CHAWA AYTSA
(CUENTO MANGASINO)
(CUENTO MANGASINO)
Un féretro mohoso de color marrón insipiente y con sus huellas carcomidas por el tiempo, ya gastado, salía a media noche por las calles de Mangas. Los perros aullaban insondablemente, claro a esa hora, nadie podría estar caminando por las frías calles, y más con el viento que golpeaba hasta los tejados y las calaminas que se mordían entre sí.
En las mañanas domingueras eso era el tema de conversación, alguien dijo por allí que se oían pasos, y otra señora había visto en la mañana, algunos rastros extraños mientras barría el perímetro de su patio. Eran muchas huellas, como si hubiera pasado por ahí una procesión de cristianos, otros decían que hasta los perros se asustaban, y aullaban hasta quedarse dormido y como prueba de ello el único féretro que se usaba para llevar a los muertos al cementerio, que era de uso común, aparecía en distintos lugares de la población.
Esa mañana de domingo, también estaba participando en los comentarios el señor Juan Albornoz, un hombre demasiado curioso e investigador de cosas extrañas, y le pareció algo sospechoso que toda la gente coincidiera en esos comentarios, que no eran de un día, si no que siempre estaba sucediendo en el pueblo.
Para comprobar y certificar dichos comentarios, una noche se armó de valor y decidió salir a la plaza y comprobar con sus propios ojos lo cierto de las historias, pero estando en la plaza sentado en el lugar más oscuro, durante varias noches, no pudo ver absolutamente nada extraño. Muy enojado la noche siguiente ya no quiso salir, y por ende propagó la noticia de que todo era una completa mentira, y así lo hizo saber a todo el pueblo.
Ya habían pasado varios días desde que los comentarios se habían difundido dentro de la comunidad. Muchos sostenían ideas diabólicas.
Una noche que estaba sentado en el patio de su casa don Juan Albornoz, mirando las nubes grises que rodeaban al cerro San Cristóbal, sintió un aire misterioso dentro de su cuerpo, algo de miedo o tristeza, algo que no pudo descubrir, de pronto la luna se manifestó en todo su esplendor sobre el cerro y las nubes grises comenzaron a desaparecer. Miró su reloj y las manecillas anunciaban las nueve y treinta de la noche, sintió la necesidad de salir y observar las calles, pero era demasiado pronto, entro a su cocina y se sirvió una taza con agua de yerba de la puna, y le agregó una copita de ron, bebió y bebió, entonces se dijo, esta noche saldré a rondar y veré que pasa, la luna me dice algo que no puedo entender, tengo un presentimiento, voy a salir.
Se entretuvo oyendo música en una radio a pilas hasta las once. Salió de su casa a las once y cuarenta y dos, su bufanda con lana blanca abrigaba su cuello y parte de su boca, su poncho marrón cubría su cuerpo, su sombrero negro le cubría la cabeza. Entonces caminó sigiloso por una esquina de la plaza, esta vez no me quedaré aquí, me esconderé en la torre pensó, y así lo hizo.
Estuvo sentado en la torre casi mimetizado por el color de la noche. Nadie podría imaginar que alguien podría estar allí, escondido. Llegó las doce y treinta. El viento golpeaba con mayor intensidad, y de pronto, pasó algo que jamás se podría imaginar, ni en sus peores sueños que tuvo durante su larga vida. Por la calle principal hacia la plaza de armas, un grupo de seres tomando la forma humana caminaban al compás de una procesión. Lentamente avanzaba, hasta que lograron entrar a la iglesia. Juan, quedó atónito y perplejo mirando aquel espectáculo tan espantoso, pero pudo reaccionar cuando todos los muertos en vida entraron a la iglesia, y cuando salieron del templo, llevaban un féretro en sus hombros, Juan se paró arriba de la torre, sorprendido y temeroso, observó que se alejaban por la calle que conduce hacia el cementerio, entre sus manos portaban, fémur humano que iluminaba cual una vela. Entonces, contrariado y resuelto con más energía, dijo, mañana volveré, pero a la iglesia.
