manuel l. nieves fabián
BUEN GALLO
Iba colgado, amarrado cerca de l a baticola, en las ancas de un asno. Desde que salí del pueblo empezó mi suplicio. Con la cabeza colgada, cual badajo de campana, me balanceaba entre los fornidos muslos del jumento.
En medio de la modorra del largo y agobiante viaje me llegó al oído el sonido característico de las aguas que parecían precipitarse por una quebrada. Efectivamente, estando ya cerca del desfiladero comprobé que un riachuelo bullicioso bajaba desde las alturas y corría por entre las yerbas y alisales. En aquel refrescante y acogedor paisaje, el agua al chocar en su loca cerrera contra las piedras de cantos rodados, salpicaba con sus finísimas gotas mis ojos redondos y mi cuello de plumas doradas.
La sombra y la frescura del ambiente me transportaron a los días de tranquilidad, donde junto a la «Morocha» removía la tierra y el polvo, debajo de los frondosos molles que adornaban la granja. Al tratar de acomodarme de esa embarazosa posición sentí que las cuerdas que ataban mis patas parecían aflojarse. Con la sola idea de deshacerme de las ataduras mi alma se llenó de tanta satisfacción al imaginarme que podía caminar en libertad después de estas inacabables horas de martirio; pero inmediatamente, aguijoneando mis carnes, desfilaron las ideas que irremediablemente caería al piso, ya sea de cabeza, de costado, pero caería y rodaría; ya me imaginaba mi cuerpo lleno de chinchones y moretones. Mis mujeres que son tan chismosas se reirían de mí. Me confundirían con un cobarde y me echarían en cara que ya no era un buen gallo. Sólo con pensarlo ya veía a la «Colorada», a la «Puka kunka» y también a la «Carioca» cacareando llenas de ira, mofándose y acusándome de enclenque y miserable.
Todas estas ideas rondaban en mi cabeza mientras que el pollino se refrescaba bebiendo abundante agua.
*****
Como todavía no había orden de partida para reiniciar el viaje, cual un relámpago se dibujó ante mis ojos la manera episódica de mi captura. Sorpresivamente me cogieron del cuello y me enjaularon. Fueron instantes de confusión en medio de ese laberinto de voces. Apenas pataleé y no tuve tiempo ni para protestar. Dentro de las rejas de finos alambres pensé que habría sido escogido para agradar el paladar de mis captores; pero había otra posibilidad, quizá me conducirían, cual combatiente cautivo, a lugares lejanos para entregarme a otros dueños. Si fuera el primer caso, era la forma más injusta e indigna de acabar mis días. No concebía la idea de ser destrozado en porciones para servir de adorno a los platos sobre las mesas. Si fuera el segundo caso, me imaginaba ser un gladiador, dispuesto a vencer al enemigo para conservar el honor y la vida. Perdido en un limbo de enmarañadas ideas me olvidé de ver la hora para cantar como siempre lo hacía en la madrugada ¡Qué iba cantar en esa condición tan difícil! No sabiendo a quién acudir, en silencio imaginariamente recorría cada rincón del corral y del huerto colmado de frutos, en eso llegó el mozo que siempre nos alimentaba, me sacó de la jaula y me introdujo al fondo de un costal. Allí permanecí cautivo, encerrado, como si hubiese cometido el más atroz de los delitos. La boca del fardel estaba asegurado con una enorme pita. Era una cárcel tan segura, donde un ejército de gallos y gallinas difícilmente podrían haberme rescatado.
*****
Las curvas del camino que aparecían unas tras otras eran semejantes a los que habíamos dejado horas atrás. Ascendían cual serpientes trepadoras desde las tierras cálidas y abrigadas hasta la cima de los cerros donde el frío muerde y entumece los huesos.
Yo, cual San Pedro en el pleno martirio, con mis patas aprisionadas por la cuerda, la sangre golpeándome el cerebro, los ojos enrojecidos y las venas de mis oídos zumbándome interminablemente iba dormitando. En los instantes que ligeramente abría mis ojos se dibujaba la inmensa pampa llena de cascajos y al fondo los perfiles de los cerros sobre el cielo azul.
