julio noriega bernuy
LA RADIO QUE SABÍA NUESTROS NOMBRES

Jacinto, el hombre a quien tomé por marido, se ganaba la vida de arriero. En el lomo angosto de sus bestias nunca faltaba espacio para cargar con la pobreza y las ilusiones de nuestro pueblo. Llevaba encomiendas que, de ida, curaban el mal de antojos serranos y de vuelta, aliviaban la fiebre de novedades de Lima. Fue justamente el camino de Chacas a Marcará, el mismo que tantas veces había recorrido Jacinto, el que unió nuestras vidas. Aquel día, de madrugada, yo ya había salido hacia Marcará, resuelta a llegar como fuera hasta Lima, allá donde la gente dormía, según decían flotando sobre espumas y donde había pájaros grandes, más que el mismísimo cóndor, que tragaban gente en la tierra y rugían más fuerte que la tormenta en el aire. Jacinto me dio alcance a medio camino cuando yo ya no podía dar un paso más. “Te hablo por encargo de tus ancianos padres, niña. No los dejes llorando. Llanto de viejos es maldición que hace sufrir. De hambre o de pena, te dejarás agarrar por el mal de la ciudad. Tosiendo seco, reventarán tus pulmones, como bomba de sangre. Anda, vuelve, súbete a mi caballo, niña. Si tienes ansias de Lima, yo te la traeré a tus pies”, me dijo. Después de haber escapado andando y de no haber llegado a mi destino, volver a caballo era peor que morirse en la ciudad. Sentía una mezcla de vergüenza, rabia, pero también de respeto y admiración por aquel hombre que tan fácilmente había sabido convencerme para volver y quedarme con él. Desde entonces, en las tardes yo salía al camino esperando verlo regresar, adivinándole en cada movimiento que vislumbraba a lo lejos, entre los árboles y las rocas. Había días en que los ojos me dolían de tanto mirar sin descanso y, cuando no aparecía, me envolvía un vacío tan intenso que ni todas las maravillas de Lima juntas me habrían servido de consuelo. Pero cuando, por fin, después de largos días de ausencia, llegaba a casa todo maltrecho y oliendo a ciudad, buscando refugiarse en el calor de mi pecho, la noche se convertía en una fiesta que tenía la alegría de las estrellas al amparo de la luna. Sin embargo, la madrugada llegaba siempre demasiado pronto, pues cuando recién nos habíamos trabado en alma y cuerpo, Jacinto se deslizaba del firmamento de mis sueños para volver otra vez a los caminos.
Un domingo, en la feria de Marcará, lo que no habían conseguido ni el frío ni la lluvia, ni el miedo a las fuerzas misteriosas de la noche, ni mi tristeza en cada ausencia, lo logró una radio transistor por la que no dudó a dar a cambio el mejor de sus caballos. Trajo el aparato entre sus brazos con tanto cuidado y mimo que más que una radio parecía un recién nacido, y con ruegos y alguna limosna consiguió que el cura de Chacas la bendijera. Como si hubiera sido suficiente para librarla de cualquier maleficio le colocó una cinta contra el mal de ojo, y luego la colgó en la ventana más grande de la casa, la única que daba al patio.
De la noche a la mañana la radio arrasó conmigo. Mi marido se olvidó de los viajes y parecía que todos los caminos empezaban y acababan en la radio, se levantaba y se acostaba con ella entre sus brazos, apenas hablaba y cuando le recriminaba el abandono en que me tenía, mirándome como si volviera de otro mundo, me decía con un asombro infinito que había logrado lo imposible, juntar en sus manos Chacas y Marcarás, Limas y Europas, el mundo entero con sus gentes y sus vidas.
La radio no sólo alteró mi vida, sino también la vida de todo el pueblo, que por primera vez iba a poder escucharla. El patio de la casa se transformó de un momento a otro, ya no era el lugar de carga y descarga de las alforjas y costales del arriero, sino un paradero de curiosos que se arremolinaban mañana y tarde, empujándose y atropellándose para colocarse lo más cerca posible de la ventana, metiéndose hasta en la cocina. A mí no me hacían caso para nada, Jacinto era el único que podía controlarlos, con mano de arriero experto los había domado como a su propia recua. En cuanto abría la ventana, todos se sentaban en el suelo, dispuestos a emprender un viaje imaginario, en silencio y con la boca abierta, seguían la voz entrecortada que daba las últimas noticias del mundo. Nadie quería perderse ni una palabra de aquel aparato que hablaba, veía y oía tantas cosas de todo el mundo y de tan lejos. Cuando el programa acababa, Jacinto apagaba la radio muy despacio, y orgulloso, ante tantas miradas todavía perdidas, dispersaba a su público anunciándole el horario de las próximas funciones: “mañana en la mañana habla Lima y en la tarde, Europa”.
