hugo vílchez romero
LOS AMIGOS, LA ESCUELA y EL RUNRÚN

Lunes. Mientras la luz del sol tiñe de color dorado la cumbre y la vertiente de los cerros, la madre, presurosa, prepara el desayuno. Durante ese tiempo se ocupa del aseo de los hijos. A su vez, el padre, raudo, guarda los útiles escolares dentro del rasgado cartapacio. Este apremio y ajetreo aumenta cuando la familia es numerosa, más de 2 o 3 inquietos párvulos. El primer hijo aseado, el hermano mayor, aunque la regla no se cumple al pie de la letra, era el responsable de ir a comprar la hogaza para el desayuno.
El escolar, puntual y acicalado, marcha rumbo a la escuela por calle empedrada y angosta. En su caminar acelerado, se cruza con estudiantes de otras escuelas, del colegio y con distintas personalidades del pueblo saludando a estos últimos con mucho aprecio. Luego de atravesar el chirriante e inmenso zaguán del plantel, con intenso júbilo, se aglomera con los compañeros en el patio del plantel.
El Director, dobla el sonoro silbato con el propósito de alinear a los escolares en el centro del patio, apoyado por los brigadieres y bajo la atenta mirada del maestro/a. Docente que enseñará las lecciones, durante los cinco años, de transición al quinto año de primaria. Los becarios de cada aula se alinean según el tamaño, listos para entonar con brío y en coro el Himno Nacional. Luego, al ritmo de la primera voz efectuado por un alumno, voz semejante al trino de un jilguero, entonan canciones alusivas a la escuela,
Acto seguido, los estudiantes desfilan en orden a su respectiva aula. Empiezan los de transición finaliza el quinto año de primaria. Al llegar a la entrada del salón, el docente ya los espera con el fin de revisar a cada alumno su cuidado personal. Ataviado con ropa limpia, los zapatitos lustrados, peinado de modo correcto y el pañuelo camuflado en el bolsillo del pantalón de percal. Solo así, el mentor inicia las lecciones de una nueva semana de clases. Cada maestro propala el conocimiento a los alumnos según el año que le corresponde. El docente de transición, enseña el abecedario, siguiendo las reglas del libro coquito.
Transcurre el tiempo sin prisa pero sin pausa y los alumnos esperan impacientes la hora del recreo. En ese trance, de repente, repica el ruidoso silbato, llegó el momento de divertirse. Prestos y con ingente júbilo, salen al patio central. Con pasitos contenidos andan de un lugar a otro. Corren tras la pelota de futbol. Uno u otro escolar, solitario y ensimismado, transita por los rededores del patio buscando un lugar donde sentarse con el fin de encontrar una respuesta del problema de los mayores que él no entiende. El patio está a disposición de todos y todos los espacios es un lugar para solazarse. Los que cursan el cuarto y quinto año de primaria ocupan los mejores espacios causando un alboroto infantil, se divierten de mil maneras. Algunos tratan de relacionarse con los amiguitos de otras secciones o el suyo. Se reúnen en grupos y cuentan a su manera su propia historia. En estas circunstancias, Jaime, alumno del quinto año, entusiasta y con voz blanca, anuncia:
—¡Amigos míos, hoy, empieza la temporada del runrún!
Los alumnos, al oír esta noticia, de inmediato giraron su minúscula cabeza. Con ojos inquietos, curiosos y vivases, unos cavilando y otros al unísono, contestan a viva voz:
—¿Runrún?
—¡Si-i-i-!, empieza la temporada de jugar el runrún.
Mientras los demás becarios rodeaban a Jaime, Marcelino, pilluelo además solidario, que cursaba el cuarto año, al escuchar la novedad, se aproximó con ligereza. Un tanto desalineado y jadeando de tanto correr por el patio de piso apelmazado, se plantó frente al pregonero de este retozo infantil. Pensando en los alumnos menores que él, inexpertos en este juego del runrún. Exigió una explicación:
—¿Y cómo hacemos para jugar al runrún?
