jaime Huayta V.
LA ARRENDATARIA
Cuando aún no existía el pueblo de Pachapaqui y solo los manaderos se asomaban por aquellos parajes solitarios, había una anciana pastora que cuidaba sus ovejas cerca de patsasaka. Tenía una nieta, una pequeña huérfana que había quedado sola desde que su madre falleció durante el parto, y que de su padre no se supo nada.
Ya una tarde de finales de enero, la anciana llamó a la niña y le dijo:
—Péinate bien, hijita, y lávate la cara. En la tarde, iremos a ver a mi comadre.
La niña, obediente, se alisó los cabellos y limpió sus mejillas. Tras probar el refrigerio de mediodía, partieron hacia las alturas. En el camino la niña, intrigada, preguntó:
—Abuelita, ¿dónde vive tu comadre? ¿Tan lejos, arriba en el cerro?
La anciana, con una voz áspera, respondió:
—Sí, hijita. Vive más allá, aquí arribita nomás. Sigue caminando, ¡Apúrate! no preguntes tanto.
Con las últimas luces del sol, llegaron a Pukamachay. La anciana sacó algunas hojas de coca y unos caramelos, y, murmurando palabras que la niña no entendió, los colocó en un agujero con forma de ojo que había en la entrada de la pequeña cueva.
—Abuelita, ya se nos hizo de noche. ¿Cuánto falta para llegar? —preguntó la niña.
—Ya llegamos, hijita —respondió la abuela, calmada.
La niña miraba a su alrededor, confundida. Solo veía alguanas rocas que parecían asientos y un poco de ichu esparcido en fondo de la pequeña cueva. Extrañada, preguntó:
—¿Dónde vive tu comadre? ¿Y dónde dormiremos? Aquí no hay nadie.
La abuela apenas acomodó sus cosas y, sin responderle, se dirigió a la salida de la cueva. Y con voz recia, llamó:
—¡Comaaadreee! ¡Comaaadreee! ¡Comadriiitaaa!
Entonces a lo lejos apareció una anciana más vieja aún, de trenza larga y piel surcada de arrugas. Apoyada en un bastón curvo y pesado, caminaba apenas, como si el suelo temiera sus pasos.
Las dos ancianas se saludaron inclinando la cabeza, y sujetando con una mano sus sombreros para que no se cayesen. Cuando la más anciana se percató de la presencia de la niña, le dijo:
—Anda, hijita, toma mi haku y échate en la paja nomás. No te acerques.
Las ancianas chacchaban coca y conversaban en voz baja. La más anciana parecía tan contenta, mascando con entusiasmo como si probase algo después de tanto tiempo. Al rato, la niña las oyó contando números:
—Ya son casi trescientos, y solo en esta temporada han nacido como veinte lulus mulas.
Las palabras revoloteaban en el aire. La niña, con el ceño fruncido, no entendía mucho. Miró hacia donde las ancianas fijaban la mirada, pero no veía más que cerros, ichu, piedras y sombras. Pensó:
—¿Qué cosas contarán las awkilitas? ¿Dónde están las mulas? Rumitachi yupakuyan (estarán contando piedras).
Pero cuando la luna llena asomó por el cielo, grande fue la sorpresa de la niña, abrió los ojos como platos, y, ante ella, en las laderas del cerro, se desplegaba un rebaño de mulas pastando en silencio, algunas descansando en un corral con una manantial al centro, cerca del lugar donde hace poco no estaba allí, donde antes solo había vacío.
Sintió un escalofrío, pero una curiosidad feliz llenó su corazón al ver las crías, tan hermosas como los dibujos en los libros de cuentos de la escuela.
Las comadres continuaron conversando y acordaron los saldos y cuentas, prometiendo volver a encontrarse el próximo año, en la misma fecha, en el mismo lugar, para hacer el mismo trato. Ya pasada la medianoche la más anciana se puso de pie y se alejó lánguidamente con sus pesados pasos soportado por su bastón y poco a poco fue mimetizándose con la obscuridad hasta esfumarse por completo. Al acercarse al fondo de la cueva, la abuela le explicó a la niña:
—Esta noche dormiremos aquí, hijita. Ya es tarde, y mi comadre nos ha dejado unas mantas y unos pellejos para taparnos. Algún día, tú serás tambien la arrendataria de la Mamapacha. Cuida bien a los animales, como yo lo hago. No temas, que yo te enseñaré.
Y así cuentan que, hasta hoy, el acuerdo se cumple en aquel cerro sagrado. Siempre hay una arrendataria criando a su nieta, para que el legado de la Mamapacha continúe, como la brisa, de los vientos de Pukamachay.
