José antonio salazar Mejía
LOS CHILENOS EN CHIMBOTE
Narración de don Fernando Morales.
“Yo soy enfermero don Antonio, y no soy de acá. Yo soy de Chimbote. He leído su librito de tradiciones y me ha gustado. Lo felicito. Eso me ha hecho recordar algo que me contó mi padre, que también era enfermero. ¿Tiene tiempo..?, ¿se lo puedo contar? ¡Pues, bien! A ver si le gusta esta historia.
Mi padre me decía que hacia el año 40, cuando Chimbote aún era un puerto pequeñito y no el monstruo en que se convirtió a partir de la instalación de la siderúrgica y de la novedad de la pesca de la anchoveta, le aconteció algo muy curioso.
Él trabajaba en el Hospital La Caleta y decía que un día llegó un anciano muy enfermo. No estuvo ni cuarenta y ocho horas internado y falleció pidiendo confesión. Su última noche la pasó muy agitado. ¡He matado, he matado; quiero ver al capellán! Repetía con angustia.
Mi padre se le acercó para calmarlo y el anciano en su delirio lo confundió con el sacerdote. Por más que se esforzaba en aclararle que sólo era el barchilón, pues así se les llamaba antaño a los enfermeros, el moribundo le contó su vida.
‘Señor cura, yo era un muchacho todavía cuando maté a unos hombres. Ese remordimiento lo he llevado toda la vida. Antes de morir quiero confesar mi delito y mi pecado.
Eso fue hace mucho, mucho tiempo, cuando Chimbote recién tenía su ferrocarril y yo trabajaba en la hacienda Palo Seco que era del gringo don Dionisio Darteano. El gringo era italiano y levantó una hacienda que era un sueño. Los trabajadores vivíamos en grandes galpones y los empleados tenían hermosas casas de fierro y madera traídas de Estados Unidos. Pero la casa del gringo sí que era un verdadero palacio. Una vez entré allí. Viera señor cura qué muebles, qué espejos, qué alfombras; todo era lujo. De veras que el gringo sabía vivir bien.
En sus establos criaba cantidad de caballos pura sangre; tenía un potro que trajo de Inglaterra y le gustaba repetir que le había costado mil quinientas libras esterlinas pues era hijo de un gran campeón llamado Gladiador. A ese potro lo trataba mejor que a la gente, tenía un médico que se dedicaba sólo al caballo ese.
El gringo le supo sacar provecho al ferrocarril pues con él transportaba la caña que producía nuestra hacienda y la otra, la hacienda Puente, que era también del gringo. El hombre era un gran empresario, compró maquinaria moderna para producir azúcar. En los campos sembraba también arroz. Así que había trabajo para mucha gente.
“Yo soy enfermero don Antonio, y no soy de acá. Yo soy de Chimbote. He leído su librito de tradiciones y me ha gustado. Lo felicito. Eso me ha hecho recordar algo que me contó mi padre, que también era enfermero. ¿Tiene tiempo..?, ¿se lo puedo contar? ¡Pues, bien! A ver si le gusta esta historia.
Mi padre me decía que hacia el año 40, cuando Chimbote aún era un puerto pequeñito y no el monstruo en que se convirtió a partir de la instalación de la siderúrgica y de la novedad de la pesca de la anchoveta, le aconteció algo muy curioso.
Él trabajaba en el Hospital La Caleta y decía que un día llegó un anciano muy enfermo. No estuvo ni cuarenta y ocho horas internado y falleció pidiendo confesión. Su última noche la pasó muy agitado. ¡He matado, he matado; quiero ver al capellán! Repetía con angustia.
Mi padre se le acercó para calmarlo y el anciano en su delirio lo confundió con el sacerdote. Por más que se esforzaba en aclararle que sólo era el barchilón, pues así se les llamaba antaño a los enfermeros, el moribundo le contó su vida.
‘Señor cura, yo era un muchacho todavía cuando maté a unos hombres. Ese remordimiento lo he llevado toda la vida. Antes de morir quiero confesar mi delito y mi pecado.
Eso fue hace mucho, mucho tiempo, cuando Chimbote recién tenía su ferrocarril y yo trabajaba en la hacienda Palo Seco que era del gringo don Dionisio Darteano. El gringo era italiano y levantó una hacienda que era un sueño. Los trabajadores vivíamos en grandes galpones y los empleados tenían hermosas casas de fierro y madera traídas de Estados Unidos. Pero la casa del gringo sí que era un verdadero palacio. Una vez entré allí. Viera señor cura qué muebles, qué espejos, qué alfombras; todo era lujo. De veras que el gringo sabía vivir bien.
