jaime huayta vega
MINAPATA

Cierto día, en la mina de Pachapaqui, que en ese entonces era propiedad de don Ganoza, el bullicio y la humedad llenaban el exterior e interior de la galería de mina Arabia, mientras un grupo de hombres se preparaba para iniciar otra jornada de trabajo bajo el vigilante Jirca Burro Punta.
Juan, el maestro perforista, un hombre de voz gruesa, alto y fuerte, con el rostro curtido por años de trabajar en las entrañas de los cerros, fiel creyente de nuestros Jircas. Hombre que respetaba profundamente a los Apus; esas montañas que velan y castigan, que pueden salvar o condenar al hombre, se dirigía al interior de la mina, a su lado estaba Macario, un joven que apenas se acercaba a los veinte años, alegre y con la ambición de aprender y ser grande en el futuro. A diferencia de Juan, Macario era aún un novato e incrédulo en los dioses andinos, de esos que creen que la vida tiene todo el tiempo del mundo para cumplirse.
Antes de empezar la perforación, Juan, como siempre, sacó su bolsa de coca y comenzó a chacchar con respeto. Era su rito sagrado, su forma de pedir permiso y protección al Apu Burro Punta. Dejó unas hojas de coca y unos caramelos a un rincón de la galería ya cerca del frente de perforación, luego le ofreció un puñado de hojas a Macario, pero el muchacho rechazó con amabilidad:
—No, tío, chacchar me malogra los dientes. Usté nomás.
Juan frunció el ceño. Le inquietaba esa indiferencia de Macario hacia las costumbres pero no dijo nada, se sentó en un rincón de la mina cerca de una roca de cuarzo reluciente y continuó chacchando en silencio, mientras tanto Macario instalaba la máquina de perforar y limpiaba el frente de la galería, ya dejando todo listo para comenzar con el primer taladro.
Al cabo de un rato, Juan sacó un cigarro nacional y lo encendió, preparándose para una última calada antes de meterse de lleno en el trabajo. Al ver que Macario se acercaba, le comentó:
—Esta coca me sabe amargo, muchacho… Algo raro pasará hoy.
Pero Macario, impaciente, sonriendo respondió.
—No creo, tío, será que mala coca compraste. Más bien, váyase más allacito nomás, que acá me estás humeando.
Juan, un poco incomodo pero sin decirlo, se levantó y se alejó, del frente, pensado.
—Estos muchachos de hoy, que sabrán…
Apenas había dado unos pasos, cuando oyó el estruendo que sacudió la galería. La roca se resquebrajó con un estrépito de trueno y, al voltear, vio que el lugar donde había estado sentado hace poco, estaba ahora sepultado bajo una nube negra de polvo, cubierta de rocas y minerales. Se percató que Macario no tuvo tanta suerte: el joven quedó sepultado y desapareció en el oscuro abrazo de las rocas.
Juan se quedó en silencio, con el cigarro apagado entre los dedos. Se dio cuenta de que el cerro le había dado una advertencia, un mensaje en el sabor de la coca. Y que Macario amargamente había sido el mensajero y su salvador, el joven que no creía en el respeto a los Jircas, pagó el precio.
Y así es la vida del minero: una lucha diaria bajo la sombra del socavón y las gotas de agua, donde cada golpe a las rocas y cada inhalación del polvo de sílice arrancan un pedazo de alma. Allí, por amor a su familia, el hombre entrega su vida, va dejando en las entrañas de la tierra sus sueños y su juventud, consumiéndose lentamente en los dias y en la oscuridad.
El minero sabe que bajo esas piedras, cada día es una batalla silenciosa contra la muerte, y si anhela regresar a casa, debe entregarse con humildad a la voluntad de Dios y al poder de los Jircas, quienes son los únicos que pueden permitirle salir indemne de sus entrañas y llegar a su hogar donde su esposa e hijos los esperan con un abrazo y sueños de amor.
Por Jaime Huayta Vega
Juan, el maestro perforista, un hombre de voz gruesa, alto y fuerte, con el rostro curtido por años de trabajar en las entrañas de los cerros, fiel creyente de nuestros Jircas. Hombre que respetaba profundamente a los Apus; esas montañas que velan y castigan, que pueden salvar o condenar al hombre, se dirigía al interior de la mina, a su lado estaba Macario, un joven que apenas se acercaba a los veinte años, alegre y con la ambición de aprender y ser grande en el futuro. A diferencia de Juan, Macario era aún un novato e incrédulo en los dioses andinos, de esos que creen que la vida tiene todo el tiempo del mundo para cumplirse.
Antes de empezar la perforación, Juan, como siempre, sacó su bolsa de coca y comenzó a chacchar con respeto. Era su rito sagrado, su forma de pedir permiso y protección al Apu Burro Punta. Dejó unas hojas de coca y unos caramelos a un rincón de la galería ya cerca del frente de perforación, luego le ofreció un puñado de hojas a Macario, pero el muchacho rechazó con amabilidad:
—No, tío, chacchar me malogra los dientes. Usté nomás.
Juan frunció el ceño. Le inquietaba esa indiferencia de Macario hacia las costumbres pero no dijo nada, se sentó en un rincón de la mina cerca de una roca de cuarzo reluciente y continuó chacchando en silencio, mientras tanto Macario instalaba la máquina de perforar y limpiaba el frente de la galería, ya dejando todo listo para comenzar con el primer taladro.
Al cabo de un rato, Juan sacó un cigarro nacional y lo encendió, preparándose para una última calada antes de meterse de lleno en el trabajo. Al ver que Macario se acercaba, le comentó:
—Esta coca me sabe amargo, muchacho… Algo raro pasará hoy.
Pero Macario, impaciente, sonriendo respondió.
—No creo, tío, será que mala coca compraste. Más bien, váyase más allacito nomás, que acá me estás humeando.
Juan, un poco incomodo pero sin decirlo, se levantó y se alejó, del frente, pensado.
—Estos muchachos de hoy, que sabrán…
Apenas había dado unos pasos, cuando oyó el estruendo que sacudió la galería. La roca se resquebrajó con un estrépito de trueno y, al voltear, vio que el lugar donde había estado sentado hace poco, estaba ahora sepultado bajo una nube negra de polvo, cubierta de rocas y minerales. Se percató que Macario no tuvo tanta suerte: el joven quedó sepultado y desapareció en el oscuro abrazo de las rocas.
Juan se quedó en silencio, con el cigarro apagado entre los dedos. Se dio cuenta de que el cerro le había dado una advertencia, un mensaje en el sabor de la coca. Y que Macario amargamente había sido el mensajero y su salvador, el joven que no creía en el respeto a los Jircas, pagó el precio.
Y así es la vida del minero: una lucha diaria bajo la sombra del socavón y las gotas de agua, donde cada golpe a las rocas y cada inhalación del polvo de sílice arrancan un pedazo de alma. Allí, por amor a su familia, el hombre entrega su vida, va dejando en las entrañas de la tierra sus sueños y su juventud, consumiéndose lentamente en los dias y en la oscuridad.
El minero sabe que bajo esas piedras, cada día es una batalla silenciosa contra la muerte, y si anhela regresar a casa, debe entregarse con humildad a la voluntad de Dios y al poder de los Jircas, quienes son los únicos que pueden permitirle salir indemne de sus entrañas y llegar a su hogar donde su esposa e hijos los esperan con un abrazo y sueños de amor.
Por Jaime Huayta Vega