jaime huayta
LA GRACIA DEL SAGRADO CORAZÓN
El alba teñía de gris el cielo de Huaraz cuando don Juvenal llegó al hospital Víctor Ramos Guardia. En sus manos, envuelto en un pañolón deshilachado, llevaba el desayuno para su esposa. Hacía más de una semana que ella dormía en el piso, sin más cobijo que su manta, su pollera y la fe a su santo patrón, acompañando a su hijita de apenas un año, internada con neumonía atípica.
—Posiblemente es gripe A(H1N1) —le habían dicho los doctores, pero él no entendía de nombres enredados. Solo sabía que su wawa no podía respirar bien.
Todo había empezado en Pachapaqui. Su esposa, preocupada por la fiebre que la niña tenía, la llevó a la posta. El enfermero, sin mirarla mucho, le alcanzó un frasco de ibuprofeno diciendo:
—Es infección pues. Seguro no le cambias bien los pañales.
Ella, avergonzada, recordando que era muy cuidadosa con eso, se mordió los labios y regresó a su casa. Pero ya casi de noche, la pequeña volvió a calentarse como brasa y a respirar con esfuerzo. “Fiebre y respiración rápida, acuda de inmediato al centro de salud más cercano”, recordó de los anuncios en la radio. Aunque con miedo y vergüenza, corrió de nuevo al centro de salud.
Esta vez la atendió una enfermera.
—Es neumonía. Hay que trasladarla a Chiquián —dijo.
La madre quiso quejarse, contar que ya la había traído antes, que el enfermero no le prestó mucha atención y ni examino bien a su hijita. Pero la señorita solo le dijo con prisa:
—Alístate. Te vas en la ambulancia.
—Mamita, ¿y mis ushas? ¿Y mi Donato? Mi esposo está en la quebrada, ha ido a rajar leña para don Vidal... No tengo plata. ¿Nos ayudarán?
—Pagarás la ambulancia —le respondió la enfermera—. Ya venderás ovejas... o ¿quieres que tu hija se muera?
La desesperación apretó el pecho de la mujer. Fue corriendo a su casa, de pasada suplicando prestó cien soles de doña Wacu y partió a Chiquián. Casi sin darse cuenta, ya casi a media noche, terminó firmando papeles en el hospital Victor Ramos de Huaraz.
El hambre llegó rápido. No tenía cómo salir a comprar. La leche que traian era solo para la wawa. Las horas restantes de la noche la pasó en el suelo, con el estómago vacío. Al día siguiente, suplicó a una enfermera que le comprara un poco de quinua.
—Estoy de salida —respondió con indiferencia.
Y así sucedió con todas las que suplicaba.
Ya al finalizar el día, bebió las sobras de la leche que trajeron para su niña. Pasó la noche en el suelo, acurrucada junto a la cama, despertando a cada rato por las rondas de los médicos.
Al tercer día llegó don Juvenal. Había vendido algunas ovejas, juntado un poco de plata, y dejado a su hijo Donato de doce años con su mamá.
—Taitita, nuestras ushas… —dijo apenada la esposa.
Juvenal la abrazó.
—Sagradito nos va a devolver, ya verás. De los pobres no se olvida. Que se cure nuestra wawita nomás.
Ese día, al fin, ella comió.
Los días se alargaron como las sombras en las punas. Juvenal, al ver que el dinero no alcanzaría, dejó el hospedaje y empezó a dormir en la sala de espera del hospital. Su esposa, en el suelo junto a la niña.
Ya la semana, el doctor se le acercó.
—Ya báñate, pues. Pero bueno, ya alístate. Mañana tu hija se saldrá de alta.
Cuando Juvenal llegó como cada día a las seis de la mañana, ella le dio la hoja con la cuenta del hospital. Él sacó cuentas; al final, solo les quedarían dos soles.
—No importa, hija. Pagaré todo. Nos vamos como sea. Allá en la casita tenemos aunque sea papita.
Y así salieron del hospital para tomar una combi al paradero. Iban caminando cuando una anciana, que también acababa de recibir el alta, le dijo:
—Papay, dame dos solcitos, pues. Tengo que ir hasta Monterrey, me duele mi pie y no tengo nada de plata.
Juvenal miró a su esposa, delgada y demacrada; esforzándose por cargar a la niña, mientras él llevaba las bolsas.
—Hija, vamos a caminar nomás —susurró, y puso las monedas en la arrugada mano de la abuela.
Bajaban por la calle, cansados y hambrientos, la niña llorando por golosinas que no podían proveerle. Entonces, sin querer, Juvenal pateó un pequeño montículo en la basura. Una bolsa negra rodó lejos de sus pies. La recogió por curiosidad.
La abrió.
Dentro, había fajos de billetes.
Lo primero que hizo fue mirar si alguien buscaba algo. Nadie observaba, nadie reclamaba.
Sintió un nudo en la garganta, la emoción brotando como manantial. Agradeciendo silenciosamente al Sagrado Corazón, su santo patrón, que nunca abandona a sus hijos en el camino.
Se volvió hacia su esposa, con los ojos nublados y una sonrisa entre lágrimas.
