inquirió sorprendido.
- Ese hombre ha entrado a mi cocina y se ha llevado los dos pichones.
- ¿Qué cosa...? –don Hilarión salió al zaguán a dar alcance al que creía ladrón, pero éste ya estaba en la otra cuadra.
- ¡Oiga, oiga, déjeme uno siquiera! –suplicaba el pobre hombre.
El susto se tornó en cólera en el viajero.
- ¿Cómo? ¿Que le deje uno de mis testes? ¿Habrase visto semejante atrevimiento? –Y parándose en medio de la calle le hizo un tremendo corte de manga y siguió su camino.
Santo remedio. A partir de aquel día don Hilarión se abstuvo de llevar extraños a su casa. Y sin hacerse ascos, sentó al cocinero a su mesa para que le haga conversación.