vidal alvarado cruz
LOS MONTONEROS
Al finalizar el siglo pasado aparecieron pequeños grupos de hombres armados, seguidos de sus rabonas (mujeres que iban de ellos), y que atacaban a los pueblos de la sierra, cometían una serie de fechorías para después de permanecer algunos días y retirarse portando ricos botines que saqueaban a los humildes pobladores.
No eran lo que al grito de resistencia de Cáceres se alistaban para defender del usurpador chileno, los que tuvieron gloriosa actuación hasta expulsar al invasor.
Estos montoneros eran malandrines, aventureros y asaltantes que se valieron del momento histórico para depredar al país.
Lo pueblos, al tener noticias de su proximidad, huían para esconderse en lugares seguros, mantenían vigilancia esperando el momento de retornar a sus hogares cuando hubiera pasado la invasión de estas langostas humanas.
Los montoneros se volvían después de algún tiempo, algunos se encariñaban con el pueblo; entonces desertaban para radicarse en el lugar, formaban familia y devenían en personajes principales que, después serían los futuros guías, autoridades vitalicias que mantenían el poder político y económico.
Los chiquianos, que tuvieron desde siempre un reconocido prestigio de valientes y caballeros, conocedores de lo que significaba ser avasallados por esta laya de gentes, se organizaron para no permitir su ingreso. Los dirigentes tenían armas, pero en muy poca cantidad, había escasez de municiones, y se entrenaron para el combate.
Los que no portaban armas debían lanzar piedras con sus hondas; unos debían fingir recibirlos amigablemente para eliminarlos subrepticiamente, otros formarían amistad con los indeseables para organizar juergas en las noches y envenenarlos valiéndose de la complicidad de algunas mujeres las que cumplieron su papel con histriónica habilidad.
Llegó el día temido. Los montoneros comenzaron a descender por el lado sur, por donde ingresan los dos caminos que conducen a la costa.
Fue intensa la balacera, los defensores del pueblo caían en mayor número que los agresores debido a que estos eran en mayor número, mejor equipados y con más experiencia en estas lides. Un día y dos noches duró la balacera hasta que se impusieron los montoneros sin dejar de registrar fuertes bajas en sus filas. Mientras que los defensores salieron para evitar las represalias, los montoneros tomaron el pueblo; se instalaron en el templo, donde cocinaban las rabonas. Dicen que la “mushca” (mortero), una piedra labrada que contenía el agua bendita, era utilizada para moler el ají ue sazonaba las comidas. Y cuando las mujeres chiquianas protestaban por esta profanación del recinto religioso, las rabonas contestaban con groserías de grueso calibre, con el léxico propio de estas mujeres que en realidad eran mujeres que ejercían el oficio más antiguo.
El pueblo se sintió vejado y cada vez más herido en sus sentimientos. Fue entonces el momento propicio para que entrara en acción ese pacto, especie de quinta columna.
Los montoneros creyeron haber consolidado sus dominios. Se armaban borracheras de día y jaranas en la noche. La estrategia marchaba a las maravillas; los advenedizos hasta contaban con “enamoradas” chiquianas y lo pregonaban a voz en cuello. Pero se equivocaron. Noche a noche comenzaron a morir algunos montoneros sin que advirtieran el origen de sus decesos. Y llegaron a descubrir la causa cuando oyeron a Eduviges, quien con su castellano mal hablado, pensó en voz alta en uno de los entierros.
La inhumación de los cadáveres se hacía con el responso y el acompañamiento de beatas. Lo llevaban en el catafalco hasta el sepulcro.
El catafalco era un enorme ataúd que servía solamente para llevar a los muertos indigentes, llegado al borde de la tumba, se extraía al difunto, y el catafalco era devuelto para ser guardado en un compartimiento adecuado de la iglesia.
Un día enterraron a Rubens, el más pintoresco de los montoneros que se había hecho popular por su locuacidad. Decía que provenía de una rica familia limeña, que era nieto de un acaudalado francés, que su tío, un general, había peleado en Tarapacá, que él era universitario y poeta. Así se había hecho casi carismático, sus compañeros confirmaban esta actitud. Este cayó cuando, como al resto de los difuntos, le dieron un brebaje en e momento mas emocionante de una fiesta.
Sus amigos, incluido algunas chiquianas, acudieron tras el catafalco hacía el cementerio. Antes de ser transbordado al más allá, abrieron el catafalco, uno de sus compinches pronunció una oración fúnebre, dando fe de la valía de este hombre, haciendo creer sus acompañantes que efectivamente se trataba de un distinguido señor, pero al final, abriéndose paso hacía el catafalco, apareció doña Eduviges que quiso hacer sentir su voz y dijo mirando fijamente a Rubens:
“Si con las balas no has morido,
Con el veneno te has jodido”
Volvieron todos a sus casas, el catafalco al templo. Al día siguiente desaparecieron del pueblo los montoneros. Lo chiquianos festejaron la liberación durante varios días, uno de ellos comentó en un momento de euforia:
“Si nuestras mujeres hubieran estado en Arica, los chilenos no se habrían quedado hasta hoy”.