Al pisar bruscamente en falso el animal fui lanzado hacia adelante y sentí que las cuerdas ya sólo apretaban la punta de mis patas; entonces cerré mis ojos para no caer sobre las piedras, yerbas, barros o sobre las afiladas púas de las espinas listas a pinchar. Lo cierto es que cuando me di cuenta ya estaba tirado sobre unos palos a un costado del camino. Un tanto desmayado y adolorido, al tratar de incorporarme, sentí que la cabeza me daba vueltas y el mundo giraba como si fuese un remolino. Por primera vez, desde abajo, pude contemplar la inmensidad del cielo lleno de vida en aquella mañana de radiante sol.
Don Críspulo, mi amo, ni sintió mi caída, iba delante de su asno, un tanto encorvado, con el sudor cayéndole por debajo de la corona del sombrero.
A pesar de tener el cuerpo maltratado, un tanto atolondrado me levanté y corrí tras mi amo que ya había avanzado buen trecho. Di un canto sonoro, pedí auxilio, pero él no me escuchó. Se fue dejándome solo, desamparado, abandonado.
Parado en medio del camino no sabía qué decisión tomar. Por primera vez me sentí desprotegido. Ante la adversidad simplemente tuve que darme fuerzas y confiar en mí. Mis armas nunca me fallaron, ni en las lides más reñidas. Siempre he dado gracias a estas espuelas y a este pico victorioso en las batallas.
*****
Para vencer el infortunio una y mil veces repetía en silencio: «El mundo es hermoso y la vida también. Para vivir es necesario luchar. El futuro está en nuestras manos. Lo construimos nosotros mismos. No es cierta aquella afirmación: ´Ya todo está escrito´, ´Ya nada podemos hacer´. Aquellos seres con una fortaleza espiritual, con convicción, decisión y coraje siempre triunfarán. A los necios y pusilánimes les espera la derrota».
Finalmente, en voz alta, con firmeza y mucha fe pronuncié estas palabras: «¡Si quieres vencer al enemigo tienes que ser inteligente, valiente y audaz!»
Armado de estos valores salí dispuesto a enfrentarme a la adversidad, a afrontar y desafiar a la voracidad de las mucas mostrencas y al apetito de los zorros de finos olfatos y afilados dientes.
Corría cerrando mis ojos por entre la polvareda, pero al llegar al final de la curva el camino se diluía y volvía a aparecer más arriba, entonces decidí correr en línea recta cuesta arriba por entre las yerbas y arbustos. Jadeando, con el pico abierto, de entre las malezas, trataba de ubicar el camino con la esperanza de verle a Críspulo. Estaba seguro que él nunca me abandonaría. Quizá al darse cuenta que no estaba su gallo cautivo sobre las ancas de su asno estaría volviendo a buscarme. Tenía la esperanza de volver a verle la cara. De tanto correr sudaba a chorros y la respiración me ahogaba. Críspulo y su asno habían desaparecido. Por última vez estiré mi pescuezo lo más alto que pude y solo el camino se perdía entre las nubes que raudas pasaban arrastradas por el viento.
A un costado de donde estaba se dibujaba una quebrada donde crecían numerosos árboles que parecían dirigirse en procesión hasta el pueblo. Pensé que era el lugar más adecuado para acortar distancia. Ingresé al monte y caminé sin descanso. A medida que avanzaba me topaba con los árboles, arbustos y malezas que parecían vivir hermanados con los brazos entrelazados. Era difícil encontrar un espacio para pasar esta especie de muro. Toda la mañana y hasta el mediodía deambulé de un lado para otro. La vegetación crecía tan tupida que no me dejaba ver el cielo. Por entre las yerbas parecía encontrar un camino pero unos pasos más arriba aparecía un escollo y otro escollo, hasta que finalmente la tarde se ensombreció. No había duda, la oscuridad llegaría pronto portando en su seno miles de angustias llenas de misterios. Sólo con pensar en la noche sentí el frío electrizante y el miedo sembrando temores.