Si tienes la fortuna; en las noches de luna llena, a finales de enero, podrías ser capaz de observar a las dos ancianas en la puerta de la cueva de pukamachay y en sus faldas la recua de mulas pastando.
Por: Jaime Huayta V.
Ya una tarde de finales de enero, la anciana llamó a la niña y le dijo:
—Péinate bien, hijita, y lávate la cara. En la tarde, iremos a ver a mi comadre.
La niña, obediente, se alisó los cabellos y limpió sus mejillas. Tras probar el refrigerio de mediodía, partieron hacia las alturas. En el camino la niña, intrigada, preguntó:
—Abuelita, ¿dónde vive tu comadre? ¿Tan lejos, arriba en el cerro?
La anciana, con una voz áspera, respondió:
—Sí, hijita. Vive más allá, aquí arribita nomás. Sigue caminando, ¡Apúrate! no preguntes tanto.
Con las últimas luces del sol, llegaron a Pukamachay. La anciana sacó algunas hojas de coca y unos caramelos, y, murmurando palabras que la niña no entendió, los colocó en un agujero con forma de ojo que había en la entrada de la pequeña cueva.
—Abuelita, ya se nos hizo de noche. ¿Cuánto falta para llegar? —preguntó la niña.
—Ya llegamos, hijita —respondió la abuela, calmada.
La niña miraba a su alrededor, confundida. Solo veía alguanas rocas que parecían asientos y un poco de ichu esparcido en fondo de la pequeña cueva. Extrañada, preguntó:
—¿Dónde vive tu comadre? ¿Y dónde dormiremos? Aquí no hay nadie.
La abuela apenas acomodó sus cosas y, sin responderle, se dirigió a la salida de la cueva. Y con voz recia, llamó:
—¡Comaaadreee! ¡Comaaadreee! ¡Comadriiitaaa!
Entonces a lo lejos apareció una anciana más vieja aún, de trenza larga y piel surcada de arrugas. Apoyada en un bastón curvo y pesado, caminaba apenas, como si el suelo temiera sus pasos.
Las dos ancianas se saludaron inclinando la cabeza, y sujetando con una mano sus sombreros para que no se cayesen. Cuando la más anciana se percató de la presencia de la niña, le dijo:
—Anda, hijita, toma mi haku y échate en la paja nomás. No te acerques.
Las ancianas chacchaban coca y conversaban en voz baja. La más anciana parecía tan contenta, mascando con entusiasmo como si probase algo después de tanto tiempo. Al rato, la niña las oyó contando números:
—Ya son casi trescientos, y solo en esta temporada han nacido como veinte lulus mulas.
Las palabras revoloteaban en el aire. La niña, con el ceño fruncido, no entendía mucho. Miró hacia donde las ancianas fijaban la mirada, pero no veía más que cerros, ichu, piedras y sombras. Pensó:
—¿Qué cosas contarán las awkilitas? ¿Dónde están las mulas? Rumitachi yupakuyan (estarán contando piedras).
Pero cuando la luna llena asomó por el cielo, grande fue la sorpresa de la niña, abrió los ojos como platos, y, ante ella, en las laderas del cerro, se desplegaba un rebaño de mulas pastando en silencio, algunas descansando en un corral con una manantial al centro, cerca del lugar donde hace poco no estaba allí, donde antes solo había vacío.
Sintió un escalofrío, pero una curiosidad feliz llenó su corazón al ver las crías, tan hermosas como los dibujos en los libros de cuentos de la escuela.
Las comadres continuaron conversando y acordaron los saldos y cuentas, prometiendo volver a encontrarse el próximo año, en la misma fecha, en el mismo lugar, para hacer el mismo trato. Ya pasada la medianoche la más anciana se puso de pie y se alejó lánguidamente con sus pesados pasos soportado por su bastón y poco a poco fue mimetizándose con la obscuridad hasta esfumarse por completo. Al acercarse al fondo de la cueva, la abuela le explicó a la niña:
—Esta noche dormiremos aquí, hijita. Ya es tarde, y mi comadre nos ha dejado unas mantas y unos pellejos para taparnos. Algún día, tú serás tambien la arrendataria de la Mamapacha. Cuida bien a los animales, como yo lo hago. No temas, que yo te enseñaré.
Y así cuentan que, hasta hoy, el acuerdo se cumple en aquel cerro sagrado. Siempre hay una arrendataria criando a su nieta, para que el legado de la Mamapacha continúe, como la brisa, de los vientos de Pukamachay.
Si tienes la fortuna; en las noches de luna llena, a finales de enero, podrías ser capaz de observar a las dos ancianas en la puerta de la cueva de pukamachay y en sus faldas la recua de mulas pastando.
Por: Jaime Huayta V.