G A T I T O
(Cuento popular)
Eran dos hermanos: uno rico y el otro pobre. El rico no se condolía del pobre, pues vivía cómodamente sin importarle las penurias de su hermano.
En la casa solitaria del pobre también vivía un gatito negro a quien le llamaron Ogiñawi por sus ojos negros, oscuros.
En sus ratos de desesperación el hermano pobre exclamaba:
–¡Nadie me quiere dar trabajo! ¡No tengo qué comer! Mi gatito se muere de hambre, mientras mi hermano come manteca y carne.
El gato que, sentado sobre el fogón lo escuchaba, le dijo:
–¡Yo sé dónde hay trabajo y comida, si quieres te llevo!
El hombrecito, un tanto incrédulo pero emocionado porque su gato hablaba, aceptó la invitación y fue tras su animalito que corría por delante. Ogiñawi al llegar a una gran peña tocó como si fuera una puerta. A su llamado se abrió la peña y adentro, con gran algarabía, comían y bebían mucha gente.
El gato pidió al Gran Señor un arpa y durante toda la noche se puso a tocar ante el asombro de su dueño.
Cuando los criados del patrón salían a invitar comida y bebida, el gatito les decía:
–A mi amigo –refiriéndose al dueño– sírvanle lo mejor y el más fino y añejo de los licores.
Los comensales cumplían la orden. El hombre pobre, aún sin comprender lo que estaba pasando comía y bebía, meditabundo.
Al amanecer, Ogiñawi le dijo al Gran Señor, dueño de casa:
–Ya me voy. ¿Cuánto le debo por los gastos que le ha ocasionado mi amo toda esta noche?
–Nada mi estimado amigo, nada. –respondió el Gran Señor arreglándose sus inmensos bigotes, luego continuó pensativo– A tu amigo no sé qué obsequiarle.
–Si es tu voluntad dale cualquier cosa, estaremos agradecidos –intervino el gato.
–Entonces que se lleve un costal de ceniza porque sé sus sufrimientos –dijo el Gran Señor enarcando sus ojos.
Ellos mismos, sin decir palabra alguna, llenaron un costal de ceniza, y en sus hombros con la pesada carga, salieron. Apenas transpusieron la puerta, la inmensa peña se cerró sin dar indicios que adentro había un gran antro de placer.
El pobre, con su carga a cuestas, sudaba y constantemente repetía para sí: "¿Para qué me sirve este costal de ceniza?, sólo para hacer ‘pelado`; ¡pero si no tengo ni un grano de maíz ni de trigo!"
Al llegar a su casa, muy enfadado, arrojó el costal al piso, que, al descoserse, quedaron regados por el piso gran cantidad de monedas de nueve décimos, ante el asombro del amo y el gato. La dicha fue más grande aún cuando vieron brotar tantas monedas de la boca del costal como de una mina. Gato y amo bailaron de felicidad, y como el hambre apremiaba, cambiaron algunas monedas en la vecindad por mazorcas de maíz.
–Ahora, con qué cocinamos –dijo el gato.
–Iré donde mi hermano, él me prestará su olla. –opinó el pobre.
El rico, a regañadientes le prestó, no sin antes advertirle que le pagara por su alquiler.
Luego de comer, devolvieron la olla y dentro de ella pusieron unas cuantas monedas de nueve décimos.
El hermano rico al contemplar que las monedas brillaban en el fondo de su envejecida olla, redondeó sus ojos con codicia y enseguida fue a la casa del hermano pobre para amenazarle y acusarle de ladrón.
El pobre explicó su aventura de la noche anterior y todo se lo debía a su gatito, a Ogiñawi. Ante la incredulidad del rico, el pobre le mostró el costal de monedas.
En ese instante, el rico exigió a su hermano que, esa noche el gato debía llevarle a ese lugar maravilloso. El animal contestó para sorpresa del rico:
–Primero pediré licencia del dueño de casa, al Gran Señor.
–¡Está bien! –respondió el rico–, pero si no quiere, de todas maneras me llevarás y por la fuerza ingresaré.
Esa noche fue el gato a pedirle permiso, pero el dueño de casa le dijo:
Para qué has de traer a ese hombre, si a él no le falta nada. Es rico, además es envidioso. Pero si insiste, tráelo nomás.
A la noche siguiente, el gato y el hermano rico llegaron a la gran peña. Igual, como la noche anterior, tocó con cuidado y se abrió la inmensa puerta.
Ya dentro, el gato pidió su arpa y empezó a tocar. A medida que la música iba creciendo la «gente» llegaba a gozar la fiesta. En medio de la bulla apareció el Gran Señor y dirigiéndose al hermano rico dio la orden para que lo castigaran por ambicioso. Entonces, todos los que estaban dentro, lo cogieron por los brazos, por los pies, por el cuello y lo golpearon sin misericordia hasta dejarlo tendido en el piso.
Cuando acabó la fiesta, el Gran Señor ordenó al gato que cargara al muerto y lo llevara a su casa. El gatito muy angustiado, con la ayuda de sus amigos, arrastraron el cuerpo y lograron sacarlo hasta afuera, momentos en que la inmensa puerta se cerraba definitivamente.
Así, el hermano rico, apenas llegó a su casa, falleció, ante el dolor del hermano pobre, que no cesaba de llorar.