*******
Durante todo el día no había probado bocado alguno. El hambre devorador me hizo comprender que vivir en casa era tan cómodo. Allí, tenía de todo, nada me faltaba. El deseo de comer me hizo comprender que cuando tenemos de todo no valoramos los granos de maíz tirados sobre el piso, menos las lombrices culebreándose sobre la tierra húmeda del patio. Nuestra cabeza no piensa en el trabajo porque todo lo tenemos a nuestro alcance. El amo nos proporciona los alimentos, unas veces para engordar y pasar a mejor vida, pero mayormente para producir. A ellos les interesa tener una granja poblada con muchos pollos y pollas, y abundante carne y huevo, que son sus delicias.
Aquella noche los granos de maíz y las lombrices se dibujaban en mi mente y pasaban, cual películas provocadoras, ante mis ojos extasiados de pena en esa soledad y ese vacío.
En la oscuridad, el monte se llenó de sonidos misteriosos semejantes a conciertos con voces de infinidad de insectos. Desde mi escondite miraba a las luciérnagas que prendían y apagaban sus luces y a los búhos que con sus vuelos
En medio de la modorra del largo y agobiante viaje me llegó al oído el sonido característico de las aguas que parecían precipitarse por una quebrada. Efectivamente, estando ya cerca del desfiladero comprobé que un riachuelo bullicioso bajaba desde las alturas y corría por entre las yerbas y alisales. En aquel refrescante y acogedor paisaje, el agua al chocar en su loca cerrera contra las piedras de cantos rodados, salpicaba con sus finísimas gotas mis ojos redondos y mi cuello de plumas doradas.
La sombra y la frescura del ambiente me transportaron a los días de tranquilidad, donde junto a la «Morocha» removía la tierra y el polvo, debajo de los frondosos molles que adornaban la granja. Al tratar de acomodarme de esa embarazosa posición sentí que las cuerdas que ataban mis patas parecían aflojarse. Con la sola idea de deshacerme de las ataduras mi alma se llenó de tanta satisfacción al imaginarme que podía caminar en libertad después de estas inacabables horas de martirio; pero inmediatamente, aguijoneando mis carnes, desfilaron las ideas que irremediablemente caería al piso, ya sea de cabeza, de costado, pero caería y rodaría; ya me imaginaba mi cuerpo lleno de chinchones y moretones. Mis mujeres que son tan chismosas se reirían de mí. Me confundirían con un cobarde y me echarían en cara que ya no era un buen gallo. Sólo con pensarlo ya veía a la «Colorada», a la «Puka kunka» y también a la «Carioca» cacareando llenas de ira, mofándose y acusándome de enclenque y miserable.
Todas estas ideas rondaban en mi cabeza mientras que el pollino se refrescaba bebiendo abundante agua.
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Como todavía no había orden de partida para reiniciar el viaje, cual un relámpago se dibujó ante mis ojos la manera episódica de mi captura. Sorpresivamente me cogieron del cuello y me enjaularon. Fueron instantes de confusión en medio de ese laberinto de voces. Apenas pataleé y no tuve tiempo ni para protestar. Dentro de las rejas de finos alambres pensé que habría sido escogido para agradar el paladar de mis captores; pero había otra posibilidad, quizá me conducirían, cual combatiente cautivo, a lugares lejanos para entregarme a otros dueños. Si fuera el primer caso, era la forma más injusta e indigna de acabar mis días. No concebía la idea de ser destrozado en porciones para servir de adorno a los platos sobre las mesas. Si fuera el segundo caso, me imaginaba ser un gladiador, dispuesto a vencer al enemigo para conservar el honor y la vida. Perdido en un limbo de enmarañadas ideas me olvidé de ver la hora para cantar como siempre lo hacía en la madrugada ¡Qué iba cantar en esa condición tan difícil! No sabiendo a quién acudir, en silencio imaginariamente recorría cada rincón del corral y del huerto colmado de frutos, en eso llegó el mozo que siempre nos alimentaba, me sacó de la jaula y me introdujo al fondo de un costal. Allí permanecí cautivo, encerrado, como si hubiese cometido el más atroz de los delitos. La boca del fardel estaba asegurado con una enorme pita. Era una cárcel tan segura, donde un ejército de gallos y gallinas difícilmente podrían haberme rescatado.
