manuel nieves fabián
LA VUELTA DEL SOLDADO
Después de la guerra los soldados volvieron a sus pueblos vivando a la patria y cantando canciones que solían entonar en la conflagración fenecida.
Aquella tarde mientras los niños jugábamos en la calle, de improviso, un joven vestido rigurosamente de soldado ingresó por la calle central del pueblo marchando con pasos marciales y vivando a la patria. Todos lo mirábamos un tanto asombrados por los pasos que resonaban sobre la calle empedrada. Pasó junto a nosotros con la mirada al frente y sus voces resonaban llamando la atención de las gentes que se aprestaban a cenar después de la larga jornada del día. Al llegar al final de las escasas cuadras del pueblo dio la voz de mando: ¡Alto! Se paró, y pronunció aún más fuerte: ¡A la derecha, derecha!, y desapareció marchando tras el inmenso portón que daba la impresión de haberlo estado esperando durante largos años.
Horas más tarde, entre el júbilo y la alegría, corrían las voces en el pueblo que Herminio, el joven enrolado por los gendarmes, había vuelto al hogar después de largos años de haber servido a la patria.
Después de las interminables horas de aquella noche, ya al amanecer, muy curiosos, las gentes como era costumbre en el pueblo, se reunieron en las esquinas de las cuadras y comentaban unas veces exagerando las penurias en el cuartel y la valentía de los soldados en la conflagración con el territorio vecino a raíz de los límites territoriales.
Todos esperaban con ansias que Herminio apareciera por debajo del arco del inmenso portón para verlo y escuchar de sus labios los comentarios que hacían los vecinos.
Hace cinco años el gobernador del distrito había recibido la orden del subprefecto de la provincia para enrolar a los conscriptos. La autoridad distrital a su vez se puso de acuerdo con los tenientes gobernadores de los anexos para cumplir la orden. Aprovechando la oscuridad de la noche, las autoridades, acompañados por un par de guardias, cual zorros en caza de gallinas, ingresaron al pueblo. La noticia rápidamente se regó y muchos jóvenes huyeron como pudieron poniéndose a salvo. Cuando clareó la mañana comprobaron que sólo Herminio había sido capturado mientras dormía plácidamente junto a Justina, su esposa, con siete meses de embarazo.
La despedida del futuro soldado fue muy dolorosa.
Ante la expectativa de la población, Herminio salió de la casa del teniente gobernador con las manos atadas con una inmensa soga, mientras que el otro extremo de la cuerda estaba asegurado en la montura del caballo que cabalgaba uno de los guardias.
Aquella mañana de sol radiante las calles fueron escenario de esa procesión muy original, donde niños, mujeres jóvenes y los adultos iban tras del “preso”, unos llorando y otros gimiendo por la partida de un hijo del pueblo. Sabían muy bien, aquellos que iban a la guerra ya nunca volvían. Esa mañana fue una despedida para siempre.
Cuando el detenido ingresó a la quebrada de Sucshash y salió casi corriendo al paso de los caballos hacia las faldas de Mishawaroma, las mujeres se subieron a la chacra de Tomás Fabián y en coro cantaron los harawis de despedida:
Canisino, mana mansakoq
kawarqa kutimunkimi
wañurqa mananam,
way palomitallay
wayayayyy.
Wagankush wagankush wayta
waytallay
mamaykipis, taytaykipis wagallanmi,
way palomitallay
wayayayyy
TRADUCCIÓN
Canisino valiente
si vives volverás,
si mueres ya no ya,
ay palomita
wayayayyy.
Flor de wagankush, flor de wagankush
mi linda flor
tu padre y tu madre están llorando,
ay palomita
wayayayyy.
Eran voces y versos llenos de sentimientos que hacían llorar a toda la gente apostada a la salida del pueblo. Así, entre harawis de dolor desapareció la última silueta del futuro soldado por las faldas de Wagapata.
Pasado los años no hubo noticias de Herminio, todos lo daban por muerto.
En aquella guerra, cuyo escenario fue la frontera de la patria, muchos se quedaron para siempre por efectos de las balas vomitadas por las ametralladoras; unos enterrados bajo las hojas secas, debajo de los troncos tendidos a lo largo de la selva y otros, arrastrados por las turbulentas aguas de los ríos y devorados por las pirañas.
