manuel nieves fabián
LOS RAYOS DE SANTO TORIBIO

A doña Rosa Zaragoza Ramos
Doña Rosa tenía un carácter marcadamente dominante. Su palabra era ley. Decisión que tomaba irremediablemente se cumplía.
Aquella vez cuando Zenón, su esposo, quiso ingresar como mayordomo para celebrar la fiesta de Santo Toribio se negó rotundamente. Ante la insistencia de su esposo, levantó la voz y concluyó diciendo:
–¡Si tienes tiempo y plata, puedes ser caporal o lo que gustes, pero no cuentes conmigo!
Cogió su manta, le dio la espalda, ganó la calle arreando sus ovejas y desapareció, dejando al esposo parado como un poste.
Aquella noche, en sus sueños, cuando doña Rosa volvía de su chacra, intempestivamente se topó en el camino con una simpática y jovial señorita, seguida por un anciano que difícilmente caminaba apoyándose en su bastón. Ella, al reconocerla, introdujo la mano a uno de sus bolsillos y sacó una cinta, luego le dijo:
–Rosita, ¿puedes ponerte esta escarapela azul?
Enseguida, sin darle tiempo que respondiera le entregó otra escarapela blanca y agregó:
–Este regalo llévate para Zenón.
Ella, un tanto confundida, hablo:
–¡Mamita, a mi esposo no le gustan estas cosas, para qué le voy llevar!
–Pero si no le gusta, lleva nomás y guarda en tu casa.
Diciéndole, le entregó la escarapela blanca. Ella, a regañadientes recibió y lo puso dentro de su manta y caminó con dirección al pueblo.
Al llegar a la esquina de la plaza se paró para saber a dónde se iban hospedar los desconocidos.
Ellos que, venían un tanto retrasados, optaron por no ingresar al pueblo. Escogieron el camino que pasa por la parte superior de la plaza y se fueron con dirección hacia Yunkán, de donde sale la toma del agua para abastecer al pueblo.
En ese instante, confundida y sobresaltada, se despertó.
Esa mañana, era su turno de agua, y antes de salir de casa, le contó a su esposo a cerca de su sueño y le dijo:
–Una señorita te ha mandado una escarapela blanca para que te pongas en el pecho
–Dónde está la escarapela –respondió el esposo.
–He guardado en la mesa, ahí debe estar –respondió.
Zenón, luego de reflexionar, dijo:
–Cómo va estar en la mesa si simplemente ha sido un sueño.
Luego, creyendo que podría ser una revelación de Santo Toribio, habló fuerte:
–En la fiesta seré caporal en la danza de los Negritos.
La mujer instantáneamente relacionó el regalo de las escarapelas por la señorita, luego dudó. Pensó en los gastos que ocasionaría la confección de los disfraces, los días en que quedarían abandonadas las chacras y los animales, y finalmente con mucha frialdad dijo:
–¡Zenón, si quieres puedes ser caporal, pero tú verás cómo lo haces!
Después del desayuno, sin pronunciar palabra alguna, cogieron sus herramientas y salieron al campo a regar sus sementeras.
Ni bien pasó el medio día, el cielo se cubrió de nubes y desde las cumbres empezaron a retumbar los truenos.
Zenón, un tanto preocupado por la lluvia que no le permitiría acabar de regar la primera chacra le dijo a su mujer:
–Mientras yo acabe de regar esta chacra, ayúdame. Anda a Ojococha y tienda el agua en los surcos para que vaya regando la alfalfa.
–Estoy muy cansada, anda tú mismo –respondió ella.
La lluvia, acompañado de un fuerte ventarrón, bajaba desde las cumbres hasta la quebrada, y a medida que avanzaba tomaba la figura de un apakuy tamia, es decir, de un diluvio. La mujer, frente al peligro, no tuvo tiempo sino para recoger algunas cayhuas y una calabaza verde, y cargando salió con dirección al pueblo.
Al llegar al reservorio, donde reposaba mucha agua, se encontró con Deucalicia, quien le dijo:
–Prima, el diluvio está viniendo. Está feo el tiempo. Mejor quédate. Aquí estarás segura.
–¡No puedo quedarme!¡No puedo abandonar a Zenón! ¡Tengo que preparar la cena para cuando él llegue! Trajimos bastante cancha para nuestro fiambre, pero ni tiempo hemos tenido para comer. Pásame tu mate para darte. ¡Tanto peso! ¡para qué estar cargando!
Deucalicia, alcanzó un recipiente a su vez le entregó una porción de mote para que vaya comiendo por el camino.
El maíz dulce y cocido le iba endulzando la boca, pero al ver que la lluvia se aproximaba en medio de truenos y relámpagos se puso a pensar en voz alta: «Si la lluvia llega hasta aquí, estoy perdida. ¡Tengo sólo una manta para cubrirme!»
