manuel Nieves fabián
PUMA WAYÍN
Cuentan que Puma wayín es una quebrada muy temida que logra encantar a los viajeros tomando la apariencia de aves o animales salvajes que con engaños los llevan a la cueva para desaparecerlos.
Desde el fondo de la quebrada, como si fuera un monstruo, emerge una gigantesca peña que siempre está poblada de una menuda vegetación y también de inmensos y corpulentos alisos, cuyas ramas dan sombra permanente a una cueva de donde dicen que los diablos salen a danzar durante las noches.
En una ocasión, Laveriano, un sencillo agricultor, tuvo urgencia de llegar a su chacra para cuidar las papas que estaban a punto de cosechar. No importándole los consejos de los vecinos se atrevió pasar por Puma wayín.
La luna, solitaria en el cielo, inundaba con sus pródigos rayos el campo sumido en absoluto mutismo. A medida que avanzaba por el camino los nervios parecían traicionarle. Para darse ánimo cantaba y silbaba, pero cada vez que se acercaba a la quebrada, en su cerebro se dibujaban los relatos de aparecidos contados en el pueblo. Unos decían haber visto a los horrorosos y escalofriantes fantasmas, otros relataban haber escuchado los gritos de muerte emanados desde la concavidad de la cueva, y hay quienes decían haber sido testigo de la aparición del mismísimo diablo que fácilmente tomaba la figura de un ser humano o de cualquier animal.
Laveriano, para disimular su temor trataba de juntar fuerzas templando los nervios de sus brazos y decía en voz baja: «Deben ser puros cuentos, mentiras, creencias de los antiguos»; pero al llegar a Puma wayín sintió como si una flecha se le hubiese clavado en el corazón, entonces, sus piernas le empezaron a temblar y un aire helado le atravesó el cuerpo no dejándole avanzar. Desesperado, instintivamente empezó a rebuscarse los bolsillos y en uno de ellos sus manos toparon con una botellita de aguardiente que lo bebió de un solo sorbo como si fuera agua. En ese instante salió desde la cueva un enorme puma negro que, con toda parsimonia, con sus ojos fosforescentes, mirándole fijamente a su víctima, se paró en medio del camino y poco a poco se le acercó al hombre que tiritaba de miedo. Rosándole el cuerpo con su enorme rabo le dijo:
–¿Por qué tiemblas amigo? ¿No ves que estás con suerte? Mira al fondo –dijo indicándole la cueva– Todo el tesoro que ves puede ser tuyo si esta noche sabes jugar.
Apenas terminó de hablar, mugiendo y arañando el suelo, salieron dos inmensos toros desde el interior de la roca, uno de color blanco y el otro barroso, que furiosos trataban de agredirse mutuamente.
El puma, con una voz que reflejaba sátira e ironía, clavando los ojos a los toros, le dijo a Laveriano:
–Escoja cualquiera de ellos. Si el toro de tu preferencia gana, será tuyo todo el tesoro; pero si pierde, ¡olvídate!, tú me pertenecerás.
El hombrecito, muerto de miedo, todavía no había salido de su asombro. Ante esta propuesta y no teniendo otra alternativa, antes de escoger, se sentó al borde del camino y se puso a chacchar. Cuando las hojas de coca formaban bolas en sus carrillos sacó su porongo y golpeando diestramente sobre el dorso de su mano extrajo la cal para endulzarlo. Con esto inmovilizó al puma; pero, en esa circunstancia, una nervadura larga de la coca se le cruzó entre los labios, entonces, dio un escupitajo de desprecio, irguió la cabeza y escogió al barroso.
Inmediatamente los animales iniciaron una lucha feroz y a muerte. Desde sus cuernos y pezuñas saltaban chispas al chocar entre ellos o al resbalar sobre las piedras. Ora avanzaban hacia la cueva, ora retrocedían por todo el camino. Con los cuerpos sudorosos y arrojando baba que regaba el suelo se miraban ojo contra ojo buscando encontrar un minúsculo error para hacerse de la victoria.
Habían transcurrido cerca de tres horas de intensa lucha y el tiempo parecía una eternidad para el hombre; en eso, el barroso pisó en falso, circunstancia que aprovechó el blanco para levantarlo por la panza y arrojarlo despanzurrado, abajo, al fondo de la quebrada; entonces, el vencedor levantó el cogote y mirando a la luna que alumbraba dio un mugido largo y de triunfo.
El puma que, junto a Laveriano había quedado estático sin perder los mínimos detalles de la lucha, luego del último episodio se levantó orgulloso, miró con desprecio al hombre, y en tono vencedor le dijo:
–Así es el juego amigo: ¡Has perdido! ¡A partir de este momento me perteneces!
Diciendo esto se abalanzó hacia él, pero éste, muy hábilmente, con suma agilidad esquivó las garras del animal y corrió con la velocidad de un rayo hacia el toro blanco, lo tomó de sorpresa por el rabo, juntó todas sus fuerzas y de un violento tirón hizo que el animal resbalara. Al verlo sobre el piso, al filo de la misma quebrada, sin darle tiempo a que se recuperara, lo tomó por los cuernos y le torció el pescuezo hasta romperle los huesos.
En ese instante, el puma dio un rugido como si hubiese recibido una herida mortal y de un salto se introdujo en la cueva de Puma wayín, momento en que el toro blanco reventó como una dinamita y se deshizo en mil pedazos, convirtiéndose en un montón de monedas de plata.
A esas horas el alba de la mañana ya empezaba a rayar y el nuevo día le sorprendió a Laveriano con la fortuna entre las manos.