En plena guerra, unos jóvenes sobrevivientes, muy malheridos, con las costras de donde aún goteaban la sangre, volvieron a los pueblos vecinos cantando y vivando al Perú.
A través de ellos tuvieron noticias de Herminio. Decían que el valiente soldado había sido destacado al Batallón Rojo para luchar casi cuerpo a cuerpo con el enemigo.
Justina, por aquellos días, con la emoción de saber que estaba vivo el padre de su hijo dio a luz un robusto bebé.
Después de tantas angustias y horas de zozobras vividos todos esos años difundieron la noticia del fin de la guerra.
En la capital de la república los familiares de los soldados se agolparon en el aeropuerto para reencontrase con sus hijos, hermanos y parientes. El inmenso avión de guerra, como rugiendo las arengas para darse fuerza y valor, surcó los cielos y aterrizó con signos de bravura. Desde las barandas del terminal cientos de ojos esperaban ansiosos que las puertas del avión se abrieran. A medida que el tiempo transcurría los corazones vibraban hasta que las escalinatas toparon el piso por donde los bravos soldados aparecieron correctamente uniformados.
Los niños fueron los primeros en correr al encuentro de sus padres. Al reconocerlos, padres e hijos se confundieron entre llantos de alegría. Lo importante era que estaban vivos.
Herminio, al pisar tierra no encontró a ningún conocido, ni siquiera a sus paisanos, entonces divisó los cerros que agonizaban en el mar. En sus ojos se dibujaron las imágenes de Justina y de su pequeño hijo corriendo a su encuentro, la alegría de sus papás que los miraban asombrados por verlo con vida. Fueron instantes de una fugaz ilusión. Vuelto a la realidad, en su soledad no hubo ni un saludo, ni un abrazo. Perdido anduvo de un lado para otro. Entonces nuevamente volvió a mirar los cerros de arenales que se perdían hacia el norte. Entre las siluetas escogió el paso más bajo y guiado por las orillas del río inició el retorno, sin importarle cuánto duraría esa empresa.
A medida que avanzaba los cerros y las quebradas iban creciendo hasta que dejó de ver el mar y cual animal montaraz se internó a los andes.
Semanas tras semanas anduvo perdido cruzando de un cerro para otro. Durante días y noches el frío de las inmensas punas azotaba sus carnes. Las pastoras de ovejas, además de brindarle alimentos, día tras día le aconsejaban el camino a seguir. Después de muchas semanas de hambre y sed empezó a bordear una inmensa laguna, y al final se topó con la extensa Pampa de Lampas. Al reconocerlo sintió el aire y el calor del terruño. La emoción le embargaba porque estaba muy cerca de su lar querido. Desaparecieron el hambre y el cansancio, renació la fuerza, y reemprendió el retorno venciendo la barrera de los ichos, los charcos y pantanos regados en la pampa infinita
Después fatigosas y agotadoras horas la pampa quedó atrás y apareció cual un inmenso espejo el impresionante Yarupajá que orgulloso mostraba su blancura en el horizonte. Apresuró sus pasos y descendió hacia la quebrada donde el Pativilca cual una enorme serpiente corría hacia el mar. Ya casi al oscurecer pudo notar las siluetas de su pueblo. Muy contento ingresó a Wagapata y desde aquella falda contempló sus campos donde verdeaban los maizales y alfalfares. Con la emoción anudada en la garganta avanzó y de pronto se dio cuenta que ya estaba en el barrio de Pacay, a la entrada del pueblo. Respiró muy hondo y renació el valor, el coraje tantas veces usado en la guerra. Se ajustó el cinturón, amarró cuidadosamente las hebillas de sus zapatos, dio la orden:
–¡De frenteee! ¡Marcheee!
E ingresó victorioso por la calle central ante la mirada atónita de los niños que jugaban con la pelota de trapo en la angosta calle empedrada.