Los escolares de transición, se miran uno al otro con el propósito de obtener una respuesta, con prontitud. De pronto, Fidel, alumno del quinto año, nervioso, da un paso adelante, con una mano embutido en el bolsillo y la otra agitando. Sobrecogido, comentó:
—¡Ah!, eso es fácil, armar el runrún, es fácil.
Niños fisgones, de a poco se arriman al grupo deseosos de escuchar de cómo se podía armar el runrún. Uno de ellos, Alfredo, también alumno del cuarto año, el más inquieto y revoltoso, involucrándose en el asunto, exigía que explique los pormenores de este divertido juego. Con vocecita chillona, preguntó poco más o menos cuestionando:

—¿Acaso no quieres enseñar a los amiguitos como preparar el runrún?
De súbito, los demás niños que merodeaban cerca del grupo, curiosos se apiñaron con el objetivo de saber los sucesos de aquella reunión. Ahí, ya se hallaban los alumnos del cuarto año: Elmer, el alumno más alto, parado detrás de los niños que abordaban a Jaime, el único que utilizaba lentes con una montura gruesa de carey color marrón claro. Entre sus largas y delgaditas manos, traía un instrumento de música, su juguete preferido, el saxo. Desde los primeros años él ya revelaba su gusto por la música. Rogelio, un tanto gruesito, de carácter y sonrisa espontanea, tenía el cuaderno de dibujo sobre su pecho aferrado con la mano derecha, el lápiz lo lleva en la mano izquierda y otro sobre la oreja del mismo lado. Era el mejor en el arte del dibujo. No había quien igualara su destreza de precoz dibujante. David, disciplinado y aplicado, andaba con el singular maletín de color rojo —era de plástico muy resistente— donde guardaba los útiles escolares, se parecía a un tocadiscos. Esta vez, en pleno recreo, lo sostenía en sus cortas manos a la altura del escuálido muslo. Cuando por un olvido lo dejaba en el aula, Marcelino y Alfredo, alumnos zamarros y pillos, en un santiamén agarraban aquel maletín para colocarlo sobre la carpeta con el propósito de utilizarlo como si fuera una batería de un conjunto musical. Con los minúsculos dedos, manifestando completa hilaridad, lo tamborileaban y coreaban canciones de sus repertorios, el maletín tronaba en el aula. Hugo, niño un tanto gordito que cuando sonreía no se le veía los ojos, en posición de descanso, con las pernas mofletudas relativamente separadas, oía la disertación sobre el runrún. Con la pelota de jebe bajo su brazo derecho en cada recreo, llama y anima a los camaradas para jugar al futbol, su pasión. Presentes también, los alumnos aplicados, perseverantes y estudiosos como Pepe y Pablo sobresaliendo en el curso de matemáticas. Parados ahí, observando sin tomar interés, parecían meditar en los asuntos de los números. Jorge pensando más en leer algún libro de historia o quizás de lenguaje que jugar al runrún. Por otro lado los alumnos Fidel, Benito, Fidel, Marco, Carlos y Jaime eran los más representativos del quinto año. Algunos de ellos, expertos en el arte de jugar al runrún.
Jaime, alumno de rostro trapezoidal, nariz prominente, mirada serena, de cabello lacio que cubría mitad de su lozana frente, el mismo que había anunciado el arribo del juego del runrún, se ubicó al centro del ruedo. Los becarios, en especial, los de transición y del primer año, curiosos, esperaban con ansias de saber cómo se armaba el runrún, agitados... cavilaban:
—“¿qué nos dirá? O ¿qué ira a hacer?” —les parecía que el tiempo se había detenido.