Entre tanto sonaba en la mente de la gente:
“Si con las balas no has morido,
Con el veneno te has jodido”.
Vidal Alvarado Cruz
No eran lo que al grito de resistencia de Cáceres se alistaban para defender del usurpador chileno, los que tuvieron gloriosa actuación hasta expulsar al invasor.
Estos montoneros eran malandrines, aventureros y asaltantes que se valieron del momento histórico para depredar al país.
Lo pueblos, al tener noticias de su proximidad, huían para esconderse en lugares seguros, mantenían vigilancia esperando el momento de retornar a sus hogares cuando hubiera pasado la invasión de estas langostas humanas.
Los montoneros se volvían después de algún tiempo, algunos se encariñaban con el pueblo; entonces desertaban para radicarse en el lugar, formaban familia y devenían en personajes principales que, después serían los futuros guías, autoridades vitalicias que mantenían el poder político y económico.
Los chiquianos, que tuvieron desde siempre un reconocido prestigio de valientes y caballeros, conocedores de lo que significaba ser avasallados por esta laya de gentes, se organizaron para no permitir su ingreso. Los dirigentes tenían armas, pero en muy poca cantidad, había escasez de municiones, y se entrenaron para el combate.
Los que no portaban armas debían lanzar piedras con sus hondas; unos debían fingir recibirlos amigablemente para eliminarlos subrepticiamente, otros formarían amistad con los indeseables para organizar juergas en las noches y envenenarlos valiéndose de la complicidad de algunas mujeres las que cumplieron su papel con histriónica habilidad.
Llegó el día temido. Los montoneros comenzaron a descender por el lado sur, por donde ingresan los dos caminos que conducen a la costa.
Fue intensa la balacera, los defensores del pueblo caían en mayor número que los agresores debido a que estos eran en mayor número, mejor equipados y con más experiencia en estas lides. Un día y dos noches duró la balacera hasta que se impusieron los montoneros sin dejar de registrar fuertes bajas en sus filas. Mientras que los defensores salieron para evitar las represalias, los montoneros tomaron el pueblo; se instalaron en el templo, donde cocinaban las rabonas. Dicen que la “mushca” (mortero), una piedra labrada que contenía el agua bendita, era utilizada para moler el ají ue sazonaba las comidas. Y cuando las mujeres chiquianas protestaban por esta profanación del recinto religioso, las rabonas contestaban con groserías de grueso calibre, con el léxico propio de estas mujeres que en realidad eran mujeres que ejercían el oficio más antiguo.
El pueblo se sintió vejado y cada vez más herido en sus sentimientos. Fue entonces el momento propicio para que entrara en acción ese pacto, especie de quinta columna.
Los montoneros creyeron haber consolidado sus dominios. Se armaban borracheras de día y jaranas en la noche. La estrategia marchaba a las maravillas; los advenedizos hasta contaban con “enamoradas” chiquianas y lo pregonaban a voz en cuello. Pero se equivocaron. Noche a noche comenzaron a morir algunos montoneros sin que advirtieran el origen de sus decesos. Y llegaron a descubrir la causa cuando oyeron a Eduviges, quien con su castellano mal hablado, pensó en voz alta en uno de los entierros.
La inhumación de los cadáveres se hacía con el responso y el acompañamiento de beatas. Lo llevaban en el catafalco hasta el sepulcro.
El catafalco era un enorme ataúd que servía solamente para llevar a los muertos indigentes, llegado al borde de la tumba, se extraía al difunto, y el catafalco era devuelto para ser guardado en un compartimiento adecuado de la iglesia.
Un día enterraron a Rubens, el más pintoresco de los montoneros que se había hecho popular por su locuacidad. Decía que provenía de una rica familia limeña, que era nieto de un acaudalado francés, que su tío, un general, había peleado en Tarapacá, que él era universitario y poeta. Así se había hecho casi carismático, sus compañeros confirmaban esta actitud. Este cayó cuando, como al resto de los difuntos, le dieron un brebaje en e momento mas emocionante de una fiesta.
Sus amigos, incluido algunas chiquianas, acudieron tras el catafalco hacía el cementerio. Antes de ser transbordado al más allá, abrieron el catafalco, uno de sus compinches pronunció una oración fúnebre, dando fe de la valía de este hombre, haciendo creer sus acompañantes que efectivamente se trataba de un distinguido señor, pero al final, abriéndose paso hacía el catafalco, apareció doña Eduviges que quiso hacer sentir su voz y dijo mirando fijamente a Rubens:
“Si con las balas no has morido,
Con el veneno te has jodido”
Volvieron todos a sus casas, el catafalco al templo. Al día siguiente desaparecieron del pueblo los montoneros. Lo chiquianos festejaron la liberación durante varios días, uno de ellos comentó en un momento de euforia:
“Si nuestras mujeres hubieran estado en Arica, los chilenos no se habrían quedado hasta hoy”.
Entre tanto sonaba en la mente de la gente:
“Si con las balas no has morido,
Con el veneno te has jodido”.
Vidal Alvarado Cruz