Al amanecer, aún vestido de soldado, con su risa siempre contagiante salió por debajo del portón en forma de arco y se dirigió a la esquina de la cuadra donde la gente lo esperaba con impaciencia. Sus zapatos de cuero, que parecían botas, resonaban sobre el piso. Todos, casi incrédulos, lo miraban asombrados. Nunca habían visto a un paisano vestido de soldado. Era para no creer, era él mismo Herminio, el hermano que se fue a servir a la patria, aunque un poco cambiado por su cabellera de corte militar. Los hombres se abalanzaron para abrazarlo. Todos habían pensado que nunca más volverían a verlo porque la guerra era un infierno de dónde los soldados jamás volvían vivos.
Luego de los momentos de regocijo, en un castellano no tan bien hablado con una voz sonora y firme dijo:
–Servir a la patria es un gran honor porque allí se aprende amar y defender al Perú, la nación donde nacimos.
Y bajando la voz narró los innumerables momentos en que sorteó a la muerte, como aquel trágico día donde casi perdió la vida. Con la mirada perdida como si aún sintiera el dolor de la herida, refirió:
–Aquel día el sargento del batallón ordenó ¡ataque! Nosotros como leones embravecidos nos internamos al bosque buscando al enemigo. Cuando cruzaba un pequeño claro en el monte, desde arriba, desde los árboles, salió un tiro de fusil, cuya bala ingresó por debajo de mi clavícula y salió por el omóplato. El dolor fue como una estocada mortal que caí rodando por debajo de las ramas de los árboles como una paloma herida.
Para demostrar la veracidad de su relato se desabotonó la camisa y mostró la profunda cicatriz, una especie de arco encima del pecho, y en la espalda otra cicatriz similar.
Como si aún viviera ese instante fatal, continuó:
–De inmediato, el cuerpo de rescate me ubicó, y aún brotando abundante sangre por el pecho y la espalda fui trasladado al hospital de campaña. En dos semanas mis heridas se cicatrizaron y apenas estuve sano, nuevamente volví al frente.
Con sus ojos fijos mirando al frente como si el enemigo estuviera allí continuó hablando:
–La ley de la guerra es matar, si no matas, te matan. Matas a hermanos que jamás conociste y ellos tampoco nos conocen, es una muerte absurda…
La gente lo escuchaba asombrado y en silencio. Al notar que sus palabras eran entendidas habló acerca de la patria:
–La patria, el Perú, es la franja de tierra donde hemos nacido. Somos peruanos los nacidos desde Tacna hasta Tumbes, desde Lima hasta Loreto. Todos conformamos la nación peruana; sin embargo, dentro de esta nación hay otras pequeñas naciones que hablan otros idiomas y tienen otras costumbres, y ellos también son peruanos que defienden a la patria igual que nosotros.
Aspiró bastante aire, y luego de una pausa habló de la guerra:
–La guerra es la lucha entre dos naciones distintas, cada uno defiende a lo suyo. Cada nación lleva hasta las fronteras a sus mejores hijos. Unos son soldados del ejército, otros son de la marina y también hay soldados de la aviación. El ataque del uno al otro es total, por aire, tierra y mar. Si quieres vencer tienes aprovechar los errores mínimos del enemigo, para ello los soldados tenemos que estudiar la historia y los accidentes geográficos del país con el que luchamos. Los soldados tenemos que saber cómo se desplazan ellos, qué clase de armas usan, cómo están sus estados de ánimo. El ataque tiene que ser en el momento preciso, si es posible por sorpresa para desarticularlos y finalmente vencer. Un paso en falso nos puede costar muertos y heridos, como también la derrota.
Durante todo este tiempo siempre me he preguntado ¿Por qué y para qué las guerras? Con mis amigos del batallón discutíamos que la guerra no solo era para la defensa del territorio, detrás de ello se escondían muchos intereses. Ustedes deben saber que en la guerra del 79 perdimos Tarapacá y Arica, dos inmensos territorios. Al final se llevaron los chilenos. Es cierto que Chile se quedó con nuestros dos departamentos, pero ¿quién se aprovechó de la guerra? No fue Chile, sino, fue Inglaterra que vendió sus armas, sus buques, sus aviones, y como no pudieron pagar en dinero, Chile les cedió los inmensos campos salitreros que abundaba en nuestros territorios perdidos. Eso buscaba Inglaterra, pues salió doblemente beneficiado.
