manuel nieves fabián
LOS PÍCAROS ARREPENTIDOS
Eran dos hermanos que tenían los mismos gustos y preferencias. Compartían sus dolores y sus alegrías y nunca se separaban. Los dos eran tan pícaros que no había día en el pueblo en que no faltaran las quejas contra ellos.
El hermano mayor, un buen día, decidió pasar la fiesta de Todos los Santos en el pueblo vecino, a pocos kilómetros de su casa; el menor, apenas se enteró, también quiso estar en esa fiesta.
Al llegar la noche, sin que sus padres se enteraran, salieron del pueblo con mucha precaución. Aprovechando la semioscuridad, en contados minutos devoraron el camino angosto lleno de espinas y malezas.
A lo lejos se dejaba escuchar el sonido de la orquesta y los gritos de alegría de los jóvenes. Ellos apuraron los pasos y ya se sentían junto a sus amigos.
Entrando a la población, al pasar por la puerta del cementerio, encontraron a una hermosa mujer sentada en la vereda, con una manta blanca que le cubría la cabeza. El mayor, vio conveniente la ocasión para llegar a corazón de ella, y como enamorador empedernido se acercó lo más que pudo, luego, con una voz cargada de pasión le dijo:
–Amiguita, ¿Por qué estás tan sola teniendo aquí quien te acompañe? Te invito a la fiesta. Te aseguro que lo pasaremos muy bien.
Ella simuló no escucharlo y permaneció quieta; entonces el joven enamorado se aproximó mucho más y en tono amable continuó enamorándola:
–Amiguita, ¿No tienes por qué enojarte? ¡Yo no te he hecho ningún daño! –diciendo, se sentó cerca de ella.
La joven, dura, fría, no contestó nada. Dando muestras de enojo se arregló la manta blanca que le cubría la cabeza y le dio la espalda.
Esto aprovechó el hermano menor que, también era pícaro y casi cogiéndole por los hombros, insinuó:
–Yo seré tu pareja y nunca te olvidarás de mí.
Ella, sin responder ni una palabra se cubrió la cabeza como fastidiada.
El mayor que era el más atrevido y hablador quiso cogerla del brazo, pero ella, muy rápida esquivó el cuerpo; entonces, el joven enamorado intentó abrazarla, pero fue en ese momento cuando ella se levantó y se elevó como una espuma mostrándoles su mortaja blanca con sus inmensos cordones relucientes y su rostro cadavérico. Los dos hermanos, espantados, huyeron como locos cuesta abajo. Uno de ellos, en su desesperación, cayó sobre un inmenso fango de barro formado por el huaico del día anterior; el otro, en circunstancias que ya iba ser alcanzado por su perseguidora se subió a un árbol.
Ambos temblaban y tiritaban de miedo y ya no teniendo escapatoria presentían que aquella noche acabarían sus vidas.
Ella, con la voz gangosa provocaba miedo, pánico, espanto y los tenía controlado tanto al uno como al otro.
Cuando el hermano mayor trataba de coger otras ramas para no caerse, la mujer, furiosa abrazaba el árbol y trataba de escalar cogiéndose de rama en rama como si volara, a su vez cogía los bordes de los pantalones del pícaro convirtiéndolos en hilachas, así con los pedazos de tela en sus manos huesudas caía al piso, luego miraba hacia arriba con la garganta abierta para devorarlo, después desaparecía para aparecer intempestivamente.
Cuando el hermano menor se movía en medio del barro, inmediatamente corría para engancharlo con sus largos y delgados dedos de hueso que terminaban en filudas uñas, y al no conseguirlo corría enloquecida alrededor del fango, gritando y estirando sus brazos como si tuviera hambre.
El tiempo como si hubiese sido amarrado con una enorme soga permanecía inmóvil y la angustia de los pícaros crecía por salvar sus vidas que, ya parecía imposible.
Horas más tarde vieron que la luna había avanzado en su largo camino y estaba a punto de despedirse, alejándose por detrás de los cerros. En medio de aquel paisaje cada vez más tenso, solo las orquestas, a lo lejos, dejaban escuchar sus melodías.
Cuando la noche se hizo más oscura iniciaron la competencia pirotecnia entre los mayordomos de la fiesta. Al son de las orquestas y la alegría de los fiesteros reventaban los cohetes y las avellanas que, en segundos iluminaban el cielo con sus luces de bengala, luego reventaban, cuyos estampidos eran repetidos por los ecos.
Para suerte de los pícaros, en el momento en que ella, después de tantos esfuerzos había subido a lo más alto del árbol y aferrándose a las ramas trataba de cogerlo, un cohete de tres tiempos que se había elevado al especio volvía en caída libre a la tierra por no haber hecho contacto con la pólvora, y por casualidad se estrelló contra el árbol donde el pícaro se aferraba a la vida, instante en que reventó uno tras otro sobre el cuerpo de la mujer, circunstancia en que ésta desapareció.
El pícaro, aun temblando de miedo, al comprobar que ella ya no estaba, bajó del árbol, sacó del fango a su hermano y se abrazaron por estar aún vivos. Pero la zozobra continuaba porque pensaban que en cualquier momento podría aparecer la mujer para acabar con sus vidas.
Con el cuerpo que les temblaba de miedo decidieron no volver a casa a esas horas. A pesar de la oscuridad hicieron lo posible por llegar a la casa de uno de los mayordomos donde reinaba la alegría. Los fiesteros a notar la presencia de los dos hermanos, uno de ellos, con los pantalones hecho piltrafas y el otro con el lodo que le cubría el cuerpo, se sorprendieron y entre burlas cargadas de sarcasmo se reían pensando que estaban llegando a la fiesta con sus singulares disfraces; mientras tanto, sus amigos que le conocían, al ver sus rostros temblorosos y llenos de espanto les preguntaban qué es lo que les había pasado.
Los jóvenes enamorados no atinaban cómo responder a sus interrogadores porque no encontraban palabras para narrar lo que les había sucedido, pero comprendieron que habían aprendido una gran lección, pues a partir de esa amarga experiencia se arrepintieron y juraron nunca más burlarse de las mujeres y enterraron para siempre sus picardías.
Manuel NIeves Fabián