RIMAY CÓNDOR
JANABARRINO LADRÓN DE AMORES
Cuenta Garcilaso de la Vega, el insigne autor de los Comentarios Reales, de cómo Manco Cápac, luego de fundar la capital imperial del Tahuntinsuyo, dividió la ciudad en Hanan Cusco y Hurin Cusco (alto y bajo Cusco), dando origen así a la tradicional fragmentación de casi todos los poblados andinos peruanos. Con el transcurrir del tiempo dicha separación ha sido la fuente de donde han surgido amistosas rivalidades que se han ido manifestando en los diferentes quehaceres diarios y festivos de los pueblos andinos.
Chiquián, ciudad de serena y pintoresca belleza, está ubicada en la margen derecha del valle que forma el río Aynín; luce en su horizonte el majestuoso paisaje de la cordillera de Huayhuash, en donde sobresale su montaña más alta, el Yerupaja, cuya nívea blancura va tornándose de amarillo anaranjado en rojizo oscuro a medida que el sol termina su diaria travesía por los cielos andinos. La fundación de Chiquián es posterior a la llegada de los españoles y, de acuerdo a la leyenda, producto de la desesperación y prisa con la que los moradores del poblado de Matara, quienes tuvieron que salir salir huyendo de la población para evitar la mortal visita de Pisana María, personificación mítica de alguna enfermedad contagiosa y terminal que asoló el pueblo. En su desesperada búsqueda de un lugar aparente para establecerse, llegaron a los bordes de la laguna de Cegiancocha donde construyeron sus viviendas. Las primeras casas fueron levantadas en Huaytapayana, Racrán y Parientana, lugares adyacentes a la actual ciudad. Con el transcurso de los años se le fue ganando terreno a la laguna, es decir la fueron desaguando y, poco a poco, el pueblo empezó a tomar la configuración que tiene en la actualidad, con dos barrios bien definidos: Janabarrio y Urabarrio, entendiéndose como línea divisoria imaginaria la plaza de armas del pueblo. Geográficamente Janabarrio está en la parte sur de la ciudad y, antes de la instalación del servicio de agua y desagüe, satisfacía sus necesidades del líquido elemento en el manantial conocido como Oropuquio, de la misma forma que Ura barrio lo hacía en Jupash y, un poco más abajo, en Chinapagsa, a la vez que los vecinos de la a parte central del pueblo se beneficiaban de las aguas del manantial conocido como Gonogpagsa. Prueba irrefutable de los orígenes lacustres de la ciudad.
Es de entender que desde el inicio existió una amigable revalidad entre los moradores de ambos barrios, que se ponía de manifiesto sobre todo en ocasión de realizar actividades en conjunto que beneficiaban a la comunidad. Una de estas y quien sabe la más importante, era el limpia sequia, que se realizaba en octubre de cada año y, que tenía como escenario central Cochapata, en cuyo centro se erigía una capilla. A esta fiesta comunitaria llegaban los vecinos de Urabarrio, cargando en andas a San Cayetano, mientras que sus pares de Jana barrio lo hacían llevando a San Marcelo. Al caer la tarde y luego de finalizar los trabajos señalados empezaba la fiesta al compás del pincullo, lo cual era complementado además, con la participación de los Huarastucog, quienes con sus jocosas danzas e hilarantes parodias hacían las delicias de los asistentes. Terminando las festividades de limpia sequia con una alegre y entusiasta “tarde taurina” en donde el astado se convertía en nunatoro.
Janabarrio, como todo barrio que se respete, ha tenido personajes que no se han perdido en el olvido y que, muy por el contrario, permanecen en el recuerdo y conversación de sus vecinos, amigos y del folklore del pueblo en general. Ellos, de una forma u otra son parte de la cultura popular que se mantiene en nuestro pueblo, entendiéndose como cultura a todo hecho o manifestación social realizada por el ser humano. Recordarlos es en realidad una forma de retroceder en nuestras vivencias, más aun cuando los años pasan de manera inexorable y veloz. Regresar mentalmente a nuestra niñez y juventud es recrear, al menos en nuestra memoria, los hermosos recuerdos que alegraron nuestras vidas. Uno de estos personajes, cuyas aventuras quien sabe no gocen de la simpatía de un sector de lectores debido a los muy peculiares aspectos personales de su vida, la cual al final de cuentas nadie tiene derecho a juzgar ni hacer escarnio, es el protagonista principal de esta nota. La idea es contar las anécdotas que como todo ser humano tuvo nuestro personaje dentro del momento que le tocó vivir.