En la guerra con el Ecuador durante los diferentes gobiernos hasta la época del “japuco”, el Gran Imperio y otras potencias se aprovecharon de nosotros. Ellos son los que fabrican las guerras para vendernos sus armas ya en desuso.
Ahora, en esta era neoliberal, todo es negocio para ellos. A pesar de poseer grandes recursos económicos su ambición es acaparar cuantiosa fortuna, para ello usan sus inventos sofisticados, desde los cohetes teledirigidos hasta los celulares que contienen todo tipo de información.
En todas las guerras nosotros fuimos los más perjudicados porque tuvimos que pagar el precio de sus máquinas con nuestras materias primas y a precios ridículos, al antojo del comprador.
Las guerras modernas ya no son las confrontaciones bélicas clásicas. Ahora Estados Unidos y las grandes potencias si quieren apoderarse de nuestros bosques, de nuestros minerales y hasta de nuestras aguas, buscan sus aliados en los países subdesarrollados, sobornan a los gobernantes títeres y a través de ellos se llevan nuestras riquezas. Si alguna nación se opone a sus intereses, usan sus medios de difusión para desprestigiar a los presidentes considerados como las ovejas negras. Si aún persisten en su negativa los amenazan usando el chantaje, la guerra psicológica, el bloqueo económico, el golpe de estado o simplemente intervienen militarmente. Todas estas cosas he aprendido, he abierto los ojos.
Herminio bajó la cabeza y se quedó meditando, luego, mirando a su auditorio, como ratificando su convicción y su formación de soldado, hijo del pueblo, concluyó:
–He aprendido amar a la patria, y la única manera de amar y defender, no sólo es con el valor, el heroismo y el patriotismo, sino con la unidad del pueblo, y a través de esa unidad tomar conciencia de nuestra realidad, educarnos para vencer a las fuerzas que nos oprimen, fortalecer nuestras organizaciones, nuestra producción interna, desarrollarnos, y nuestros gobernantes gobiernen para el pueblo y no para los piojos que nos chupan la sangre y engordan a costa de nuestro trabajo.
Manuel Nieves Fabián
[email protected]
Aquella tarde mientras los niños jugábamos en la calle, de improviso, un joven vestido rigurosamente de soldado ingresó por la calle central del pueblo marchando con pasos marciales y vivando a la patria. Todos lo mirábamos un tanto asombrados por los pasos que resonaban sobre la calle empedrada. Pasó junto a nosotros con la mirada al frente y sus voces resonaban llamando la atención de las gentes que se aprestaban a cenar después de la larga jornada del día. Al llegar al final de las escasas cuadras del pueblo dio la voz de mando: ¡Alto! Se paró, y pronunció aún más fuerte: ¡A la derecha, derecha!, y desapareció marchando tras el inmenso portón que daba la impresión de haberlo estado esperando durante largos años.
Horas más tarde, entre el júbilo y la alegría, corrían las voces en el pueblo que Herminio, el joven enrolado por los gendarmes, había vuelto al hogar después de largos años de haber servido a la patria.
Después de las interminables horas de aquella noche, ya al amanecer, muy curiosos, las gentes como era costumbre en el pueblo, se reunieron en las esquinas de las cuadras y comentaban unas veces exagerando las penurias en el cuartel y la valentía de los soldados en la conflagración con el territorio vecino a raíz de los límites territoriales.
Todos esperaban con ansias que Herminio apareciera por debajo del arco del inmenso portón para verlo y escuchar de sus labios los comentarios que hacían los vecinos.
Hace cinco años el gobernador del distrito había recibido la orden del subprefecto de la provincia para enrolar a los conscriptos. La autoridad distrital a su vez se puso de acuerdo con los tenientes gobernadores de los anexos para cumplir la orden. Aprovechando la oscuridad de la noche, las autoridades, acompañados por un par de guardias, cual zorros en caza de gallinas, ingresaron al pueblo. La noticia rápidamente se regó y muchos jóvenes huyeron como pudieron poniéndose a salvo. Cuando clareó la mañana comprobaron que sólo Herminio había sido capturado mientras dormía plácidamente junto a Justina, su esposa, con siete meses de embarazo.