—Hija… toma tus dos soles de hace rato.
El alba teñía de gris el cielo de Huaraz cuando don Juvenal llegó al hospital Víctor Ramos Guardia. En sus manos, envuelto en un pañolón deshilachado, llevaba el desayuno para su esposa. Hacía más de una semana que ella dormía en el piso, sin más cobijo que su manta, su pollera y la fe a su santo patrón, acompañando a su hijita de apenas un año, internada con neumonía atípica.
—Posiblemente es gripe A(H1N1) —le habían dicho los doctores, pero él no entendía de nombres enredados. Solo sabía que su wawa no podía respirar bien.
Todo había empezado en Pachapaqui. Su esposa, preocupada por la fiebre que la niña tenía, la llevó a la posta. El enfermero, sin mirarla mucho, le alcanzó un frasco de ibuprofeno diciendo:
—Es infección pues. Seguro no le cambias bien los pañales.
Ella, avergonzada, recordando que era muy cuidadosa con eso, se mordió los labios y regresó a su casa. Pero ya casi de noche, la pequeña volvió a calentarse como brasa y a respirar con esfuerzo. “Fiebre y respiración rápida, acuda de inmediato al centro de salud más cercano”, recordó de los anuncios en la radio. Aunque con miedo y vergüenza, corrió de nuevo al centro de salud.
Esta vez la atendió una enfermera.
—Es neumonía. Hay que trasladarla a Chiquián —dijo.
La madre quiso quejarse, contar que ya la había traído antes, que el enfermero no le prestó mucha atención y ni examino bien a su hijita. Pero la señorita solo le dijo con prisa:
—Alístate. Te vas en la ambulancia.
—Mamita, ¿y mis ushas? ¿Y mi Donato? Mi esposo está en la quebrada, ha ido a rajar leña para don Vidal... No tengo plata. ¿Nos ayudarán?
—Pagarás la ambulancia —le respondió la enfermera—. Ya venderás ovejas... o ¿quieres que tu hija se muera?
La desesperación apretó el pecho de la mujer. Fue corriendo a su casa, de pasada suplicando prestó cien soles de doña Wacu y partió a Chiquián. Casi sin darse cuenta, ya casi a media noche, terminó firmando papeles en el hospital Victor Ramos de Huaraz.
El hambre llegó rápido. No tenía cómo salir a comprar. La leche que traian era solo para la wawa. Las horas restantes de la noche la pasó en el suelo, con el estómago vacío. Al día siguiente, suplicó a una enfermera que le comprara un poco de quinua.
—Estoy de salida —respondió con indiferencia.
Y así sucedió con todas las que suplicaba.
Ya al finalizar el día, bebió las sobras de la leche que trajeron para su niña. Pasó la noche en el suelo, acurrucada junto a la cama, despertando a cada rato por las rondas de los médicos.
Al tercer día llegó don Juvenal. Había vendido algunas ovejas, juntado un poco de plata, y dejado a su hijo Donato de doce años con su mamá.
—Taitita, nuestras ushas… —dijo apenada la esposa.
Juvenal la abrazó.
—Sagradito nos va a devolver, ya verás. De los pobres no se olvida. Que se cure nuestra wawita nomás.
Ese día, al fin, ella comió.
Los días se alargaron como las sombras en las punas. Juvenal, al ver que el dinero no alcanzaría, dejó el hospedaje y empezó a dormir en la sala de espera del hospital. Su esposa, en el suelo junto a la niña.
Ya la semana, el doctor se le acercó.
—Ya báñate, pues. Pero bueno, ya alístate. Mañana tu hija se saldrá de alta.
Cuando Juvenal llegó como cada día a las seis de la mañana, ella le dio la hoja con la cuenta del hospital. Él sacó cuentas; al final, solo les quedarían dos soles.
—No importa, hija. Pagaré todo. Nos vamos como sea. Allá en la casita tenemos aunque sea papita.
Y así salieron del hospital para tomar una combi al paradero. Iban caminando cuando una anciana, que también acababa de recibir el alta, le dijo:
—Papay, dame dos solcitos, pues. Tengo que ir hasta Monterrey, me duele mi pie y no tengo nada de plata.
Juvenal miró a su esposa, delgada y demacrada; esforzándose por cargar a la niña, mientras él llevaba las bolsas.
—Hija, vamos a caminar nomás —susurró, y puso las monedas en la arrugada mano de la abuela.
Bajaban por la calle, cansados y hambrientos, la niña llorando por golosinas que no podían proveerle. Entonces, sin querer, Juvenal pateó un pequeño montículo en la basura. Una bolsa negra rodó lejos de sus pies. La recogió por curiosidad.
La abrió.
Dentro, había fajos de billetes.
Lo primero que hizo fue mirar si alguien buscaba algo. Nadie observaba, nadie reclamaba.
Sintió un nudo en la garganta, la emoción brotando como manantial. Agradeciendo silenciosamente al Sagrado Corazón, su santo patrón, que nunca abandona a sus hijos en el camino.
Se volvió hacia su esposa, con los ojos nublados y una sonrisa entre lágrimas.
—Hija… toma tus dos soles de hace rato.