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Las curvas del camino que aparecían unas tras otras eran semejantes a los que habíamos dejado horas atrás. Ascendían cual serpientes trepadoras desde las tierras cálidas y abrigadas hasta la cima de los cerros donde el frío muerde y entumece los huesos.
Yo, cual San Pedro en el pleno martirio, con mis patas aprisionadas por la cuerda, la sangre golpeándome el cerebro, los ojos enrojecidos y las venas de mis oídos zumbándome interminablemente iba dormitando. En los instantes que ligeramente abría mis ojos se dibujaba la inmensa pampa llena de cascajos y al fondo los perfiles de los cerros sobre el cielo azul.
Al pisar bruscamente en falso el animal fui lanzado hacia adelante y sentí que las cuerdas ya sólo apretaban la punta de mis patas; entonces cerré mis ojos para no caer sobre las piedras, yerbas, barros o sobre las afiladas púas de las espinas listas a pinchar. Lo cierto es que cuando me di cuenta ya estaba tirado sobre unos palos a un costado del camino. Un tanto desmayado y adolorido, al tratar de incorporarme, sentí que la cabeza me daba vueltas y el mundo giraba como si fuese un remolino. Por primera vez, desde abajo, pude contemplar la inmensidad del cielo lleno de vida en aquella mañana de radiante sol.
Don Críspulo, mi amo, ni sintió mi caída, iba delante de su asno, un tanto encorvado, con el sudor cayéndole por debajo de la corona del sombrero.
A pesar de tener el cuerpo maltratado, un tanto atolondrado me levanté y corrí tras mi amo que ya había avanzado buen trecho. Di un canto sonoro, pedí auxilio, pero él no me escuchó. Se fue dejándome solo, desamparado, abandonado.
Parado en medio del camino no sabía qué decisión tomar. Por primera vez me sentí desprotegido. Ante la adversidad simplemente tuve que darme fuerzas y confiar en mí. Mis armas nunca me fallaron, ni en las lides más reñidas. Siempre he dado gracias a estas espuelas y a este pico victorioso en las batallas.
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Para vencer el infortunio una y mil veces repetía en silencio: «El mundo es hermoso y la vida también. Para vivir es necesario luchar. El futuro está en nuestras manos. Lo construimos nosotros mismos. No es cierta aquella afirmación: ´Ya todo está escrito´, ´Ya nada podemos hacer´. Aquellos seres con una fortaleza espiritual, con convicción, decisión y coraje siempre triunfarán. A los necios y pusilánimes les espera la derrota».
Finalmente, en voz alta, con firmeza y mucha fe pronuncié estas palabras: «¡Si quieres vencer al enemigo tienes que ser inteligente, valiente y audaz!»
Armado de estos valores salí dispuesto a enfrentarme a la adversidad, a afrontar y desafiar a la voracidad de las mucas mostrencas y al apetito de los zorros de finos olfatos y afilados dientes.
Corría cerrando mis ojos por entre la polvareda, pero al llegar al final de la curva el camino se diluía y volvía a aparecer más arriba, entonces decidí correr en línea recta cuesta arriba por entre las yerbas y arbustos. Jadeando, con el pico abierto, de entre las malezas, trataba de ubicar el camino con la esperanza de verle a Críspulo. Estaba seguro que él nunca me abandonaría. Quizá al darse cuenta que no estaba su gallo cautivo sobre las ancas de su asno estaría volviendo a buscarme. Tenía la esperanza de volver a verle la cara. De tanto correr sudaba a chorros y la respiración me ahogaba. Críspulo y su asno habían desaparecido. Por última vez estiré mi pescuezo lo más alto que pude y solo el camino se perdía entre las nubes que raudas pasaban arrastradas por el viento.
A un costado de donde estaba se dibujaba una quebrada donde crecían numerosos árboles que parecían dirigirse en procesión hasta el pueblo. Pensé que era el lugar más adecuado para acortar distancia. Ingresé al monte y caminé sin descanso. A medida que avanzaba me topaba con los árboles, arbustos y malezas que parecían vivir hermanados con los brazos entrelazados. Era difícil encontrar un espacio para pasar esta especie de muro. Toda la mañana y hasta el mediodía deambulé de un lado para otro. La vegetación crecía tan tupida que no me dejaba ver el cielo. Por entre las yerbas parecía encontrar un camino pero unos pasos más arriba aparecía un escollo y otro escollo, hasta que finalmente la tarde se ensombreció. No había duda, la oscuridad llegaría pronto portando en su seno miles de angustias llenas de misterios. Sólo con pensar en la noche sentí el frío electrizante y el miedo sembrando temores.