La despedida del futuro soldado fue muy dolorosa.
Ante la expectativa de la población, Herminio salió de la casa del teniente gobernador con las manos atadas con una inmensa soga, mientras que el otro extremo de la cuerda estaba asegurado en la montura del caballo que cabalgaba uno de los guardias.
Aquella mañana de sol radiante las calles fueron escenario de esa procesión muy original, donde niños, mujeres jóvenes y los adultos iban tras del “preso”, unos llorando y otros gimiendo por la partida de un hijo del pueblo. Sabían muy bien, aquellos que iban a la guerra ya nunca volvían. Esa mañana fue una despedida para siempre.
Cuando el detenido ingresó a la quebrada de Sucshash y salió casi corriendo al paso de los caballos hacia las faldas de Mishawaroma, las mujeres se subieron a la chacra de Tomás Fabián y en coro cantaron los harawis de despedida:
Canisino, mana mansakoq
kawarqa kutimunkimi
wañurqa mananam,
way palomitallay
wayayayyy.
Wagankush wagankush wayta
waytallay
mamaykipis, taytaykipis wagallanmi,
way palomitallay
wayayayyy
TRADUCCIÓN
Canisino valiente
si vives volverás,
si mueres ya no ya,
ay palomita
wayayayyy.
Flor de wagankush, flor de wagankush
mi linda flor
tu padre y tu madre están llorando,
ay palomita
wayayayyy.
Eran voces y versos llenos de sentimientos que hacían llorar a toda la gente apostada a la salida del pueblo. Así, entre harawis de dolor desapareció la última silueta del futuro soldado por las faldas de Wagapata.
Pasado los años no hubo noticias de Herminio, todos lo daban por muerto.
En aquella guerra, cuyo escenario fue la frontera de la patria, muchos se quedaron para siempre por efectos de las balas vomitadas por las ametralladoras; unos enterrados bajo las hojas secas, debajo de los troncos tendidos a lo largo de la selva y otros, arrastrados por las turbulentas aguas de los ríos y devorados por las pirañas.
En plena guerra, unos jóvenes sobrevivientes, muy malheridos, con las costras de donde aún goteaban la sangre, volvieron a los pueblos vecinos cantando y vivando al Perú.
A través de ellos tuvieron noticias de Herminio. Decían que el valiente soldado había sido destacado al Batallón Rojo para luchar casi cuerpo a cuerpo con el enemigo.
Justina, por aquellos días, con la emoción de saber que estaba vivo el padre de su hijo dio a luz un robusto bebé.
Después de tantas angustias y horas de zozobras vividos todos esos años difundieron la noticia del fin de la guerra.
En la capital de la república los familiares de los soldados se agolparon en el aeropuerto para reencontrase con sus hijos, hermanos y parientes. El inmenso avión de guerra, como rugiendo las arengas para darse fuerza y valor, surcó los cielos y aterrizó con signos de bravura. Desde las barandas del terminal cientos de ojos esperaban ansiosos que las puertas del avión se abrieran. A medida que el tiempo transcurría los corazones vibraban hasta que las escalinatas toparon el piso por donde los bravos soldados aparecieron correctamente uniformados.
Los niños fueron los primeros en correr al encuentro de sus padres. Al reconocerlos, padres e hijos se confundieron entre llantos de alegría. Lo importante era que estaban vivos.
Herminio, al pisar tierra no encontró a ningún conocido, ni siquiera a sus paisanos, entonces divisó los cerros que agonizaban en el mar. En sus ojos se dibujaron las imágenes de Justina y de su pequeño hijo corriendo a su encuentro, la alegría de sus papás que los miraban asombrados por verlo con vida. Fueron instantes de una fugaz ilusión. Vuelto a la realidad, en su soledad no hubo ni un saludo, ni un abrazo. Perdido anduvo de un lado para otro. Entonces nuevamente volvió a mirar los cerros de arenales que se perdían hacia el norte. Entre las siluetas escogió el paso más bajo y guiado por las orillas del río inició el retorno, sin importarle cuánto duraría esa empresa.