Jaime, ataviado con el pantalón de color azul marino, planchado a la perfección con la plancha de carbón, donde se notaba con nitidez la raya extendida, sosegado y con inaudita lentitud, introduce la amoratada y liliputiense mano izquierda en el bolsillo de aquel, en seguida, lo extrae, pero esta vez, cerrado por completo. Extiende el brazo y en un santiamén lo cubre con la palma de la otra mano. Los alumnos de los primeros años de estudio, apiñados y codo a codo, se preguntan —“¿qué será lo que trae?” —Poco a poco, Jaime, estira los diminutos dedos para quedar unido ambas palmas. —¡Muestra de una vez, lo que traes en tu mano!, —prorrumpe un escolar con voz escandalosa— La pieza extraída de la faltriquera del pantalón de percal, seguía en total misterio. Y la paciente espera llegaba a su límite.
Ya hemos dicho que los más interesados son los estudiantes de los primeros años, éstos, se hallan ávidos e impacientes, de saber qué es lo que se escondía entre esas menudas palmas. En esa situación, Jaime, de repente y en un santiamén, levanta una mano para quedar descubierta la otra. Sobre esa palma yacía un ejemplar de un runrún que era un botón vaporoso color dorado, al parecer, arrancado del abrigo de la madre o de algún familiar, por cuyos dos agujeros pasaba el hilo de color amarillo que oscilaba debajo de su menuda mano. A la vista de los apilados alumnos, aquel runrún que centellaba bajo los rayos del sol, se quedaron absortos de ver tal prototipo. Un estudiante del primer año, emocionado, chillo:
—¡Yo, quiero tener uno igual!
A los alumnos de transición al tercero, solo se les permitía jugar el runrún conforme al modelo presentado por Jaime, hecho de botones. Caso contrario pasaba con los alumnos del cuarto y quinto año. La osadía los llevaba a hurgar el botiquín familiar para conseguir un pote de un mentolatum o vaselina, remover los cajones donde se guardaba el betún, mejor si acertaban con el más diminuto, suerte si estaba vacío. Elaborar el runrún con estos recipientes se tornaba embarazoso. Primero, buscar un lugar adecuado para restregar con constancia y desdoblar con ímpetu el enano brazo, sobre una piedra plana, en una vereda o pared de cemento. De tanto friccionar la lata se lastiman los menudos dedos y la palma de la mano. Minutos después, logran por fin obtener el tan ansiado runrún filudo. Luego afanarse con sumo cuidado, para abrir el par de agujeros, con exactitud milimétrica, por donde pasará el hilo. De este modo quedaba listo para la competición con el adversario que se atrevía a retarlo.
Por otro lado, el anhelado runrún, también se podía obtener de las chapas. Su elaboración era un tanto más fácil. Con un martillo, si no lo encontraba, con una piedra redonda, de esos que se utiliza para moler sobre el mortero. La chapita descansa sobre un piso liso para ser golpeado con enorme esmero y constancia hasta lograr alcanzar la circunferencia perfecta. Luego, frotando con prolijidad sobre una piedra hasta sacar el filo deseado y hacer sus respectivos agujeros.
Los pequeños jugadores de este febril e impredecible juego, en los recesos de clases, de un lado a otro, andan por el patio o el pabellón, Sebastián Salazar Bondi, con el runrún sostenido entre el dedo pulgar, índice y medio que al momento de estirar constantemente el hilo, gira a la velocidad de un rayo. Los audaces competidores, generalmente los alumnos del quinto año, desafilan y retan cantando a viva voz: “no hay gallina para mi gallo” “no hay gallina para mi gallo” entre los alumnos retadores, estaba Jaime y Fidel.
No había alumno que se atrevía a jugar con ellos. Entonces ocurrió algo que nadie esperaba. Al no haber adversarios, se retaron ambos, Fidel alumno enjuto, de rostro ovalado, nariz larga, el más alto de su aula se disponía a competir con Jaime, De pronto fueron rodeados por la multitud de alumnos para contemplar expectantes aquel encuentro De los espectadores, los ojos danzaban al compás del runrún y los lances que oscilaba a través de las manos diestras de ambos contendores. Jaime, bajo de estatura, ejecutaba ágiles lances de abajo arriba y Fidel, experto y con experiencia en estos encuentros de runrún, elaboraba movimientos de arriba abajo. Era la estrategia y la técnica de cada uno de ellos. La razón de ello, era debido a la diferencia del tamaño que había entre los dos contendores.