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Durante todo el día no había probado bocado alguno. El hambre devorador me hizo comprender que vivir en casa era tan cómodo. Allí, tenía de todo, nada me faltaba. El deseo de comer me hizo comprender que cuando tenemos de todo no valoramos los granos de maíz tirados sobre el piso, menos las lombrices culebreándose sobre la tierra húmeda del patio. Nuestra cabeza no piensa en el trabajo porque todo lo tenemos a nuestro alcance. El amo nos proporciona los alimentos, unas veces para engordar y pasar a mejor vida, pero mayormente para producir. A ellos les interesa tener una granja poblada con muchos pollos y pollas, y abundante carne y huevo, que son sus delicias.
Aquella noche los granos de maíz y las lombrices se dibujaban en mi mente y pasaban, cual películas provocadoras, ante mis ojos extasiados de pena en esa soledad y ese vacío.
En la oscuridad, el monte se llenó de sonidos misteriosos semejantes a conciertos con voces de infinidad de insectos. Desde mi escondite miraba a las luciérnagas que prendían y apagaban sus luces y a los búhos que con sus vuelos
rasantes atrapaban y saboreaban a los bichos nocturnos. Sobre las hojas secas arrojadas en el piso se escuchaban los pasos menudos de gatos monteses. Yo, en silencio, debajo de un inmenso tronco, permanecía inmóvil. Ante el inminente peligro de ser descubierto opté por subir de rama en rama hasta lo más alto del árbol. Desde arriba, ya cerca de las estrellas, pude ver a los animales nocturnos y hasta sentí que el zorro o la muca se atrevían a trepar a mi árbol protector; entonces opté por subir más arriba hasta la rama más delgada que amenazaba con quebrase.
Después de esa incesante e interminable zozobra a punto de acabar mi vida por fin rayó el alba y llegó la mañana cantando su dulce canción y llena de alegría mostrando sus dientes de marfil.
*******
Los rayos solares cual lenguas abrigadoras cubrieron mi cuerpo, a pesar de ello, aún sentía la piel de gallina. Eran miles de granulaciones que se resistían a desaparecer. Desde lo alto eché un vistazo con sumo cuidado. Estudié hasta los mínimos detalles de toda esa naturaleza. Estando seguro que ya no había peligro bajé de mi árbol protector.
Con las fuerzas renovadas corrí sin descanso por la quebrada, y de un momento a otro me encontré a la entrada de la población.
Ahora, mi problema era a dónde ir, a qué casa llegar. Era un perfecto desconocido, un don nadie. En aquellas horas en que hacía falta las ideas claras recordé los consejos que siempre solía decir mi padre: «Un gallo siempre tiene buen olfato, huele a las gallinas aunque estuvieran encerradas con siete candados». Para comprobar si era cierto corrí por dónde mi intuición me llevaba y me topé con un enorme muro. Hice esfuerzos supremos, salté tan alto y casi volando llegué a la parte más alta de la pared. Desde allí pude ver a las gallinas que tan despreocupadas se paseaban en el corral. Como buen gallo, respiré hondo, di unos aletazos tan fuertes y me salió el ¡quiquiriquí! de siempre. Al escuchar mi voz, sorprendidas y con mucha curiosidad alzaron sus miradas. El gallo del corral, herido en su amor propio, saltó como un rayo a defender lo que era suyo. Para mí, un gallo osado, audaz y atrevido, no fue problema. De un salto caí a una prudente distancia, ericé las plumas que adornaban mi precioso cuello, di unos cuantos picotazos al suelo midiéndolo y estudiando su reacción. Noté que era un gallo de mi edad, también muy valiente que no permitía a ningún intruso dentro de sus dominios. Me acerqué lo más que pude, mientras las gallinas casi incrédulas por mi osadía me miraban desconcertadas, atónitas. Un aletazo y un picotazo en la cresta hicieron que mi rival trastabillara, entonces ellas, cual barristas, unas alentaban a su gallo, y otras se parcializaron por mí. Ambos, cual gladiadores, nos medíamos esperando el ataque.