Se le conocía como Lolli, y era un curtido campesino que pasó la mayor parte de su vida en la puna, en donde se dedicaba al pastoreo. Por esas extrañas cosas que tiene la vida había nacido hombre, pero sin ese fanatismo que enorgullece a muchos de nuestros paisanos y que los hace tan queridos por las gamblas chiquianas. Por el contrario, era de los que de lejos parecen y de cerca son. Además, y esto es justo decirlo, jamás hizo daño a nadie, por más que en algunas oportunidades sufrió vejaciones y ofensas de quienes no respetaban su condición de ser humano por su forma de ser.
Vivía en Janabarrio, en los alrededores de Oro Puquio, barrio histórico de Chiquián, muy cerca de la casa en donde se alojó el general Bolívar a su paso por nuestra ciudad durante la campaña de la guerra de independencia y que fue pocos meses antes de la batalla de Junín. A decir de un amigo cuya moderna casa está precisamente, frente a la casona que alojó al general venezolano y, si la memoria colectiva no engaña, pertenecía a la familia Chávez, su casa también es histórica. Bueno, el amigo en mención explicaba para sostener su teoría, que en esos años, cuando las botas del Libertador pisaron suelo chiquiano, su casa era un corral ubicado precisamente frente a la que alojó al héroe. Es necesario, para ser honesto con nuestras fuentes, citar textualmente las palabras de mi caro amigo cuando, muy orgullosamente por cierto, reclama el título de histórico para su residencia. El asunto es sencillo y claro como el agua de Oropuquio, sostiene mi amigo, “el Libertador, como hombre de estómago suelto y posaderas nada estreñidas de tanta pachamanca que le empujaron los notables de Chiquián, tuvo que proceder -cual guerrero de mil combates- a la evacuación de los desechos orgánicos que sobraban y molestaban su venezolana humanidad”. Es en esta parte de su argumentación, cuando la hipótesis histórica del amigo de marras, adquiere ribetes de grandiosa elocuencia y convencimiento, al concluir que, frente al ataque de semejante enemigo, el general no tuvo más remedio que presentar, rápido y caballeroso combate, acontecimiento bélico que sucedió en el exclusivo escenario de lo que hoy es patrimonio intangible de los López. Terrenos que, en ese entonces, eran lecho propicio para el crecimiento de amplias y refrescantes hojas de acelga que, sirvieron para que el fundador de cinco naciones dejara huella imperecedera de su paso por tierras chiquianas.
Volviendo a nuestro personaje debo decir que uno de los cuadros más pintorescos de nuestro Chiquián de ese entonces y que más me impresionó de niño era ver al buen Llolli llegar a Chiquián, proveniente de la puna, donde pasaba la mayor parte de su tiempo, con el jacu cruzado a la espalda en forma de apachishga, arriando dos o tres borregas para venderlas al camalero del pueblo o al mejor postor que se presentara. Caminaba a paso rápido, con sus curtidos pies de campesino apenas protegidos por el llanque de cuero de res crudo, sujeto por rudos y duros tientos del mismo material. Algunas veces lo hacía tejiendo medias de lana con espinas de hualanca que sus hábiles manos manejaban con una maestría extraordinaria que, estoy seguro, llenarían de envidia a nuestras experimentadas tejedoras andinas. En otras oportunidades hacía su entrada al pueblo con su hilado en la mano, haciendo volar el shuntu -hecho de tallo de chilca, en cuyo extremo inferior lucía un piruru de teja pulida- cual mariposa multicolor, de un lado a otro, al mejor estilo de nuestras campesinas.
Por la tarde, luego de culminar sus negocios y recibir el dinero de la venta de sus animales, nuestro héroe se ponía a celebrar su buena fortuna con algunos de sus amigos, que ha decir verdad, nunca le faltaban, sobre todo porque el buen Llolli, cuando de empinar el codo se trataba, no era del gremio de los adoradores del puño, sino todo lo contrario, generoso como él solo. Es en estos trances que le salía la vena de cantor que caracteriza a todo buen chiquiano y, luego de consumir algunas mulitas de roncancu, y al compás de una buena guitarra templada en conchucano, se podía escuchar su característica voz de falsete en las cantinas de Janabarrio: “Por mi provincia bolognesino, por mi distrito cholo chiquiano, por mi barrio janabarrino, janabarrino ladrón de amores...o noooo…” gritaba eufórico nuestro amigo, recordando quizá algún furtivo e ingrato amor pasajero.
Chiquián es una preciosa y colorida población andina peruana, con gentes buenas, trabajadoras y humildes; con una economía basada en la agricultura de consumo, algo que ahora lamentablemente está desaparenciendo. Es el centro comercial y cultural por excelencia para los pobladores del valle del río Aynín, reunidos en pequeñas poblaciones ubicadas a los dos lados del río, cuyo nombre cambia a Pativilca al desembocar en el Océano Pácífico, muy cerca del pueblo en donde Bolívar descansó de sus males y se preparó para su periplo guerrero que lo llevó a recorrer el actual departamento de Ancash y, demás está decirlo, a conocer muy de cerca, la frescura de las acelgas chiquianas.