Ambos retadores zarandean el runrún al ritmo de las manos. Concentrados, esperan el momento apropiado para romper el hilo del adversario. Ya habían realizado varios lances que por milímetros no podían acertar. De esta manera, la expectativa era aún mayor. De repente, Jaime, posesionado con un pie atrás y el otro adelante, el pequeño cuerpo inclinado, efectúa un lance eficaz y certero de abajo hacia arriba que logra por fin cortar el hilo del runrún de Fidel. En milésimas de segundos, el atrevido runrún salió disparado surcando los aires como si hubiera sido impulsado por el propulsor de un cohete, haciendo una línea parabólica en el espacio. Mientras el runrún regresaba de su vuelo vertiginoso, Fidel giraba la cabeza de izquierda a derecha buscando el susodicho runrún. En ese instante de apremiante búsqueda, el juguete, pasa veloz, con una sorprendente precisión, por el lóbulo de la nariz larga y aguileña de Fidel. Y en un santiamén, brota la sangre que los becarios se quedaron atónitos, tapándose la boca con las manos y con ojitos sobresaltados de sobrecogimiento…
—¡Mi nariz, mi nariz!
Chillaba Fidel, pensando que se lo habían mutilado, palpó con desgarradora desesperación la parte sobresaliente del rostro delgado y pálido del susto. De inmediato, fue atendido con las medicinas que había en el botiquín de la escuela, para luego ser trasladado a la posta médica. Al día siguiente era la atención de curiosas miradas de los escolares. Dolientes, advertían los esparadrapos blancos cubriendo casi toda la nariz larga, cuya herida, felizmente, no había sido nada de consideración. Como consecuencia de este incidente y accidental juego. La dirección prohibió a los alumnos jugar al runrún, si no era de botones, sin tomar en cuenta de los tamaños y los colores.
Hugo Vílchez Romero
El Pichuychanca.
[email protected]
Chiquian, Tranca*, 8 de diciembre 2016
*Tranca, lugar donde de ubicaba mi escuela, don Josué.
De súbito, los demás niños que merodeaban cerca del grupo, curiosos se apiñaron con el objetivo de saber los sucesos de aquella reunión. Ahí, ya se hallaban los alumnos del cuarto año: Elmer, el alumno más alto, parado detrás de los niños que abordaban a Jaime, el único que utilizaba lentes con una montura gruesa de carey color marrón claro. Entre sus largas y delgaditas manos, traía un instrumento de música, su juguete preferido, el saxo. Desde los primeros años él ya revelaba su gusto por la música. Rogelio, un tanto gruesito, de carácter y sonrisa espontanea, tenía el cuaderno de dibujo sobre su pecho aferrado con la mano derecha, el lápiz lo lleva en la mano izquierda y otro sobre la oreja del mismo lado. Era el mejor en el arte del dibujo. No había quien igualara su destreza de precoz dibujante. David, disciplinado y aplicado, andaba con el singular maletín de color rojo —era de plástico muy resistente— donde guardaba los útiles escolares, se parecía a un tocadiscos. Esta vez, en pleno recreo, lo sostenía en sus cortas manos a la altura del escuálido muslo. Cuando por un olvido lo dejaba en el aula, Marcelino y Alfredo, alumnos zamarros y pillos, en un santiamén agarraban aquel maletín para colocarlo sobre la carpeta con el propósito de utilizarlo como si fuera una batería de un conjunto musical. Con los minúsculos dedos, manifestando completa hilaridad, lo tamborileaban y coreaban canciones de sus repertorios, el maletín tronaba en el aula. Hugo, niño un tanto gordito que cuando sonreía no se le veía los ojos, en posición de descanso, con las pernas mofletudas relativamente separadas, oía la disertación sobre el runrún. Con la pelota de jebe bajo su brazo derecho en cada recreo, llama y anima a los camaradas para jugar al futbol, su pasión. Presentes también, los alumnos aplicados, perseverantes y estudiosos como Pepe y Pablo sobresaliendo en el curso de matemáticas. Parados ahí, observando sin tomar interés, parecían meditar en los asuntos de los números. Jorge pensando más en leer algún libro de historia o quizás de lenguaje que jugar al runrún. Por otro lado los alumnos Fidel, Benito, Fidel, Marco, Carlos y Jaime eran los más representativos del quinto año. Algunos de ellos, expertos en el arte de jugar al runrún.