Él quiso vengarse del primer sopapo recibido, y yo intuí lo que iba hacer. Dio un salto con las espuelas al frente y el pico dispuesto acabar conmigo. Encogí el cuerpo lo más que pude y él pasó sobre mí como un vendaval. Cuando trató de incorporarse yo lo esperaba con el escudo y la espada para el ataque. Desesperado, se levantó como pudo y salto en falso y esto causó risa a todas las gallinas y muchas de ellas disimuladamente empezaron a burlarse de su gallo. Al verme dispuesto para el ataque, se descontroló, con la cresta enrojecida por la ira saltó sin medir a dónde llegaría su estocada, momento que aproveché para cogerlo en el airé. Primero fue un aletazo de izquierda y otro de derecha casi simultáneamente que lo atolondró, mientras mis dos espuelas se clavaron en sus dos costados y rematé con un picotazo tan feroz en la parte superior del pico. Los efectos sucesivos de mis ataques lo dejaron desarmado. Con el dolor que le hacía ver estrellas empezó a correr para refugiarse entre las rejas en un rincón del gallinero.
Entonces, victorioso, como todo un señor, estiré el cuello y mi ¡quiquiriquí! con gran estruendo retumbó en todo el corral. A partir de ese momento me rodearon las gallinas y también las pollas y admiraron que yo era un buen gallo. Allí recordé los versos que cantaban mis mayores:
Al buen gallo se conoce
Cuando canta en corral ajeno
Cuando sacude sus alas
Por el pico se conoce.
Una y otra vez la canción recorría en mi mente mientras las gallinas, todas eran mías.
Cuando extasiado contemplaba la conquista de mi nuevo imperio, un señor de avanzada edad abrió la puerta del corral y al verme convertido en el nuevo rey, sorprendido y hasta con temor no dejaba de mirarme, luego exclamó en voz alta:
-¡Debe ser hijo del demonio o de alguna brujería!
No podía comprender cómo había aparecido misteriosamente y conquistado el nuevo reino destronando a su gallo predilecto.
Tras él ingresó ruidosamente una niña de cabellos cortos, ojos casi redondos y vivaces y corrió hacia mí exclamando:
-¡Qué hermoso gallo, papito!
A partir de ese día fui el preferido de las gallinas y pollas del corral y también de mis nuevos amos.
*****
Pasaron los meses y los años y la granja se superpobló. Los jovencitos, cuyas crestas ya empezaban a aflorar, tenían un plumaje muy parecido al mío. Ellos desaparecían misteriosamente. Es muy posible que eran llevados a los mercados o a otras granjas.
Cuando me di cuenta, ya los años me pesaban, pues mi cuerpo no era igual que antes. Muchas tardes, en mis horas de sosiego meditaba y comparaba mi vida con la de los patriarcas de la Biblia. Claro, yo no era ningún patriarca, pero nos asemejábamos en tener tantas mujeres. Lo curioso es que la historia se repetía, pues los hijos al crecer se peleaban por el reino, mientras el padre nada podía hacer. Era el final de la vida. La idea era un tanto dolorosa y no me agradaba acabar destronado. Como las ideas nunca están quietas, se dibujaba ante mis ojos la otra manera de acabar, lo más trágico y denigrante para un gallo victorioso de tantas hazañas. No era justo ser decapitado y descuartizado como cualquier bicho para ser devorado y triturado miserablemente. ¡Qué triste y contradictoria historia era la vida!