En Chiquián, como en todo pueblo pequeño de la sierra, siempre hubo personajes de los llamados“notables”, los cuales, con aires de grandes señores de muchas campanillas, miraban a los demás como seres inferiores. En este grupo se contaban a las autoridades políticas y judiciales, quienes por lo general ocupaban esos cargos gracias a prebendas hechas o influencias conseguidas en la capital que a meritos propios, algo que a decir verdad y con muy raras excepciones, todos carecían. Con ellos se codeaban los pocos terratenientes de la zona y, uno que otro chupamedias, de los que nunca falta y, por el contrario abunda en todas partes, siempre dispuesto a realizar algún encargo o mandado, por más humilde que este sea, con tal de estar cerca al círculo de poder pueblerino. Todos ellos formaban la punta de la pirámide social del Chiquián de esos años. Una de sus características era vestir, lo que se llama de cuello y corbata. Bien, volviendo a nuestro personaje, un dia, mejor dicho una noche, luego de la primera corrida de la fiesta de la rogcha Rosa, cuando los tragos de chinguirito corren a mas no poder entre los que cuidan las palincas para la segunda corrida, el personaje de esta nota, a quien dicho sea de paso le gustaba empinar el codo de vez en cuando y, en tiempo de fiesta mejor, andaba en busca de unos tragos mas y, supongo, alguna no muy santa aventurilla nocturna.
Sucedió que se acercó a una palinca en la cual, los que bebían no le quisieron convidar un humilde trago de chinguirito. Imaginamos que la negativa se debió más al prejuicio que siempre ha existido contra aquellos seres que equivocaron su vocación masculina y que con fe ciega abrazaron la contraria. Nuestro personaje, herido en lo más profundo de sus sentimientos y, con toda la rabia que el desprecio produce, les gritó a voz en cuello, para que oyeran todos:
-¡Atatau cholos creídos!
-¡Manavalag!
-¡Para que se lo sepan, yo soy bien buscadita, no soy cualquierita!
-¡Todos los hombres de corbata de Chiquián son mis enamorados!
Y luego empezó a enumerar los nombres de muchos de los “notables” de aquella época. Verdad o producto de su imaginación avivada por el licor ingerido, lo cierto es que no quedó títere con cabeza, al menos para la labia de nuestro despechado personaje.
En otra oportunidad, y esto puede ser corroborado por otro amigo mío, quien cada que se le recuerda el incidente sufre de repentina amnesia. Luego de una jarana en alguna chingana de los alrededores, nuestro personaje se encontró con unos jovenzuelos conocidos suyos y los invitó a continuar la juerga en su casa de Janabarrio, demás está decir que éstos aceptaron encantados, después de todo unos cuantos tragos más en una noche fría no caían mal, sobre todo si eran gratis, además que la necesidad, bien sabemos, tiene cara de hereje.
Cuentan, los que eran asiduos a estas aventurillas y que ahora ya peinan respetables canas, además de ir a misa y comulgar los domingos, que Llolli en esa época criaba conejos, a los cuales alimentaba con más esmero del que ponía para alimentarse a sí mismo. Por allí vino el problema. Nuestros amigos, luego de jaranearse de lo lindo, cantaron calabaza, calabaza cada uno a su casa, excepto uno, que por alguna razón oscura y nada santa se quedó a pernoctar en el cálido hogar de nuestro personaje.
Al día siguiente, bien entrada la mañana y cuando, en compañía de sus amigotes comentaba las aventuras de la noche anterior, “el premiado” fue llamado al puesto de la Guardia Civil, ubicado, en ese entonces, en al primer piso del antiguo local municipal de la plaza de armas. El puesto, como era conocido el lugar policial en esos tiempos, estaba al mando de un sargento muy afecto a los coloquios amorosos, y a otras no tan afectivas pero sí más efectivas, si al vil metal nos referimos, con tan buena fortuna que algunos años después, terminó como dueño de un moderno restaurante, para la época se entiende, en Chasquitambo…establecimiento culinario que poco después fue arrasado por uno de esos huaycos que, en épocas de lluvia asolan nuestras serranías. Bien reza el dicho que lo mal adquirido el diablo se lo lleva. Volviendo a lo nuestro, este sargento tenía bajo su mando a dos o tres guardias civiles que habían sentado plaza y familia en Chiquián, quienes prefirieron quedarse de eternos subalternos antes de recibir un ascenso. Hacerlo hubiera significado enrumbar a otras tierras, algo que ellos ni sus familiares hubieran aceptado de buen grado. Los guardias, gracias a sus años de residencia en el pueblo, habían echado raíces, formaban parte de él, y por lo tanto gozaban del aprecio y amistad de las familias de muchos de los muchachos de entonces. Sin embargo, cuando de cumplir su deber se trataba, eran más bravos que licenciados del ejército haciendo marchar a los movilizables de sus humildes poblados en odiadas mañanas dominicales.