Jaime, alumno de rostro trapezoidal, nariz prominente, mirada serena, de cabello lacio que cubría mitad de su lozana frente, el mismo que había anunciado el arribo del juego del runrún, se ubicó al centro del ruedo. Los becarios, en especial, los de transición y del primer año, curiosos, esperaban con ansias de saber cómo se armaba el runrún, agitados... cavilaban:
—“¿qué nos dirá? O ¿qué ira a hacer?” —les parecía que el tiempo se había detenido.
Jaime, ataviado con el pantalón de color azul marino, planchado a la perfección con la plancha de carbón, donde se notaba con nitidez la raya extendida, sosegado y con inaudita lentitud, introduce la amoratada y liliputiense mano izquierda en el bolsillo de aquel, en seguida, lo extrae, pero esta vez, cerrado por completo. Extiende el brazo y en un santiamén lo cubre con la palma de la otra mano. Los alumnos de los primeros años de estudio, apiñados y codo a codo, se preguntan —“¿qué será lo que trae?” —Poco a poco, Jaime, estira los diminutos dedos para quedar unido ambas palmas. —¡Muestra de una vez, lo que traes en tu mano!, —prorrumpe un escolar con voz escandalosa— La pieza extraída de la faltriquera del pantalón de percal, seguía en total misterio. Y la paciente espera llegaba a su límite.
Ya hemos dicho que los más interesados son los estudiantes de los primeros años, éstos, se hallan ávidos e impacientes, de saber qué es lo que se escondía entre esas menudas palmas. En esa situación, Jaime, de repente y en un santiamén, levanta una mano para quedar descubierta la otra. Sobre esa palma yacía un ejemplar de un runrún que era un botón vaporoso color dorado, al parecer, arrancado del abrigo de la madre o de algún familiar, por cuyos dos agujeros pasaba el hilo de color amarillo que oscilaba debajo de su menuda mano. A la vista de los apilados alumnos, aquel runrún que centellaba bajo los rayos del sol, se quedaron absortos de ver tal prototipo. Un estudiante del primer año, emocionado, chillo:
—¡Yo, quiero tener uno igual!
A los alumnos de transición al tercero, solo se les permitía jugar el runrún conforme al modelo presentado por Jaime, hecho de botones. Caso contrario pasaba con los alumnos del cuarto y quinto año. La osadía los llevaba a hurgar el botiquín familiar para conseguir un pote de un mentolatum o vaselina, remover los cajones donde se guardaba el betún, mejor si acertaban con el más diminuto, suerte si estaba vacío. Elaborar el runrún con estos recipientes se tornaba embarazoso. Primero, buscar un lugar adecuado para restregar con constancia y desdoblar con ímpetu el enano brazo, sobre una piedra plana, en una vereda o pared de cemento. De tanto friccionar la lata se lastiman los menudos dedos y la palma de la mano. Minutos después, logran por fin obtener el tan ansiado runrún filudo. Luego afanarse con sumo cuidado, para abrir el par de agujeros, con exactitud milimétrica, por donde pasará el hilo. De este modo quedaba listo para la competición con el adversario que se atrevía a retarlo.