Entre estas y otras cavilaciones, junto a las gallinas que me tenían tanta estimación, acostumbraba bañarme con tierra y polvo. Acurrucado en el pequeño hoyo, casi como soñando, con los ojos cerrados recordaba aquella canción:
Cuando el gallo llega a viejo
No quisiera tener esa vida
Porque dicen que de viejo
Reemplazan a las gallinas
Cuánto de verdad tendrían estos versos. Yo soy un gallo viejo, pero un gallo muy especial y no creo llegar a tal extremo. Siempre debemos mantener la fortaleza, sobre todo el honor. Cuando filosofaba como los grandes pensadores, un sonoro ¡quiquiriquí! rompió el silencio de aquella tarde. Fue un aguijonazo que partió mi corazón. Desde hace buen tiempo muchos pollos ya se habían hecho gallos. Uno de ellos, el más fornido, gallardo y muy parecido a mí empezó enamorar a mis mujeres, luego se acercó cautelosamente al hoyo donde estaba bañándome, erizó las plumas del cuello, y soberbio, con tanta fortaleza y confianza me retó a medirme. Dio unos picotazos al piso invitándome al ataque. Comprendí que mis días de gloria habían acabado, el tiempo, cual máquina indetenible, me había conducido a este momento final. Era mi hijo, fiel retrato de su padre.
Cuando cerré mis ojos escuché el canto victorioso de las batallas, pues la voz resonante de mi sucesor, ante la admiración de mis mujeres, se paseaba triunfante y glorioso por todo el corral.
Después de esa incesante e interminable zozobra a punto de acabar mi vida por fin rayó el alba y llegó la mañana cantando su dulce canción y llena de alegría mostrando sus dientes de marfil.
*******
Los rayos solares cual lenguas abrigadoras cubrieron mi cuerpo, a pesar de ello, aún sentía la piel de gallina. Eran miles de granulaciones que se resistían a desaparecer. Desde lo alto eché un vistazo con sumo cuidado. Estudié hasta los mínimos detalles de toda esa naturaleza. Estando seguro que ya no había peligro bajé de mi árbol protector.
Con las fuerzas renovadas corrí sin descanso por la quebrada, y de un momento a otro me encontré a la entrada de la población.
Ahora, mi problema era a dónde ir, a qué casa llegar. Era un perfecto desconocido, un don nadie. En aquellas horas en que hacía falta las ideas claras recordé los consejos que siempre solía decir mi padre: «Un gallo siempre tiene buen olfato, huele a las gallinas aunque estuvieran encerradas con siete candados». Para comprobar si era cierto corrí por dónde mi intuición me llevaba y me topé con un enorme muro. Hice esfuerzos supremos, salté tan alto y casi volando llegué a la parte más alta de la pared. Desde allí pude ver a las gallinas que tan despreocupadas se paseaban en el corral. Como buen gallo, respiré hondo, di unos aletazos tan fuertes y me salió el ¡quiquiriquí! de siempre. Al escuchar mi voz, sorprendidas y con mucha curiosidad alzaron sus miradas. El gallo del corral, herido en su amor propio, saltó como un rayo a defender lo que era suyo. Para mí, un gallo osado, audaz y atrevido, no fue problema. De un salto caí a una prudente distancia, ericé las plumas que adornaban mi precioso cuello, di unos cuantos picotazos al suelo midiéndolo y estudiando su reacción. Noté que era un gallo de mi edad, también muy valiente que no permitía a ningún intruso dentro de sus dominios. Me acerqué lo más que pude, mientras las gallinas casi incrédulas por mi osadía me miraban desconcertadas, atónitas. Un aletazo y un picotazo en la cresta hicieron que mi rival trastabillara, entonces ellas, cual barristas, unas alentaban a su gallo, y otras se parcializaron por mí. Ambos, cual gladiadores, nos medíamos esperando el ataque.
Él quiso vengarse del primer sopapo recibido, y yo intuí lo que iba hacer. Dio un salto con las espuelas al frente y el pico dispuesto acabar conmigo. Encogí el cuerpo lo más que pude y él pasó sobre mí como un vendaval. Cuando trató de incorporarse yo lo esperaba con el escudo y la espada para el ataque. Desesperado, se levantó como pudo y salto en falso y esto causó risa a todas las gallinas y muchas de ellas disimuladamente empezaron a burlarse de su gallo. Al verme dispuesto para el ataque, se descontroló, con la cresta enrojecida por la ira saltó sin medir a dónde llegaría su estocada, momento que aproveché para cogerlo en el airé. Primero fue un aletazo de izquierda y otro de derecha casi simultáneamente que lo atolondró, mientras mis dos espuelas se clavaron en sus dos costados y rematé con un picotazo tan feroz en la parte superior del pico. Los efectos sucesivos de mis ataques lo dejaron desarmado. Con el dolor que le hacía ver estrellas empezó a correr para refugiarse entre las rejas en un rincón del gallinero.