Volviendo al amigo ocasional de Llolli, el policía le comunicó que el motivo de la invitación a visitar el puesto era que estaba acusado de robo, que debía ir en el término de la distancia y que precisamente él estaba a su lado para asegurarse que se cumpla la orden del sargento. Frente a una invitación de ese calibre, nuestro amigo pensó que sería de muy mala educación desairar al sargento y, haciendo de tripas el corazón, tuvo que encaminarse a tan temido lugar, en donde, dicho sea de paso, ya había tenido malas experiencias por su inveterada costumbre de pernoctar en las chinganas de las afueras del pueblo; lugares en donde los jóvenes no tenían problemas para ser aceptados como parroquianos, con el aliciente que obtenían crédito fácil, dejando en prenda algún objeto de valor se entiende y, a falta de éste, el humilde pero abrigador poncho con el que todo buen chiquiano de entonces andaba premunido y que en esas épocas tenía el mismo valor que cualquiera de las tarjetas crediticias de hoy en día. Una vez en el puesto policial se enteró que la acusación que pesaba sobre él era haberse robado uno de los conejos de Llolli, quien, entre gemidos mas falsos que promesas amorosas de quinceañera, levantaba su dedo acusador en contra del mal amigo que había abusado de su confianza y roto el vínculo de complicidad nocturna, hiriéndolo en lo más profundo de su sensibilidad al hurtar uno de sus preciados roedores.
–No señor yo no he tocado ningunos de los conejos de este desgraciado- declaró muy suelto de huesos, nuestro amigo, poniendo la mejor cara de inocente que las circunstancias requerían.
-¡Mentira! -retrucó Llolli- yo tenía veinte conejos blancos y uno murucho señor sargento, este maldecido se ha robado al muruchito señor sargento, ¡A mi muruchito, que era al que yo más quería!
Así entre lloriqueos y lamentos seguía acusando a su ingrato amigo frente el impasible sargento, quien entre aburrido y divertido le preguntó:
¿Y cómo sabes qué fue este? Dijo señalando al acusado.
Llolli le explicó a la autoridad, con lujo de detalles, lo sucedido la noche anterior y de cómo el acusado había traicionado su confianza robándole el conejo más caro a sus ojos. Además, como para dar la estocada final al toro que ya está rendido, añadió ¡Señor se lo ha comido donde el maldecido chinaco G...!, yo he encontrado la lana de mi conejo murucho cuando fui a desaguar por puente Cantucho… con mi enamorado pues señor sargento…Demás está decir que el jefe policial tuvo que hacer lo imposible para guardar la debida compostura y esbozar una mal disimulada sonrisa.
Isabel Flores de Oliva fue una religiosa dominica que llevó una vida dedicada a la oración, recogimiento, y a practicar el bien. Su fama de santidad la llevó a los altares a velocidad meteórica y, como buena santa que se estime, a ser patrona de numerosos pueblos del Perú, entre ellos Chiquián, además de ser también patrona de las Filipinas. Una de las características de nuestro querido Perú es la suntuosidad con que se celebran las fiestas patronales, no hay pueblo en el territorio nacional que no se enorgullezca de la suya. Chiquián no podía ser la excepción, y es así que cada año se realiza en esa hermosa tierra una fiesta dedicada a honrar la memoria de tan bienaventurada sierva de Dios. Los festejos son en grande, duran siete días y los funcionarios a cargo de la fiesta, hacen lo imposible para quedar bien con la patrona y, sobre todos con sus invitados y hueleguisos -quienes son en definitiva los que darán el veredicto final sobre si su fiesta fue buena o no- tirando literalmente la casa por la ventana y gastando hasta lo que no tienen, para hacer que todos demuestren su devoción de una forma más mundana, valga decir comiendo, bebiendo y bailando, como si el juicio final estuviera a la vuelta de la esquina y fuera necesario aprovechar hasta el último instante de su pecadora existencia para divertirse.
Es esta festividad en donde nuestro personaje también lucía lo suyo, es decir sus mejores galas. Cuando la fiesta estaba en su apogeo y las comparsas del Inca y Rumiñahui, con sus respectivas pallas y, el Capitán y sus acompañantes deleitaban a todos con la elegancia y finura de su baile, Llolli, como todo buen chiquiano, se vacilaba en la fiesta siguiendo a las pallas para verlas y oírlas cantar; en una de estas ocacioners, un conocido suyo lo oyó cantando a media voz las canciones de las esposas del Inca, se le acercó y le preguntó maliciosamente por cierto ¿Porque no bailas de palla Llolli?- A lo que este, muy campante y suelto de huesos respondió ¡A mí me gustaría bailar de palla…pero que voy a hacer si no me buscan pues…!