En sus establos criaba cantidad de caballos pura sangre; tenía un potro que trajo de Inglaterra y le gustaba repetir que le había costado mil quinientas libras esterlinas pues era hijo de un gran campeón llamado Gladiador. A ese potro lo trataba mejor que a la gente, tenía un médico que se dedicaba sólo al caballo ese.
El gringo le supo sacar provecho al ferrocarril pues con él transportaba la caña que producía nuestra hacienda y la otra, la hacienda Puente, que era también del gringo. El hombre era un gran empresario, compró maquinaria moderna para producir azúcar. En los campos sembraba también arroz. Así que había trabajo para mucha gente.
Mi familia no era de Chimbote, nosotros somos los Morales de Coishco. Mi padre se dedicaba a la agricultura, pero yo como era muchacho, me vine a Chimbote de doce años para aprender a ganarme la vida.
Así entré a la hacienda. Primero como ayudante, y cuando tenía dieciocho años pasé a ser trabajador con sueldo íntegro. Se vivía bien. Gracias a la hacienda, había movimiento en Chimbote. Yo era joven, guapo y con plata. ¡No había china que se me resistía!
Allí nomás trajeron un alambique y se empezó a elaborar alcohol. Precisamente, el empleado encargado de manejar el alambique vino con su familia y trajo a su hija, una linda muchacha a la que comencé a cortejar pues me enamoré de sus lindos ojos. Rosa se llamaba y yo la quería con toda mi alma. ¡Ah señor cura usted no sabe de lo que es capaz de hacer un hombre por amor!
Lo bueno era que la niña me correspondía. Yo era joven y fuerte a mis veinte años y tenía toda la vida por delante, de modo que le hablé a Rosa de matrimonio. Pero el diablo mete su cola y nos malogró los sueños y proyectos. ¿Sabe cómo fue eso..? Nos mandó a los chilenos.
Vino un Coronel llamado Patricio Lynch al mando de unos dos mil hombres, recuerdo bien que llegaron en dos vapores pues ese día yo estaba en el puerto dejando una carga de azúcar.
Se escuchaba que estábamos en guerra con Chile, que habían hundido a Miguel Grau y que Lima estaba ocupada. ¡Qué íbamos a imaginar que llegarían hasta Chimbote! Pero así es la vida, señor cura, todo cambia, y a veces para peor.
Cuando los barcos chilenos entraron al puerto la zozobra era total. Las campanas de la capilla tocaron a rebato y toda la población se puso en grandes apuros, viera cómo era el pánico de esa pobre gente.
Linch le pidió al gringo una contribución de 100 mil pesos de plata, y le dio un plazo de tres días para reunir el dinero. Como el gringo no pudo prestarse tanta plata, el chileno arrasó con las dos haciendas; además el alambique, los trapiches, los calderos; todo, todo fue quemado y destruido. Esos bárbaros tampoco respetaron al ferrocarril. Parece que la orden que traía Linch era destruir Chimbote y dejarnos en la más absoluta miseria. Recuerdo que dinamitaron las locomotoras y luego incendiaron los vagones. Nosotros veíamos el incendio pero nada podíamos hacer. Fue terrible. Cuando pude llegar a la hacienda, empezó mi calvario. Busqué a Rosita y me doy con que mi niña había sido ultrajada y asesinada por los chilenos.
Si por amor uno es capaz de hacer locuras, el odio te lleva a cometer los peores crímenes. Señor cura, mi corazón que sólo latía por Rosita se llenó de odio a los chilenos y la venganza fue mi único objetivo. Pude averiguar que el jefe del pelotón que llegó a la hacienda era un cabo que tenía una cicatriz en la cara. Como los chilenos se habían instalado en la maestranza de la hacienda, muy pronto lo identifiqué y me hice su amigo.
Todo lo había calculado. Yo mismo le saqué un herraje a su caballo y luego, haciéndome el comedido me ofrecí a colocárselo. Así me gané su confianza y lo invité a beber. Sabía dónde escondía el capataz unas garrafas de ron y de eso le di de tomar. La primera vez, el chileno algo desconfiado vino con un amigo, así que no pude hacer nada ese día. A la segunda fue que me lo agarré al chileno. Serían las tres de la mañana. Ambos estábamos bien mareados, cuando le saqué en cara su maldad y me identifiqué como el vengador de mi Rosita. El hombre no creía lo que estaba escuchando. Nos trenzamos a golpes y a pesar de que el chileno era fuerte, más pudo mi dolor y rabia. Cogí un palo y le partí la cabeza a golpes.