En ese momento retumbó un trueno espectacular en las alturas de Gaganana. En medio de su asombro la tierra pareció temblar, pero ni bien acabó de pestañar, cual un látigo zigzagueante brilló el rayo a sus espaldas y como un dardo incandescente cayó a sus pies. En ese instante rodó por el piso y perdió el conocimiento.
No se sabe cuánto tiempo estuvo arrojada en el camino. Cuando despertó, sentía un vacío en el cerebro. Le parecía tener la cabeza destapada. Se cogió fuertemente con ambas manos para comprobar que la sangre manaba, pero no había ni una sola gota. A su alrededor, vio su manta tirada a un costado del camino y la calabaza en medio de las cayhuas, regadas en el piso.
No había ni un alma que la auxiliara. Se levantó como pudo y caminando, haciendo cruces, trastabillando logró llegar a su casa. Se sentó en un rincón sin poder ni hablar. Su madre que la esperaba, al notarla triste, no dijo nada, pensó que estaría así por haberse peleado con su esposo.
Cuando ya al anochecer llegó Zenón, con palabras entrecortadas, sollozando, le contó lo que le había sucedido. Él respondió sin darle mayor importancia: «¡Eso te pasa por no haberme escuchado! ¿Por qué pues no fuiste a regar la alfalfa?»
Ella seguía lamentándose. El intenso dolor de cabeza no la dejaba en paz. Así pasó toda la noche, quejándose.
Tenía la sensación que la parte posterior de su cráneo estaba completamente destrozado. Sentía un gran vacío, algo así como un pozo hondo, tan hondo, por donde fácilmente el aire ingresaba como por un túnel.
Doña Crisola, su comadre, curandera del pueblo, al saber que era obra del rayo dijo que era un milagro que estuviera con vida. Cogió una porción de azufre, lo diluyó en un balde con agua y desde lo alto como si fuera agua de lluvia hizo que cayera sobre la cabeza hasta despintar las últimas manchas ennegrecidas.
Los días siguientes ella misma, a cada instante se lavaba, haciendo que el chorro de agua cayera sobre su cráneo sin que al agua tuviera contacto con sus manos.
Durante esos días las escarapelas azul y blanca parecían flotar en el vacío de su inmenso cráneo y el chorro de agua poco a poco los fue mojando hasta que finalmente se cerró la abertura y doña Rosa recuperó la sonrisa.
Manuel Nieves Fabian
Doña Rosa tenía un carácter marcadamente dominante. Su palabra era ley. Decisión que tomaba irremediablemente se cumplía.
Aquella vez cuando Zenón, su esposo, quiso ingresar como mayordomo para celebrar la fiesta de Santo Toribio se negó rotundamente. Ante la insistencia de su esposo, levantó la voz y concluyó diciendo:
–¡Si tienes tiempo y plata, puedes ser caporal o lo que gustes, pero no cuentes conmigo!
Cogió su manta, le dio la espalda, ganó la calle arreando sus ovejas y desapareció, dejando al esposo parado como un poste.
Aquella noche, en sus sueños, cuando doña Rosa volvía de su chacra, intempestivamente se topó en el camino con una simpática y jovial señorita, seguida por un anciano que difícilmente caminaba apoyándose en su bastón. Ella, al reconocerla, introdujo la mano a uno de sus bolsillos y sacó una cinta, luego le dijo:
–Rosita, ¿puedes ponerte esta escarapela azul?
Enseguida, sin darle tiempo que respondiera le entregó otra escarapela blanca y agregó:
–Este regalo llévate para Zenón.
Ella, un tanto confundida, hablo:
–¡Mamita, a mi esposo no le gustan estas cosas, para qué le voy llevar!
–Pero si no le gusta, lleva nomás y guarda en tu casa.
Diciéndole, le entregó la escarapela blanca. Ella, a regañadientes recibió y lo puso dentro de su manta y caminó con dirección al pueblo.
Al llegar a la esquina de la plaza se paró para saber a dónde se iban hospedar los desconocidos.
Ellos que, venían un tanto retrasados, optaron por no ingresar al pueblo. Escogieron el camino que pasa por la parte superior de la plaza y se fueron con dirección hacia Yunkán, de donde sale la toma del agua para abastecer al pueblo.
En ese instante, confundida y sobresaltada, se despertó.
Esa mañana, era su turno de agua, y antes de salir de casa, le contó a su esposo a cerca de su sueño y le dijo:
–Una señorita te ha mandado una escarapela blanca para que te pongas en el pecho
–Dónde está la escarapela –respondió el esposo.
–He guardado en la mesa, ahí debe estar –respondió.
Zenón, luego de reflexionar, dijo:
–Cómo va estar en la mesa si simplemente ha sido un sueño.