Cada día yo me sentía más sola, en medio de aquella avalancha humana que me sitiaba como plaga de langostas. Odiaba la radio más que si hubiera sido una mujer, porque me había quitado el marido, la tranquilidad y hasta la casa. Cuando ya daba todo por perdido y había decidido irme del pueblo, ocurrió lo del sagrario. Desapareció de la Iglesia el sagrario de plata maciza del altar mayor.
Durante el tiempo que duró el robo, Jacinto se encerró entre cuatro paredes, desvelado día y noche, ideando cómo recuperar el sagrario. Sólo salía para la transmisión de las noticias, después volvía a su encierro y yo oía cómo interrogaba a la radio amenazándola con tirarla al río si no le revelaba quiénes eran los ladrones, luego más calmado solía pedirle disculpas. Un día después de la sesión de noticias de la tarde, antes de despedirse de los congregados en el patio, dio una advertencia que había meditado largas horas: “mañana al amanecer habla Chacas, canta nombres y descubre robos. Devuelvan lo ajeno, antes de que la radio cuente en público la pura verdad”.
Al día siguiente la noticia corría como un relámpago por todo el pueblo. Jacinto se enteró cuando aún no se veían las primeras luces del alba: “Isabelina, devolvieron el sagrario, pero se llevaron la radio. Para callarla la habrán enterrado muy lejos de los caminos”, me dijo.
Julio Noriega Bernuy
Un domingo, en la feria de Marcará, lo que no habían conseguido ni el frío ni la lluvia, ni el miedo a las fuerzas misteriosas de la noche, ni mi tristeza en cada ausencia, lo logró una radio transistor por la que no dudó a dar a cambio el mejor de sus caballos. Trajo el aparato entre sus brazos con tanto cuidado y mimo que más que una radio parecía un recién nacido, y con ruegos y alguna limosna consiguió que el cura de Chacas la bendijera. Como si hubiera sido suficiente para librarla de cualquier maleficio le colocó una cinta contra el mal de ojo, y luego la colgó en la ventana más grande de la casa, la única que daba al patio.
De la noche a la mañana la radio arrasó conmigo. Mi marido se olvidó de los viajes y parecía que todos los caminos empezaban y acababan en la radio, se levantaba y se acostaba con ella entre sus brazos, apenas hablaba y cuando le recriminaba el abandono en que me tenía, mirándome como si volviera de otro mundo, me decía con un asombro infinito que había logrado lo imposible, juntar en sus manos Chacas y Marcarás, Limas y Europas, el mundo entero con sus gentes y sus vidas.
La radio no sólo alteró mi vida, sino también la vida de todo el pueblo, que por primera vez iba a poder escucharla. El patio de la casa se transformó de un momento a otro, ya no era el lugar de carga y descarga de las alforjas y costales del arriero, sino un paradero de curiosos que se arremolinaban mañana y tarde, empujándose y atropellándose para colocarse lo más cerca posible de la ventana, metiéndose hasta en la cocina. A mí no me hacían caso para nada, Jacinto era el único que podía controlarlos, con mano de arriero experto los había domado como a su propia recua. En cuanto abría la ventana, todos se sentaban en el suelo, dispuestos a emprender un viaje imaginario, en silencio y con la boca abierta, seguían la voz entrecortada que daba las últimas noticias del mundo. Nadie quería perderse ni una palabra de aquel aparato que hablaba, veía y oía tantas cosas de todo el mundo y de tan lejos. Cuando el programa acababa, Jacinto apagaba la radio muy despacio, y orgulloso, ante tantas miradas todavía perdidas, dispersaba a su público anunciándole el horario de las próximas funciones: “mañana en la mañana habla Lima y en la tarde, Europa”.
Cada día yo me sentía más sola, en medio de aquella avalancha humana que me sitiaba como plaga de langostas. Odiaba la radio más que si hubiera sido una mujer, porque me había quitado el marido, la tranquilidad y hasta la casa. Cuando ya daba todo por perdido y había decidido irme del pueblo, ocurrió lo del sagrario. Desapareció de la Iglesia el sagrario de plata maciza del altar mayor.
Durante el tiempo que duró el robo, Jacinto se encerró entre cuatro paredes, desvelado día y noche, ideando cómo recuperar el sagrario. Sólo salía para la transmisión de las noticias, después volvía a su encierro y yo oía cómo interrogaba a la radio amenazándola con tirarla al río si no le revelaba quiénes eran los ladrones, luego más calmado solía pedirle disculpas. Un día después de la sesión de noticias de la tarde, antes de despedirse de los congregados en el patio, dio una advertencia que había meditado largas horas: “mañana al amanecer habla Chacas, canta nombres y descubre robos. Devuelvan lo ajeno, antes de que la radio cuente en público la pura verdad”.
Al día siguiente la noticia corría como un relámpago por todo el pueblo. Jacinto se enteró cuando aún no se veían las primeras luces del alba: “Isabelina, devolvieron el sagrario, pero se llevaron la radio. Para callarla la habrán enterrado muy lejos de los caminos”, me dijo.
Julio Noriega Bernuy