A medida que avanzaba los cerros y las quebradas iban creciendo hasta que dejó de ver el mar y cual animal montaraz se internó a los andes.
Semanas tras semanas anduvo perdido cruzando de un cerro para otro. Durante días y noches el frío de las inmensas punas azotaba sus carnes. Las pastoras de ovejas, además de brindarle alimentos, día tras día le aconsejaban el camino a seguir. Después de muchas semanas de hambre y sed empezó a bordear una inmensa laguna, y al final se topó con la extensa Pampa de Lampas. Al reconocerlo sintió el aire y el calor del terruño. La emoción le embargaba porque estaba muy cerca de su lar querido. Desaparecieron el hambre y el cansancio, renació la fuerza, y reemprendió el retorno venciendo la barrera de los ichos, los charcos y pantanos regados en la pampa infinita
Después fatigosas y agotadoras horas la pampa quedó atrás y apareció cual un inmenso espejo el impresionante Yarupajá que orgulloso mostraba su blancura en el horizonte. Apresuró sus pasos y descendió hacia la quebrada donde el Pativilca cual una enorme serpiente corría hacia el mar. Ya casi al oscurecer pudo notar las siluetas de su pueblo. Muy contento ingresó a Wagapata y desde aquella falda contempló sus campos donde verdeaban los maizales y alfalfares. Con la emoción anudada en la garganta avanzó y de pronto se dio cuenta que ya estaba en el barrio de Pacay, a la entrada del pueblo. Respiró muy hondo y renació el valor, el coraje tantas veces usado en la guerra. Se ajustó el cinturón, amarró cuidadosamente las hebillas de sus zapatos, dio la orden:
–¡De frenteee! ¡Marcheee!
E ingresó victorioso por la calle central ante la mirada atónita de los niños que jugaban con la pelota de trapo en la angosta calle empedrada.
Al amanecer, aún vestido de soldado, con su risa siempre contagiante salió por debajo del portón en forma de arco y se dirigió a la esquina de la cuadra donde la gente lo esperaba con impaciencia. Sus zapatos de cuero, que parecían botas, resonaban sobre el piso. Todos, casi incrédulos, lo miraban asombrados. Nunca habían visto a un paisano vestido de soldado. Era para no creer, era él mismo Herminio, el hermano que se fue a servir a la patria, aunque un poco cambiado por su cabellera de corte militar. Los hombres se abalanzaron para abrazarlo. Todos habían pensado que nunca más volverían a verlo porque la guerra era un infierno de dónde los soldados jamás volvían vivos.
Luego de los momentos de regocijo, en un castellano no tan bien hablado con una voz sonora y firme dijo:
–Servir a la patria es un gran honor porque allí se aprende amar y defender al Perú, la nación donde nacimos.
Y bajando la voz narró los innumerables momentos en que sorteó a la muerte, como aquel trágico día donde casi perdió la vida. Con la mirada perdida como si aún sintiera el dolor de la herida, refirió:
–Aquel día el sargento del batallón ordenó ¡ataque! Nosotros como leones embravecidos nos internamos al bosque buscando al enemigo. Cuando cruzaba un pequeño claro en el monte, desde arriba, desde los árboles, salió un tiro de fusil, cuya bala ingresó por debajo de mi clavícula y salió por el omóplato. El dolor fue como una estocada mortal que caí rodando por debajo de las ramas de los árboles como una paloma herida.
Para demostrar la veracidad de su relato se desabotonó la camisa y mostró la profunda cicatriz, una especie de arco encima del pecho, y en la espalda otra cicatriz similar.
Como si aún viviera ese instante fatal, continuó:
–De inmediato, el cuerpo de rescate me ubicó, y aún brotando abundante sangre por el pecho y la espalda fui trasladado al hospital de campaña. En dos semanas mis heridas se cicatrizaron y apenas estuve sano, nuevamente volví al frente.