Como sabía que me iban a perseguir, me fugué a Nepeña. Allí estuve escondido hasta que se retiraron los chilenos de Chimbote. En Nepeña conocí al comandante Agustín Castro. ¡Qué hombre era ese tipo! Él organizó una tropa que se dedicaba a atacar a los chilenos que transitaban entre Casma y Huarás. Yo me convertí en su ayudante. Tanto odiaba a los que me habían quitado a mi Rosita que con gusto disparaba contra el enemigo.
¿Tendré perdón, señor cura? No solo maté al cabo, creo que bajo mis balas cayeron dos o tres más. Antes de irse los chilenos enviaron una tropa para acabar con nosotros. Nos enfrentamos unos cincuenta muchachos contra trescientos chilenos. Y nos acribillaron, sólo escapamos el comandante y yo. A él lo hirieron en el brazo. Por ayudarlo es que salvé la vida.
¿Cómo es no, señor cura? Cuando más uno desea la muerte, ésta no llega. Ese día yo peleé con desesperación. Quería que una bala acabara con mi sufrimiento y mi angustia. Pero las balas pasaban por mi lado y ninguna me cayó en el cuerpo. En revancha por el ataque, los chilenos incendiaron Moro. Con el coronel pudimos ver cómo fue eso, escondidos en una cueva. Hasta ahora escucho el llanto de la pobre gente que lo perdió todo. ¡La guerra es la peor calamidad que ha inventado el diablo!
Cuando acabó la guerra volví a Chimbote y otra vez me puse a trabajar; pero ya no en la hacienda, sino en el ferrocarril. ¿El Señor me perdonará, señor cura? Yo maté durante la guerra no porque era un buen patriota; sino por odio, por venganza. Y eso lo tengo bien clarito.
Mi vida ha sido larga, muy larga. Con el tiempo me casé y tuve siete hijos. Tres murieron con la verruga trabajando para el ferrocarril. También murió mi mujer. Mis otros hijos están perdidos por allí. No fui un buen marido ni un buen padre. Recordando a mi Rosita, golpeaba a mi mujer por cualquier tontería y mis hijos eran los que sufrían. ¿Cree que Dios me perdone toda la maldad que he hecho en mi vida, señor cura?’
Eso me contó mi papá, don Antonio. Yo lo recuerdo clarito porque siempre repetía esta historia. Fíjese que yo se los contaba a mis amigos en el colegio y nadie me creía. No sabían que los chilenos habían destrozado Chimbote durante la guerra; ni el profesor me creía. Recién ahora que Chimbote ha celebrado su centenario, don Víctor Unyén ha publicado la historia de Chimbote y allí he leído más datos sobre esa época. Y lo que le dijo el anciano a mi padre, había sido la purita verdad”.
José Antonio Salazar Mejía
Las fotografías que adornan esta nota han sido tomadas del internet.
Así entré a la hacienda. Primero como ayudante, y cuando tenía dieciocho años pasé a ser trabajador con sueldo íntegro. Se vivía bien. Gracias a la hacienda, había movimiento en Chimbote. Yo era joven, guapo y con plata. ¡No había china que se me resistía!
Allí nomás trajeron un alambique y se empezó a elaborar alcohol. Precisamente, el empleado encargado de manejar el alambique vino con su familia y trajo a su hija, una linda muchacha a la que comencé a cortejar pues me enamoré de sus lindos ojos. Rosa se llamaba y yo la quería con toda mi alma. ¡Ah señor cura usted no sabe de lo que es capaz de hacer un hombre por amor!
Lo bueno era que la niña me correspondía. Yo era joven y fuerte a mis veinte años y tenía toda la vida por delante, de modo que le hablé a Rosa de matrimonio. Pero el diablo mete su cola y nos malogró los sueños y proyectos. ¿Sabe cómo fue eso..? Nos mandó a los chilenos.
Vino un Coronel llamado Patricio Lynch al mando de unos dos mil hombres, recuerdo bien que llegaron en dos vapores pues ese día yo estaba en el puerto dejando una carga de azúcar.
Se escuchaba que estábamos en guerra con Chile, que habían hundido a Miguel Grau y que Lima estaba ocupada. ¡Qué íbamos a imaginar que llegarían hasta Chimbote! Pero así es la vida, señor cura, todo cambia, y a veces para peor.
Cuando los barcos chilenos entraron al puerto la zozobra era total. Las campanas de la capilla tocaron a rebato y toda la población se puso en grandes apuros, viera cómo era el pánico de esa pobre gente.