Rimay Cóndor
Cuenta Garcilaso de la Vega, el insigne autor de los Comentarios Reales, de cómo Manco Cápac, luego de fundar la capital imperial del Tahuntinsuyo, dividió la ciudad en Hanan Cusco y Hurin Cusco (alto y bajo Cusco), dando origen así a la tradicional fragmentación de casi todos los poblados andinos peruanos. Con el transcurrir del tiempo dicha separación ha sido la fuente de donde han surgido amistosas rivalidades que se han ido manifestando en los diferentes quehaceres diarios y festivos de los pueblos andinos.
Chiquián, ciudad de serena y pintoresca belleza, está ubicada en la margen derecha del valle que forma el río Aynín; luce en su horizonte el majestuoso paisaje de la cordillera de Huayhuash, en donde sobresale su montaña más alta, el Yerupaja, cuya nívea blancura va tornándose de amarillo anaranjado en rojizo oscuro a medida que el sol termina su diaria travesía por los cielos andinos. La fundación de Chiquián es posterior a la llegada de los españoles y, de acuerdo a la leyenda, producto de la desesperación y prisa con la que los moradores del poblado de Matara, quienes tuvieron que salir salir huyendo de la población para evitar la mortal visita de Pisana María, personificación mítica de alguna enfermedad contagiosa y terminal que asoló el pueblo. En su desesperada búsqueda de un lugar aparente para establecerse, llegaron a los bordes de la laguna de Cegiancocha donde construyeron sus viviendas. Las primeras casas fueron levantadas en Huaytapayana, Racrán y Parientana, lugares adyacentes a la actual ciudad. Con el transcurso de los años se le fue ganando terreno a la laguna, es decir la fueron desaguando y, poco a poco, el pueblo empezó a tomar la configuración que tiene en la actualidad, con dos barrios bien definidos: Janabarrio y Urabarrio, entendiéndose como línea divisoria imaginaria la plaza de armas del pueblo. Geográficamente Janabarrio está en la parte sur de la ciudad y, antes de la instalación del servicio de agua y desagüe, satisfacía sus necesidades del líquido elemento en el manantial conocido como Oropuquio, de la misma forma que Ura barrio lo hacía en Jupash y, un poco más abajo, en Chinapagsa, a la vez que los vecinos de la a parte central del pueblo se beneficiaban de las aguas del manantial conocido como Gonogpagsa. Prueba irrefutable de los orígenes lacustres de la ciudad.
Es de entender que desde el inicio existió una amigable revalidad entre los moradores de ambos barrios, que se ponía de manifiesto sobre todo en ocasión de realizar actividades en conjunto que beneficiaban a la comunidad. Una de estas y quien sabe la más importante, era el limpia sequia, que se realizaba en octubre de cada año y, que tenía como escenario central Cochapata, en cuyo centro se erigía una capilla. A esta fiesta comunitaria llegaban los vecinos de Urabarrio, cargando en andas a San Cayetano, mientras que sus pares de Jana barrio lo hacían llevando a San Marcelo. Al caer la tarde y luego de finalizar los trabajos señalados empezaba la fiesta al compás del pincullo, lo cual era complementado además, con la participación de los Huarastucog, quienes con sus jocosas danzas e hilarantes parodias hacían las delicias de los asistentes. Terminando las festividades de limpia sequia con una alegre y entusiasta “tarde taurina” en donde el astado se convertía en nunatoro.
Janabarrio, como todo barrio que se respete, ha tenido personajes que no se han perdido en el olvido y que, muy por el contrario, permanecen en el recuerdo y conversación de sus vecinos, amigos y del folklore del pueblo en general. Ellos, de una forma u otra son parte de la cultura popular que se mantiene en nuestro pueblo, entendiéndose como cultura a todo hecho o manifestación social realizada por el ser humano. Recordarlos es en realidad una forma de retroceder en nuestras vivencias, más aun cuando los años pasan de manera inexorable y veloz. Regresar mentalmente a nuestra niñez y juventud es recrear, al menos en nuestra memoria, los hermosos recuerdos que alegraron nuestras vidas. Uno de estos personajes, cuyas aventuras quien sabe no gocen de la simpatía de un sector de lectores debido a los muy peculiares aspectos personales de su vida, la cual al final de cuentas nadie tiene derecho a juzgar ni hacer escarnio, es el protagonista principal de esta nota. La idea es contar las anécdotas que como todo ser humano tuvo nuestro personaje dentro del momento que le tocó vivir.
Se le conocía como Lolli, y era un curtido campesino que pasó la mayor parte de su vida en la puna, en donde se dedicaba al pastoreo. Por esas extrañas cosas que tiene la vida había nacido hombre, pero sin ese fanatismo que enorgullece a muchos de nuestros paisanos y que los hace tan queridos por las gamblas chiquianas. Por el contrario, era de los que de lejos parecen y de cerca son. Además, y esto es justo decirlo, jamás hizo daño a nadie, por más que en algunas oportunidades sufrió vejaciones y ofensas de quienes no respetaban su condición de ser humano por su forma de ser.