Con sus ojos fijos mirando al frente como si el enemigo estuviera allí continuó hablando:
–La ley de la guerra es matar, si no matas, te matan. Matas a hermanos que jamás conociste y ellos tampoco nos conocen, es una muerte absurda…
La gente lo escuchaba asombrado y en silencio. Al notar que sus palabras eran entendidas habló acerca de la patria:
–La patria, el Perú, es la franja de tierra donde hemos nacido. Somos peruanos los nacidos desde Tacna hasta Tumbes, desde Lima hasta Loreto. Todos conformamos la nación peruana; sin embargo, dentro de esta nación hay otras pequeñas naciones que hablan otros idiomas y tienen otras costumbres, y ellos también son peruanos que defienden a la patria igual que nosotros.
Aspiró bastante aire, y luego de una pausa habló de la guerra:
–La guerra es la lucha entre dos naciones distintas, cada uno defiende a lo suyo. Cada nación lleva hasta las fronteras a sus mejores hijos. Unos son soldados del ejército, otros son de la marina y también hay soldados de la aviación. El ataque del uno al otro es total, por aire, tierra y mar. Si quieres vencer tienes aprovechar los errores mínimos del enemigo, para ello los soldados tenemos que estudiar la historia y los accidentes geográficos del país con el que luchamos. Los soldados tenemos que saber cómo se desplazan ellos, qué clase de armas usan, cómo están sus estados de ánimo. El ataque tiene que ser en el momento preciso, si es posible por sorpresa para desarticularlos y finalmente vencer. Un paso en falso nos puede costar muertos y heridos, como también la derrota.
Durante todo este tiempo siempre me he preguntado ¿Por qué y para qué las guerras? Con mis amigos del batallón discutíamos que la guerra no solo era para la defensa del territorio, detrás de ello se escondían muchos intereses. Ustedes deben saber que en la guerra del 79 perdimos Tarapacá y Arica, dos inmensos territorios. Al final se llevaron los chilenos. Es cierto que Chile se quedó con nuestros dos departamentos, pero ¿quién se aprovechó de la guerra? No fue Chile, sino, fue Inglaterra que vendió sus armas, sus buques, sus aviones, y como no pudieron pagar en dinero, Chile les cedió los inmensos campos salitreros que abundaba en nuestros territorios perdidos. Eso buscaba Inglaterra, pues salió doblemente beneficiado.
En la guerra con el Ecuador durante los diferentes gobiernos hasta la época del “japuco”, el Gran Imperio y otras potencias se aprovecharon de nosotros. Ellos son los que fabrican las guerras para vendernos sus armas ya en desuso.
Ahora, en esta era neoliberal, todo es negocio para ellos. A pesar de poseer grandes recursos económicos su ambición es acaparar cuantiosa fortuna, para ello usan sus inventos sofisticados, desde los cohetes teledirigidos hasta los celulares que contienen todo tipo de información.
En todas las guerras nosotros fuimos los más perjudicados porque tuvimos que pagar el precio de sus máquinas con nuestras materias primas y a precios ridículos, al antojo del comprador.
Las guerras modernas ya no son las confrontaciones bélicas clásicas. Ahora Estados Unidos y las grandes potencias si quieren apoderarse de nuestros bosques, de nuestros minerales y hasta de nuestras aguas, buscan sus aliados en los países subdesarrollados, sobornan a los gobernantes títeres y a través de ellos se llevan nuestras riquezas. Si alguna nación se opone a sus intereses, usan sus medios de difusión para desprestigiar a los presidentes considerados como las ovejas negras. Si aún persisten en su negativa los amenazan usando el chantaje, la guerra psicológica, el bloqueo económico, el golpe de estado o simplemente intervienen militarmente. Todas estas cosas he aprendido, he abierto los ojos.
Herminio bajó la cabeza y se quedó meditando, luego, mirando a su auditorio, como ratificando su convicción y su formación de soldado, hijo del pueblo, concluyó:
–He aprendido amar a la patria, y la única manera de amar y defender, no sólo es con el valor, el heroismo y el patriotismo, sino con la unidad del pueblo, y a través de esa unidad tomar conciencia de nuestra realidad, educarnos para vencer a las fuerzas que nos oprimen, fortalecer nuestras organizaciones, nuestra producción interna, desarrollarnos, y nuestros gobernantes gobiernen para el pueblo y no para los piojos que nos chupan la sangre y engordan a costa de nuestro trabajo.
Manuel Nieves Fabián
[email protected]