Linch le pidió al gringo una contribución de 100 mil pesos de plata, y le dio un plazo de tres días para reunir el dinero. Como el gringo no pudo prestarse tanta plata, el chileno arrasó con las dos haciendas; además el alambique, los trapiches, los calderos; todo, todo fue quemado y destruido. Esos bárbaros tampoco respetaron al ferrocarril. Parece que la orden que traía Linch era destruir Chimbote y dejarnos en la más absoluta miseria. Recuerdo que dinamitaron las locomotoras y luego incendiaron los vagones. Nosotros veíamos el incendio pero nada podíamos hacer. Fue terrible. Cuando pude llegar a la hacienda, empezó mi calvario. Busqué a Rosita y me doy con que mi niña había sido ultrajada y asesinada por los chilenos.
Si por amor uno es capaz de hacer locuras, el odio te lleva a cometer los peores crímenes. Señor cura, mi corazón que sólo latía por Rosita se llenó de odio a los chilenos y la venganza fue mi único objetivo. Pude averiguar que el jefe del pelotón que llegó a la hacienda era un cabo que tenía una cicatriz en la cara. Como los chilenos se habían instalado en la maestranza de la hacienda, muy pronto lo identifiqué y me hice su amigo.
Todo lo había calculado. Yo mismo le saqué un herraje a su caballo y luego, haciéndome el comedido me ofrecí a colocárselo. Así me gané su confianza y lo invité a beber. Sabía dónde escondía el capataz unas garrafas de ron y de eso le di de tomar. La primera vez, el chileno algo desconfiado vino con un amigo, así que no pude hacer nada ese día. A la segunda fue que me lo agarré al chileno. Serían las tres de la mañana. Ambos estábamos bien mareados, cuando le saqué en cara su maldad y me identifiqué como el vengador de mi Rosita. El hombre no creía lo que estaba escuchando. Nos trenzamos a golpes y a pesar de que el chileno era fuerte, más pudo mi dolor y rabia. Cogí un palo y le partí la cabeza a golpes.
Como sabía que me iban a perseguir, me fugué a Nepeña. Allí estuve escondido hasta que se retiraron los chilenos de Chimbote. En Nepeña conocí al comandante Agustín Castro. ¡Qué hombre era ese tipo! Él organizó una tropa que se dedicaba a atacar a los chilenos que transitaban entre Casma y Huarás. Yo me convertí en su ayudante. Tanto odiaba a los que me habían quitado a mi Rosita que con gusto disparaba contra el enemigo.
¿Tendré perdón, señor cura? No solo maté al cabo, creo que bajo mis balas cayeron dos o tres más. Antes de irse los chilenos enviaron una tropa para acabar con nosotros. Nos enfrentamos unos cincuenta muchachos contra trescientos chilenos. Y nos acribillaron, sólo escapamos el comandante y yo. A él lo hirieron en el brazo. Por ayudarlo es que salvé la vida.
¿Cómo es no, señor cura? Cuando más uno desea la muerte, ésta no llega. Ese día yo peleé con desesperación. Quería que una bala acabara con mi sufrimiento y mi angustia. Pero las balas pasaban por mi lado y ninguna me cayó en el cuerpo. En revancha por el ataque, los chilenos incendiaron Moro. Con el coronel pudimos ver cómo fue eso, escondidos en una cueva. Hasta ahora escucho el llanto de la pobre gente que lo perdió todo. ¡La guerra es la peor calamidad que ha inventado el diablo!
Cuando acabó la guerra volví a Chimbote y otra vez me puse a trabajar; pero ya no en la hacienda, sino en el ferrocarril. ¿El Señor me perdonará, señor cura? Yo maté durante la guerra no porque era un buen patriota; sino por odio, por venganza. Y eso lo tengo bien clarito.
Mi vida ha sido larga, muy larga. Con el tiempo me casé y tuve siete hijos. Tres murieron con la verruga trabajando para el ferrocarril. También murió mi mujer. Mis otros hijos están perdidos por allí. No fui un buen marido ni un buen padre. Recordando a mi Rosita, golpeaba a mi mujer por cualquier tontería y mis hijos eran los que sufrían. ¿Cree que Dios me perdone toda la maldad que he hecho en mi vida, señor cura?’
Eso me contó mi papá, don Antonio. Yo lo recuerdo clarito porque siempre repetía esta historia. Fíjese que yo se los contaba a mis amigos en el colegio y nadie me creía. No sabían que los chilenos habían destrozado Chimbote durante la guerra; ni el profesor me creía. Recién ahora que Chimbote ha celebrado su centenario, don Víctor Unyén ha publicado la historia de Chimbote y allí he leído más datos sobre esa época. Y lo que le dijo el anciano a mi padre, había sido la purita verdad”.
José Antonio Salazar Mejía
Las fotografías que adornan esta nota han sido tomadas del internet.