jaime huayta
LA MIRADA DEL ZORRO
Ya cerca del anochecer en los cerros de quenuaraqra, mientras el viento helado silbaba entre los ichus, Demetrio acomodaba unos palos de quinual junto a unas piedras, para luego cubrirlas con paja, con la intención de pernoctar en ese lugar. Había pasado el día buscando a sus caballos perdidos, sin éxito. El frio le calaba los huesos.
De pronto, un aullido desgarró el silencio y unos pasos se oyeron cerca del camino. Demetrio se puso de pie, alerta, y tomó su honda. Miró alrededor, pero solo el resplandor de la luna iluminaba el paisaje.
— ¿Quién anda ahí? —gritó, su voz firme, aunque medio temblorosa.
Un movimiento entre las sombras lo hizo girarse de golpe. Un zorro, con un pelaje tan oscuro que parecía hecho de la misma noche, lo observaba desde una roca cercana.
—No quiero problemas, zorro —dijo Demetrio, como si el animal pudiera entenderlo.
El zorro inclinó la cabeza, paró aún más las orejas, y sus ojos brillaron como brasas. Demetrio se sintió extraño, nervioso, como si el animal tuviera dominio sobre él.
—Devuélveme mis caballos, tú sabes dónde están —se atrevió a decir, medio en serio, medio en broma.
El zorro no se movió, pero soltó un leve gruñido y luego despareció entre los arbustos. Demetrio se quedó inmóvil, con el corazón latiéndole fuerte y sin poder articular más palabras.
Ya a la mañana siguiente, cuando el sol apenas despuntaba, escuchó relinchos cercanos. Corrió hacia el sonido y vio a sus caballos pastando tranquilos en la pampa.
—¡Mis caballos! —exclamó, aliviado y emocionado.
Al volverse para mirar alrededor, vio al zorro en medio de dos árboles de quinual bien altos. Lo observaba, inmóvil, luego se alejó hacía la ladera y desapareció entra los ichus.
Demetrio murmuró para sí:
—Gracias, amigo. Aunque muchas veces te quise capturar...
Desde ese día, demetrio nunca volvió a mirar a un zorro como un simple animal. Decía, entre risas nerviosas, que aquel encuentro le enseñó que en la puna, los espíritus del cerro se manifiestan de distintas formas.
Jaime Huayta
De pronto, un aullido desgarró el silencio y unos pasos se oyeron cerca del camino. Demetrio se puso de pie, alerta, y tomó su honda. Miró alrededor, pero solo el resplandor de la luna iluminaba el paisaje.
— ¿Quién anda ahí? —gritó, su voz firme, aunque medio temblorosa.
Un movimiento entre las sombras lo hizo girarse de golpe. Un zorro, con un pelaje tan oscuro que parecía hecho de la misma noche, lo observaba desde una roca cercana.
—No quiero problemas, zorro —dijo Demetrio, como si el animal pudiera entenderlo.
El zorro inclinó la cabeza, paró aún más las orejas, y sus ojos brillaron como brasas. Demetrio se sintió extraño, nervioso, como si el animal tuviera dominio sobre él.
—Devuélveme mis caballos, tú sabes dónde están —se atrevió a decir, medio en serio, medio en broma.
El zorro no se movió, pero soltó un leve gruñido y luego despareció entre los arbustos. Demetrio se quedó inmóvil, con el corazón latiéndole fuerte y sin poder articular más palabras.
Ya a la mañana siguiente, cuando el sol apenas despuntaba, escuchó relinchos cercanos. Corrió hacia el sonido y vio a sus caballos pastando tranquilos en la pampa.
—¡Mis caballos! —exclamó, aliviado y emocionado.
Al volverse para mirar alrededor, vio al zorro en medio de dos árboles de quinual bien altos. Lo observaba, inmóvil, luego se alejó hacía la ladera y desapareció entra los ichus.
Demetrio murmuró para sí:
—Gracias, amigo. Aunque muchas veces te quise capturar...
Desde ese día, demetrio nunca volvió a mirar a un zorro como un simple animal. Decía, entre risas nerviosas, que aquel encuentro le enseñó que en la puna, los espíritus del cerro se manifiestan de distintas formas.
Jaime Huayta