Manuel Nieves Fabián
La fotografía de la cabecera del artículo es del Sr. José Luís Gamarra Ocrospoma.
Desde el fondo de la quebrada, como si fuera un monstruo, emerge una gigantesca peña que siempre está poblada de una menuda vegetación y también de inmensos y corpulentos alisos, cuyas ramas dan sombra permanente a una cueva de donde dicen que los diablos salen a danzar durante las noches.
En una ocasión, Laveriano, un sencillo agricultor, tuvo urgencia de llegar a su chacra para cuidar las papas que estaban a punto de cosechar. No importándole los consejos de los vecinos se atrevió pasar por Puma wayín.
La luna, solitaria en el cielo, inundaba con sus pródigos rayos el campo sumido en absoluto mutismo. A medida que avanzaba por el camino los nervios parecían traicionarle. Para darse ánimo cantaba y silbaba, pero cada vez que se acercaba a la quebrada, en su cerebro se dibujaban los relatos de aparecidos contados en el pueblo. Unos decían haber visto a los horrorosos y escalofriantes fantasmas, otros relataban haber escuchado los gritos de muerte emanados desde la concavidad de la cueva, y hay quienes decían haber sido testigo de la aparición del mismísimo diablo que fácilmente tomaba la figura de un ser humano o de cualquier animal.
Laveriano, para disimular su temor trataba de juntar fuerzas templando los nervios de sus brazos y decía en voz baja: «Deben ser puros cuentos, mentiras, creencias de los antiguos»; pero al llegar a Puma wayín sintió como si una flecha se le hubiese clavado en el corazón, entonces, sus piernas le empezaron a temblar y un aire helado le atravesó el cuerpo no dejándole avanzar. Desesperado, instintivamente empezó a rebuscarse los bolsillos y en uno de ellos sus manos toparon con una botellita de aguardiente que lo bebió de un solo sorbo como si fuera agua. En ese instante salió desde la cueva un enorme puma negro que, con toda parsimonia, con sus ojos fosforescentes, mirándole fijamente a su víctima, se paró en medio del camino y poco a poco se le acercó al hombre que tiritaba de miedo. Rosándole el cuerpo con su enorme rabo le dijo:
–¿Por qué tiemblas amigo? ¿No ves que estás con suerte? Mira al fondo –dijo indicándole la cueva– Todo el tesoro que ves puede ser tuyo si esta noche sabes jugar.
Apenas terminó de hablar, mugiendo y arañando el suelo, salieron dos inmensos toros desde el interior de la roca, uno de color blanco y el otro barroso, que furiosos trataban de agredirse mutuamente.
El puma, con una voz que reflejaba sátira e ironía, clavando los ojos a los toros, le dijo a Laveriano:
–Escoja cualquiera de ellos. Si el toro de tu preferencia gana, será tuyo todo el tesoro; pero si pierde, ¡olvídate!, tú me pertenecerás.
El hombrecito, muerto de miedo, todavía no había salido de su asombro. Ante esta propuesta y no teniendo otra alternativa, antes de escoger, se sentó al borde del camino y se puso a chacchar. Cuando las hojas de coca formaban bolas en sus carrillos sacó su porongo y golpeando diestramente sobre el dorso de su mano extrajo la cal para endulzarlo. Con esto inmovilizó al puma; pero, en esa circunstancia, una nervadura larga de la coca se le cruzó entre los labios, entonces, dio un escupitajo de desprecio, irguió la cabeza y escogió al barroso.
Inmediatamente los animales iniciaron una lucha feroz y a muerte. Desde sus cuernos y pezuñas saltaban chispas al chocar entre ellos o al resbalar sobre las piedras. Ora avanzaban hacia la cueva, ora retrocedían por todo el camino. Con los cuerpos sudorosos y arrojando baba que regaba el suelo se miraban ojo contra ojo buscando encontrar un minúsculo error para hacerse de la victoria.
Habían transcurrido cerca de tres horas de intensa lucha y el tiempo parecía una eternidad para el hombre; en eso, el barroso pisó en falso, circunstancia que aprovechó el blanco para levantarlo por la panza y arrojarlo despanzurrado, abajo, al fondo de la quebrada; entonces, el vencedor levantó el cogote y mirando a la luna que alumbraba dio un mugido largo y de triunfo.
El puma que, junto a Laveriano había quedado estático sin perder los mínimos detalles de la lucha, luego del último episodio se levantó orgulloso, miró con desprecio al hombre, y en tono vencedor le dijo:
–Así es el juego amigo: ¡Has perdido! ¡A partir de este momento me perteneces!
Diciendo esto se abalanzó hacia él, pero éste, muy hábilmente, con suma agilidad esquivó las garras del animal y corrió con la velocidad de un rayo hacia el toro blanco, lo tomó de sorpresa por el rabo, juntó todas sus fuerzas y de un violento tirón hizo que el animal resbalara. Al verlo sobre el piso, al filo de la misma quebrada, sin darle tiempo a que se recuperara, lo tomó por los cuernos y le torció el pescuezo hasta romperle los huesos.
En ese instante, el puma dio un rugido como si hubiese recibido una herida mortal y de un salto se introdujo en la cueva de Puma wayín, momento en que el toro blanco reventó como una dinamita y se deshizo en mil pedazos, convirtiéndose en un montón de monedas de plata.
A esas horas el alba de la mañana ya empezaba a rayar y el nuevo día le sorprendió a Laveriano con la fortuna entre las manos.
Manuel Nieves Fabián
La fotografía de la cabecera del artículo es del Sr. José Luís Gamarra Ocrospoma.