Vivía en Janabarrio, en los alrededores de Oro Puquio, barrio histórico de Chiquián, muy cerca de la casa en donde se alojó el general Bolívar a su paso por nuestra ciudad durante la campaña de la guerra de independencia y que fue pocos meses antes de la batalla de Junín. A decir de un amigo cuya moderna casa está precisamente, frente a la casona que alojó al general venezolano y, si la memoria colectiva no engaña, pertenecía a la familia Chávez, su casa también es histórica. Bueno, el amigo en mención explicaba para sostener su teoría, que en esos años, cuando las botas del Libertador pisaron suelo chiquiano, su casa era un corral ubicado precisamente frente a la que alojó al héroe. Es necesario, para ser honesto con nuestras fuentes, citar textualmente las palabras de mi caro amigo cuando, muy orgullosamente por cierto, reclama el título de histórico para su residencia. El asunto es sencillo y claro como el agua de Oropuquio, sostiene mi amigo, “el Libertador, como hombre de estómago suelto y posaderas nada estreñidas de tanta pachamanca que le empujaron los notables de Chiquián, tuvo que proceder -cual guerrero de mil combates- a la evacuación de los desechos orgánicos que sobraban y molestaban su venezolana humanidad”. Es en esta parte de su argumentación, cuando la hipótesis histórica del amigo de marras, adquiere ribetes de grandiosa elocuencia y convencimiento, al concluir que, frente al ataque de semejante enemigo, el general no tuvo más remedio que presentar, rápido y caballeroso combate, acontecimiento bélico que sucedió en el exclusivo escenario de lo que hoy es patrimonio intangible de los López. Terrenos que, en ese entonces, eran lecho propicio para el crecimiento de amplias y refrescantes hojas de acelga que, sirvieron para que el fundador de cinco naciones dejara huella imperecedera de su paso por tierras chiquianas.
Volviendo a nuestro personaje debo decir que uno de los cuadros más pintorescos de nuestro Chiquián de ese entonces y que más me impresionó de niño era ver al buen Llolli llegar a Chiquián, proveniente de la puna, donde pasaba la mayor parte de su tiempo, con el jacu cruzado a la espalda en forma de apachishga, arriando dos o tres borregas para venderlas al camalero del pueblo o al mejor postor que se presentara. Caminaba a paso rápido, con sus curtidos pies de campesino apenas protegidos por el llanque de cuero de res crudo, sujeto por rudos y duros tientos del mismo material. Algunas veces lo hacía tejiendo medias de lana con espinas de hualanca que sus hábiles manos manejaban con una maestría extraordinaria que, estoy seguro, llenarían de envidia a nuestras experimentadas tejedoras andinas. En otras oportunidades hacía su entrada al pueblo con su hilado en la mano, haciendo volar el shuntu -hecho de tallo de chilca, en cuyo extremo inferior lucía un piruru de teja pulida- cual mariposa multicolor, de un lado a otro, al mejor estilo de nuestras campesinas.
Por la tarde, luego de culminar sus negocios y recibir el dinero de la venta de sus animales, nuestro héroe se ponía a celebrar su buena fortuna con algunos de sus amigos, que ha decir verdad, nunca le faltaban, sobre todo porque el buen Llolli, cuando de empinar el codo se trataba, no era del gremio de los adoradores del puño, sino todo lo contrario, generoso como él solo. Es en estos trances que le salía la vena de cantor que caracteriza a todo buen chiquiano y, luego de consumir algunas mulitas de roncancu, y al compás de una buena guitarra templada en conchucano, se podía escuchar su característica voz de falsete en las cantinas de Janabarrio: “Por mi provincia bolognesino, por mi distrito cholo chiquiano, por mi barrio janabarrino, janabarrino ladrón de amores...o noooo…” gritaba eufórico nuestro amigo, recordando quizá algún furtivo e ingrato amor pasajero.
Chiquián es una preciosa y colorida población andina peruana, con gentes buenas, trabajadoras y humildes; con una economía basada en la agricultura de consumo, algo que ahora lamentablemente está desaparenciendo. Es el centro comercial y cultural por excelencia para los pobladores del valle del río Aynín, reunidos en pequeñas poblaciones ubicadas a los dos lados del río, cuyo nombre cambia a Pativilca al desembocar en el Océano Pácífico, muy cerca del pueblo en donde Bolívar descansó de sus males y se preparó para su periplo guerrero que lo llevó a recorrer el actual departamento de Ancash y, demás está decirlo, a conocer muy de cerca, la frescura de las acelgas chiquianas.