Manuel Nieves Fabián
[email protected]
En la casa solitaria del pobre también vivía un gatito negro a quien le llamaron Ogiñawi por sus ojos negros, oscuros.
En sus ratos de desesperación el hermano pobre exclamaba:
–¡Nadie me quiere dar trabajo! ¡No tengo qué comer! Mi gatito se muere de hambre, mientras mi hermano come manteca y carne.
El gato que, sentado sobre el fogón lo escuchaba, le dijo:
–¡Yo sé dónde hay trabajo y comida, si quieres te llevo!
El hombrecito, un tanto incrédulo pero emocionado porque su gato hablaba, aceptó la invitación y fue tras su animalito que corría por delante. Ogiñawi al llegar a una gran peña tocó como si fuera una puerta. A su llamado se abrió la peña y adentro, con gran algarabía, comían y bebían mucha gente.
El gato pidió al Gran Señor un arpa y durante toda la noche se puso a tocar ante el asombro de su dueño.
Cuando los criados del patrón salían a invitar comida y bebida, el gatito les decía:
–A mi amigo –refiriéndose al dueño– sírvanle lo mejor y el más fino y añejo de los licores.
Los comensales cumplían la orden. El hombre pobre, aún sin comprender lo que estaba pasando comía y bebía, meditabundo.
Al amanecer, Ogiñawi le dijo al Gran Señor, dueño de casa:
–Ya me voy. ¿Cuánto le debo por los gastos que le ha ocasionado mi amo toda esta noche?
–Nada mi estimado amigo, nada. –respondió el Gran Señor arreglándose sus inmensos bigotes, luego continuó pensativo– A tu amigo no sé qué obsequiarle.
–Si es tu voluntad dale cualquier cosa, estaremos agradecidos –intervino el gato.
–Entonces que se lleve un costal de ceniza porque sé sus sufrimientos –dijo el Gran Señor enarcando sus ojos.
Ellos mismos, sin decir palabra alguna, llenaron un costal de ceniza, y en sus hombros con la pesada carga, salieron. Apenas transpusieron la puerta, la inmensa peña se cerró sin dar indicios que adentro había un gran antro de placer.
El pobre, con su carga a cuestas, sudaba y constantemente repetía para sí: "¿Para qué me sirve este costal de ceniza?, sólo para hacer ‘pelado`; ¡pero si no tengo ni un grano de maíz ni de trigo!"
Al llegar a su casa, muy enfadado, arrojó el costal al piso, que, al descoserse, quedaron regados por el piso gran cantidad de monedas de nueve décimos, ante el asombro del amo y el gato. La dicha fue más grande aún cuando vieron brotar tantas monedas de la boca del costal como de una mina. Gato y amo bailaron de felicidad, y como el hambre apremiaba, cambiaron algunas monedas en la vecindad por mazorcas de maíz.
–Ahora, con qué cocinamos –dijo el gato.
–Iré donde mi hermano, él me prestará su olla. –opinó el pobre.
El rico, a regañadientes le prestó, no sin antes advertirle que le pagara por su alquiler.
Luego de comer, devolvieron la olla y dentro de ella pusieron unas cuantas monedas de nueve décimos.
El hermano rico al contemplar que las monedas brillaban en el fondo de su envejecida olla, redondeó sus ojos con codicia y enseguida fue a la casa del hermano pobre para amenazarle y acusarle de ladrón.
El pobre explicó su aventura de la noche anterior y todo se lo debía a su gatito, a Ogiñawi. Ante la incredulidad del rico, el pobre le mostró el costal de monedas.
En ese instante, el rico exigió a su hermano que, esa noche el gato debía llevarle a ese lugar maravilloso. El animal contestó para sorpresa del rico:
–Primero pediré licencia del dueño de casa, al Gran Señor.
–¡Está bien! –respondió el rico–, pero si no quiere, de todas maneras me llevarás y por la fuerza ingresaré.
Esa noche fue el gato a pedirle permiso, pero el dueño de casa le dijo:
Para qué has de traer a ese hombre, si a él no le falta nada. Es rico, además es envidioso. Pero si insiste, tráelo nomás.
A la noche siguiente, el gato y el hermano rico llegaron a la gran peña. Igual, como la noche anterior, tocó con cuidado y se abrió la inmensa puerta.
Ya dentro, el gato pidió su arpa y empezó a tocar. A medida que la música iba creciendo la «gente» llegaba a gozar la fiesta. En medio de la bulla apareció el Gran Señor y dirigiéndose al hermano rico dio la orden para que lo castigaran por ambicioso. Entonces, todos los que estaban dentro, lo cogieron por los brazos, por los pies, por el cuello y lo golpearon sin misericordia hasta dejarlo tendido en el piso.
Cuando acabó la fiesta, el Gran Señor ordenó al gato que cargara al muerto y lo llevara a su casa. El gatito muy angustiado, con la ayuda de sus amigos, arrastraron el cuerpo y lograron sacarlo hasta afuera, momentos en que la inmensa puerta se cerraba definitivamente.
Así, el hermano rico, apenas llegó a su casa, falleció, ante el dolor del hermano pobre, que no cesaba de llorar.
Manuel Nieves Fabián
[email protected]