Luego, creyendo que podría ser una revelación de Santo Toribio, habló fuerte:
–En la fiesta seré caporal en la danza de los Negritos.
La mujer instantáneamente relacionó el regalo de las escarapelas por la señorita, luego dudó. Pensó en los gastos que ocasionaría la confección de los disfraces, los días en que quedarían abandonadas las chacras y los animales, y finalmente con mucha frialdad dijo:
–¡Zenón, si quieres puedes ser caporal, pero tú verás cómo lo haces!
Después del desayuno, sin pronunciar palabra alguna, cogieron sus herramientas y salieron al campo a regar sus sementeras.
Ni bien pasó el medio día, el cielo se cubrió de nubes y desde las cumbres empezaron a retumbar los truenos.
Zenón, un tanto preocupado por la lluvia que no le permitiría acabar de regar la primera chacra le dijo a su mujer:
–Mientras yo acabe de regar esta chacra, ayúdame. Anda a Ojococha y tienda el agua en los surcos para que vaya regando la alfalfa.
–Estoy muy cansada, anda tú mismo –respondió ella.
La lluvia, acompañado de un fuerte ventarrón, bajaba desde las cumbres hasta la quebrada, y a medida que avanzaba tomaba la figura de un apakuy tamia, es decir, de un diluvio. La mujer, frente al peligro, no tuvo tiempo sino para recoger algunas cayhuas y una calabaza verde, y cargando salió con dirección al pueblo.
Al llegar al reservorio, donde reposaba mucha agua, se encontró con Deucalicia, quien le dijo:
–Prima, el diluvio está viniendo. Está feo el tiempo. Mejor quédate. Aquí estarás segura.
–¡No puedo quedarme!¡No puedo abandonar a Zenón! ¡Tengo que preparar la cena para cuando él llegue! Trajimos bastante cancha para nuestro fiambre, pero ni tiempo hemos tenido para comer. Pásame tu mate para darte. ¡Tanto peso! ¡para qué estar cargando!
Deucalicia, alcanzó un recipiente a su vez le entregó una porción de mote para que vaya comiendo por el camino.
El maíz dulce y cocido le iba endulzando la boca, pero al ver que la lluvia se aproximaba en medio de truenos y relámpagos se puso a pensar en voz alta: «Si la lluvia llega hasta aquí, estoy perdida. ¡Tengo sólo una manta para cubrirme!»
En ese momento retumbó un trueno espectacular en las alturas de Gaganana. En medio de su asombro la tierra pareció temblar, pero ni bien acabó de pestañar, cual un látigo zigzagueante brilló el rayo a sus espaldas y como un dardo incandescente cayó a sus pies. En ese instante rodó por el piso y perdió el conocimiento.
No se sabe cuánto tiempo estuvo arrojada en el camino. Cuando despertó, sentía un vacío en el cerebro. Le parecía tener la cabeza destapada. Se cogió fuertemente con ambas manos para comprobar que la sangre manaba, pero no había ni una sola gota. A su alrededor, vio su manta tirada a un costado del camino y la calabaza en medio de las cayhuas, regadas en el piso.
No había ni un alma que la auxiliara. Se levantó como pudo y caminando, haciendo cruces, trastabillando logró llegar a su casa. Se sentó en un rincón sin poder ni hablar. Su madre que la esperaba, al notarla triste, no dijo nada, pensó que estaría así por haberse peleado con su esposo.
Cuando ya al anochecer llegó Zenón, con palabras entrecortadas, sollozando, le contó lo que le había sucedido. Él respondió sin darle mayor importancia: «¡Eso te pasa por no haberme escuchado! ¿Por qué pues no fuiste a regar la alfalfa?»
Ella seguía lamentándose. El intenso dolor de cabeza no la dejaba en paz. Así pasó toda la noche, quejándose.
Tenía la sensación que la parte posterior de su cráneo estaba completamente destrozado. Sentía un gran vacío, algo así como un pozo hondo, tan hondo, por donde fácilmente el aire ingresaba como por un túnel.
Doña Crisola, su comadre, curandera del pueblo, al saber que era obra del rayo dijo que era un milagro que estuviera con vida. Cogió una porción de azufre, lo diluyó en un balde con agua y desde lo alto como si fuera agua de lluvia hizo que cayera sobre la cabeza hasta despintar las últimas manchas ennegrecidas.
Los días siguientes ella misma, a cada instante se lavaba, haciendo que el chorro de agua cayera sobre su cráneo sin que al agua tuviera contacto con sus manos.
Durante esos días las escarapelas azul y blanca parecían flotar en el vacío de su inmenso cráneo y el chorro de agua poco a poco los fue mojando hasta que finalmente se cerró la abertura y doña Rosa recuperó la sonrisa.
Manuel Nieves Fabian