En Chiquián, como en todo pueblo pequeño de la sierra, siempre hubo personajes de los llamados“notables”, los cuales, con aires de grandes señores de muchas campanillas, miraban a los demás como seres inferiores. En este grupo se contaban a las autoridades políticas y judiciales, quienes por lo general ocupaban esos cargos gracias a prebendas hechas o influencias conseguidas en la capital que a meritos propios, algo que a decir verdad y con muy raras excepciones, todos carecían. Con ellos se codeaban los pocos terratenientes de la zona y, uno que otro chupamedias, de los que nunca falta y, por el contrario abunda en todas partes, siempre dispuesto a realizar algún encargo o mandado, por más humilde que este sea, con tal de estar cerca al círculo de poder pueblerino. Todos ellos formaban la punta de la pirámide social del Chiquián de esos años. Una de sus características era vestir, lo que se llama de cuello y corbata. Bien, volviendo a nuestro personaje, un dia, mejor dicho una noche, luego de la primera corrida de la fiesta de la rogcha Rosa, cuando los tragos de chinguirito corren a mas no poder entre los que cuidan las palincas para la segunda corrida, el personaje de esta nota, a quien dicho sea de paso le gustaba empinar el codo de vez en cuando y, en tiempo de fiesta mejor, andaba en busca de unos tragos mas y, supongo, alguna no muy santa aventurilla nocturna.
Sucedió que se acercó a una palinca en la cual, los que bebían no le quisieron convidar un humilde trago de chinguirito. Imaginamos que la negativa se debió más al prejuicio que siempre ha existido contra aquellos seres que equivocaron su vocación masculina y que con fe ciega abrazaron la contraria. Nuestro personaje, herido en lo más profundo de sus sentimientos y, con toda la rabia que el desprecio produce, les gritó a voz en cuello, para que oyeran todos:
-¡Atatau cholos creídos!
-¡Manavalag!
-¡Para que se lo sepan, yo soy bien buscadita, no soy cualquierita!
-¡Todos los hombres de corbata de Chiquián son mis enamorados!
Y luego empezó a enumerar los nombres de muchos de los “notables” de aquella época. Verdad o producto de su imaginación avivada por el licor ingerido, lo cierto es que no quedó títere con cabeza, al menos para la labia de nuestro despechado personaje.
En otra oportunidad, y esto puede ser corroborado por otro amigo mío, quien cada que se le recuerda el incidente sufre de repentina amnesia. Luego de una jarana en alguna chingana de los alrededores, nuestro personaje se encontró con unos jovenzuelos conocidos suyos y los invitó a continuar la juerga en su casa de Janabarrio, demás está decir que éstos aceptaron encantados, después de todo unos cuantos tragos más en una noche fría no caían mal, sobre todo si eran gratis, además que la necesidad, bien sabemos, tiene cara de hereje.
Cuentan, los que eran asiduos a estas aventurillas y que ahora ya peinan respetables canas, además de ir a misa y comulgar los domingos, que Llolli en esa época criaba conejos, a los cuales alimentaba con más esmero del que ponía para alimentarse a sí mismo. Por allí vino el problema. Nuestros amigos, luego de jaranearse de lo lindo, cantaron calabaza, calabaza cada uno a su casa, excepto uno, que por alguna razón oscura y nada santa se quedó a pernoctar en el cálido hogar de nuestro personaje.
Al día siguiente, bien entrada la mañana y cuando, en compañía de sus amigotes comentaba las aventuras de la noche anterior, “el premiado” fue llamado al puesto de la Guardia Civil, ubicado, en ese entonces, en al primer piso del antiguo local municipal de la plaza de armas. El puesto, como era conocido el lugar policial en esos tiempos, estaba al mando de un sargento muy afecto a los coloquios amorosos, y a otras no tan afectivas pero sí más efectivas, si al vil metal nos referimos, con tan buena fortuna que algunos años después, terminó como dueño de un moderno restaurante, para la época se entiende, en Chasquitambo…establecimiento culinario que poco después fue arrasado por uno de esos huaycos que, en épocas de lluvia asolan nuestras serranías. Bien reza el dicho que lo mal adquirido el diablo se lo lleva. Volviendo a lo nuestro, este sargento tenía bajo su mando a dos o tres guardias civiles que habían sentado plaza y familia en Chiquián, quienes prefirieron quedarse de eternos subalternos antes de recibir un ascenso. Hacerlo hubiera significado enrumbar a otras tierras, algo que ellos ni sus familiares hubieran aceptado de buen grado. Los guardias, gracias a sus años de residencia en el pueblo, habían echado raíces, formaban parte de él, y por lo tanto gozaban del aprecio y amistad de las familias de muchos de los muchachos de entonces. Sin embargo, cuando de cumplir su deber se trataba, eran más bravos que licenciados del ejército haciendo marchar a los movilizables de sus humildes poblados en odiadas mañanas dominicales.