Entonces, victorioso, como todo un señor, estiré el cuello y mi ¡quiquiriquí! con gran estruendo retumbó en todo el corral. A partir de ese momento me rodearon las gallinas y también las pollas y admiraron que yo era un buen gallo. Allí recordé los versos que cantaban mis mayores:
Al buen gallo se conoce
Cuando canta en corral ajeno
Cuando sacude sus alas
Por el pico se conoce.
Una y otra vez la canción recorría en mi mente mientras las gallinas, todas eran mías.
Cuando extasiado contemplaba la conquista de mi nuevo imperio, un señor de avanzada edad abrió la puerta del corral y al verme convertido en el nuevo rey, sorprendido y hasta con temor no dejaba de mirarme, luego exclamó en voz alta:
-¡Debe ser hijo del demonio o de alguna brujería!
No podía comprender cómo había aparecido misteriosamente y conquistado el nuevo reino destronando a su gallo predilecto.
Tras él ingresó ruidosamente una niña de cabellos cortos, ojos casi redondos y vivaces y corrió hacia mí exclamando:
-¡Qué hermoso gallo, papito!
A partir de ese día fui el preferido de las gallinas y pollas del corral y también de mis nuevos amos.
*****
Pasaron los meses y los años y la granja se superpobló. Los jovencitos, cuyas crestas ya empezaban a aflorar, tenían un plumaje muy parecido al mío. Ellos desaparecían misteriosamente. Es muy posible que eran llevados a los mercados o a otras granjas.
Cuando me di cuenta, ya los años me pesaban, pues mi cuerpo no era igual que antes. Muchas tardes, en mis horas de sosiego meditaba y comparaba mi vida con la de los patriarcas de la Biblia. Claro, yo no era ningún patriarca, pero nos asemejábamos en tener tantas mujeres. Lo curioso es que la historia se repetía, pues los hijos al crecer se peleaban por el reino, mientras el padre nada podía hacer. Era el final de la vida. La idea era un tanto dolorosa y no me agradaba acabar destronado. Como las ideas nunca están quietas, se dibujaba ante mis ojos la otra manera de acabar, lo más trágico y denigrante para un gallo victorioso de tantas hazañas. No era justo ser decapitado y descuartizado como cualquier bicho para ser devorado y triturado miserablemente. ¡Qué triste y contradictoria historia era la vida!
Entre estas y otras cavilaciones, junto a las gallinas que me tenían tanta estimación, acostumbraba bañarme con tierra y polvo. Acurrucado en el pequeño hoyo, casi como soñando, con los ojos cerrados recordaba aquella canción:
Cuando el gallo llega a viejo
No quisiera tener esa vida
Porque dicen que de viejo
Reemplazan a las gallinas
Cuánto de verdad tendrían estos versos. Yo soy un gallo viejo, pero un gallo muy especial y no creo llegar a tal extremo. Siempre debemos mantener la fortaleza, sobre todo el honor. Cuando filosofaba como los grandes pensadores, un sonoro ¡quiquiriquí! rompió el silencio de aquella tarde. Fue un aguijonazo que partió mi corazón. Desde hace buen tiempo muchos pollos ya se habían hecho gallos. Uno de ellos, el más fornido, gallardo y muy parecido a mí empezó enamorar a mis mujeres, luego se acercó cautelosamente al hoyo donde estaba bañándome, erizó las plumas del cuello, y soberbio, con tanta fortaleza y confianza me retó a medirme. Dio unos picotazos al piso invitándome al ataque. Comprendí que mis días de gloria habían acabado, el tiempo, cual máquina indetenible, me había conducido a este momento final. Era mi hijo, fiel retrato de su padre.
Cuando cerré mis ojos escuché el canto victorioso de las batallas, pues la voz resonante de mi sucesor, ante la admiración de mis mujeres, se paseaba triunfante y glorioso por todo el corral.
Manuela L. Nieves Fabián
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