Por otro lado, el anhelado runrún, también se podía obtener de las chapas. Su elaboración era un tanto más fácil. Con un martillo, si no lo encontraba, con una piedra redonda, de esos que se utiliza para moler sobre el mortero. La chapita descansa sobre un piso liso para ser golpeado con enorme esmero y constancia hasta lograr alcanzar la circunferencia perfecta. Luego, frotando con prolijidad sobre una piedra hasta sacar el filo deseado y hacer sus respectivos agujeros.
Los pequeños jugadores de este febril e impredecible juego, en los recesos de clases, de un lado a otro, andan por el patio o el pabellón, Sebastián Salazar Bondi, con el runrún sostenido entre el dedo pulgar, índice y medio que al momento de estirar constantemente el hilo, gira a la velocidad de un rayo. Los audaces competidores, generalmente los alumnos del quinto año, desafilan y retan cantando a viva voz: “no hay gallina para mi gallo” “no hay gallina para mi gallo” entre los alumnos retadores, estaba Jaime y Fidel.
No había alumno que se atrevía a jugar con ellos. Entonces ocurrió algo que nadie esperaba. Al no haber adversarios, se retaron ambos, Fidel alumno enjuto, de rostro ovalado, nariz larga, el más alto de su aula se disponía a competir con Jaime, De pronto fueron rodeados por la multitud de alumnos para contemplar expectantes aquel encuentro De los espectadores, los ojos danzaban al compás del runrún y los lances que oscilaba a través de las manos diestras de ambos contendores. Jaime, bajo de estatura, ejecutaba ágiles lances de abajo arriba y Fidel, experto y con experiencia en estos encuentros de runrún, elaboraba movimientos de arriba abajo. Era la estrategia y la técnica de cada uno de ellos. La razón de ello, era debido a la diferencia del tamaño que había entre los dos contendores.
Ambos retadores zarandean el runrún al ritmo de las manos. Concentrados, esperan el momento apropiado para romper el hilo del adversario. Ya habían realizado varios lances que por milímetros no podían acertar. De esta manera, la expectativa era aún mayor. De repente, Jaime, posesionado con un pie atrás y el otro adelante, el pequeño cuerpo inclinado, efectúa un lance eficaz y certero de abajo hacia arriba que logra por fin cortar el hilo del runrún de Fidel. En milésimas de segundos, el atrevido runrún salió disparado surcando los aires como si hubiera sido impulsado por el propulsor de un cohete, haciendo una línea parabólica en el espacio. Mientras el runrún regresaba de su vuelo vertiginoso, Fidel giraba la cabeza de izquierda a derecha buscando el susodicho runrún. En ese instante de apremiante búsqueda, el juguete, pasa veloz, con una sorprendente precisión, por el lóbulo de la nariz larga y aguileña de Fidel. Y en un santiamén, brota la sangre que los becarios se quedaron atónitos, tapándose la boca con las manos y con ojitos sobresaltados de sobrecogimiento…
—¡Mi nariz, mi nariz!
Chillaba Fidel, pensando que se lo habían mutilado, palpó con desgarradora desesperación la parte sobresaliente del rostro delgado y pálido del susto. De inmediato, fue atendido con las medicinas que había en el botiquín de la escuela, para luego ser trasladado a la posta médica. Al día siguiente era la atención de curiosas miradas de los escolares. Dolientes, advertían los esparadrapos blancos cubriendo casi toda la nariz larga, cuya herida, felizmente, no había sido nada de consideración. Como consecuencia de este incidente y accidental juego. La dirección prohibió a los alumnos jugar al runrún, si no era de botones, sin tomar en cuenta de los tamaños y los colores.
Hugo Vílchez Romero
El Pichuychanca.
[email protected]
Chiquian, Tranca*, 8 de diciembre 2016
*Tranca, lugar donde de ubicaba mi escuela, don Josué.