Volviendo al amigo ocasional de Llolli, el policía le comunicó que el motivo de la invitación a visitar el puesto era que estaba acusado de robo, que debía ir en el término de la distancia y que precisamente él estaba a su lado para asegurarse que se cumpla la orden del sargento. Frente a una invitación de ese calibre, nuestro amigo pensó que sería de muy mala educación desairar al sargento y, haciendo de tripas el corazón, tuvo que encaminarse a tan temido lugar, en donde, dicho sea de paso, ya había tenido malas experiencias por su inveterada costumbre de pernoctar en las chinganas de las afueras del pueblo; lugares en donde los jóvenes no tenían problemas para ser aceptados como parroquianos, con el aliciente que obtenían crédito fácil, dejando en prenda algún objeto de valor se entiende y, a falta de éste, el humilde pero abrigador poncho con el que todo buen chiquiano de entonces andaba premunido y que en esas épocas tenía el mismo valor que cualquiera de las tarjetas crediticias de hoy en día. Una vez en el puesto policial se enteró que la acusación que pesaba sobre él era haberse robado uno de los conejos de Llolli, quien, entre gemidos mas falsos que promesas amorosas de quinceañera, levantaba su dedo acusador en contra del mal amigo que había abusado de su confianza y roto el vínculo de complicidad nocturna, hiriéndolo en lo más profundo de su sensibilidad al hurtar uno de sus preciados roedores.
–No señor yo no he tocado ningunos de los conejos de este desgraciado- declaró muy suelto de huesos, nuestro amigo, poniendo la mejor cara de inocente que las circunstancias requerían.
-¡Mentira! -retrucó Llolli- yo tenía veinte conejos blancos y uno murucho señor sargento, este maldecido se ha robado al muruchito señor sargento, ¡A mi muruchito, que era al que yo más quería!
Así entre lloriqueos y lamentos seguía acusando a su ingrato amigo frente el impasible sargento, quien entre aburrido y divertido le preguntó:
¿Y cómo sabes qué fue este? Dijo señalando al acusado.
Llolli le explicó a la autoridad, con lujo de detalles, lo sucedido la noche anterior y de cómo el acusado había traicionado su confianza robándole el conejo más caro a sus ojos. Además, como para dar la estocada final al toro que ya está rendido, añadió ¡Señor se lo ha comido donde el maldecido chinaco G...!, yo he encontrado la lana de mi conejo murucho cuando fui a desaguar por puente Cantucho… con mi enamorado pues señor sargento…Demás está decir que el jefe policial tuvo que hacer lo imposible para guardar la debida compostura y esbozar una mal disimulada sonrisa.
Isabel Flores de Oliva fue una religiosa dominica que llevó una vida dedicada a la oración, recogimiento, y a practicar el bien. Su fama de santidad la llevó a los altares a velocidad meteórica y, como buena santa que se estime, a ser patrona de numerosos pueblos del Perú, entre ellos Chiquián, además de ser también patrona de las Filipinas. Una de las características de nuestro querido Perú es la suntuosidad con que se celebran las fiestas patronales, no hay pueblo en el territorio nacional que no se enorgullezca de la suya. Chiquián no podía ser la excepción, y es así que cada año se realiza en esa hermosa tierra una fiesta dedicada a honrar la memoria de tan bienaventurada sierva de Dios. Los festejos son en grande, duran siete días y los funcionarios a cargo de la fiesta, hacen lo imposible para quedar bien con la patrona y, sobre todos con sus invitados y hueleguisos -quienes son en definitiva los que darán el veredicto final sobre si su fiesta fue buena o no- tirando literalmente la casa por la ventana y gastando hasta lo que no tienen, para hacer que todos demuestren su devoción de una forma más mundana, valga decir comiendo, bebiendo y bailando, como si el juicio final estuviera a la vuelta de la esquina y fuera necesario aprovechar hasta el último instante de su pecadora existencia para divertirse.
Es esta festividad en donde nuestro personaje también lucía lo suyo, es decir sus mejores galas. Cuando la fiesta estaba en su apogeo y las comparsas del Inca y Rumiñahui, con sus respectivas pallas y, el Capitán y sus acompañantes deleitaban a todos con la elegancia y finura de su baile, Llolli, como todo buen chiquiano, se vacilaba en la fiesta siguiendo a las pallas para verlas y oírlas cantar; en una de estas ocacioners, un conocido suyo lo oyó cantando a media voz las canciones de las esposas del Inca, se le acercó y le preguntó maliciosamente por cierto ¿Porque no bailas de palla Llolli?- A lo que este, muy campante y suelto de huesos respondió ¡A mí me gustaría bailar de palla…pero que voy a hacer si no me buscan pues…!
Rimay Cóndor