La noche siguiente, se trasladó a la misma hora de la noche anterior, armado con una onda y se recostó sobre el féretro. En pocos minutos abrieron la puerta de la iglesia colonial un grupo de seres que lentamente se acercaron al féretro, lloriquearon, como en la muerte de un ser querido. Alzaron sobre sus hombros el féretro con el cuerpo de Juan. Ya en la plaza, el jefe, el alma condenado, hizo alboroto gritando, ¡Chawa Aytsa! ¡Chawa Aytsa!, que en quechua quiere decir, huele carne cruda, huele carne cruda, y gritaba más y más, hasta que Juan se puso de pie en el féretro y haciendo estremecer su honda al aire, dijo, ¡Cuál chawa aytsa! ¡Qué se han creído! Entretanto aquellas almas, dejando caer el féretro y a Juan, huyeron tropezando con las piedras, con huesos en la mano que usaban como velas, los cuales quedaban regados en la calle. Las almas corrían en dirección al cementerio, como si estuvieran participando en una competencia de atletismo.
Al amanecer siguiente, en la plaza y en las calles los huesos estaban tirados en el piso. Entonces comprobaron que los muertos se levantaban todas las noches y ellos dejaban el féretro en diversos lugares del pueblo. Luego el siguiente domingo ofrecieron una misa por esas almas. Ellas ya no salieron más. La tranquilidad en las noches volvió al pueblo de Mangas.
RICARDO SANTOS ALBORNOZ
[email protected]
En las mañanas domingueras eso era el tema de conversación, alguien dijo por allí que se oían pasos, y otra señora había visto en la mañana, algunos rastros extraños mientras barría el perímetro de su patio. Eran muchas huellas, como si hubiera pasado por ahí una procesión de cristianos, otros decían que hasta los perros se asustaban, y aullaban hasta quedarse dormido y como prueba de ello el único féretro que se usaba para llevar a los muertos al cementerio, que era de uso común, aparecía en distintos lugares de la población.
Esa mañana de domingo, también estaba participando en los comentarios el señor Juan Albornoz, un hombre demasiado curioso e investigador de cosas extrañas, y le pareció algo sospechoso que toda la gente coincidiera en esos comentarios, que no eran de un día, si no que siempre estaba sucediendo en el pueblo.
Para comprobar y certificar dichos comentarios, una noche se armó de valor y decidió salir a la plaza y comprobar con sus propios ojos lo cierto de las historias, pero estando en la plaza sentado en el lugar más oscuro, durante varias noches, no pudo ver absolutamente nada extraño. Muy enojado la noche siguiente ya no quiso salir, y por ende propagó la noticia de que todo era una completa mentira, y así lo hizo saber a todo el pueblo.
Ya habían pasado varios días desde que los comentarios se habían difundido dentro de la comunidad. Muchos sostenían ideas diabólicas.
Una noche que estaba sentado en el patio de su casa don Juan Albornoz, mirando las nubes grises que rodeaban al cerro San Cristóbal, sintió un aire misterioso dentro de su cuerpo, algo de miedo o tristeza, algo que no pudo descubrir, de pronto la luna se manifestó en todo su esplendor sobre el cerro y las nubes grises comenzaron a desaparecer. Miró su reloj y las manecillas anunciaban las nueve y treinta de la noche, sintió la necesidad de salir y observar las calles, pero era demasiado pronto, entro a su cocina y se sirvió una taza con agua de yerba de la puna, y le agregó una copita de ron, bebió y bebió, entonces se dijo, esta noche saldré a rondar y veré que pasa, la luna me dice algo que no puedo entender, tengo un presentimiento, voy a salir.
Se entretuvo oyendo música en una radio a pilas hasta las once. Salió de su casa a las once y cuarenta y dos, su bufanda con lana blanca abrigaba su cuello y parte de su boca, su poncho marrón cubría su cuerpo, su sombrero negro le cubría la cabeza. Entonces caminó sigiloso por una esquina de la plaza, esta vez no me quedaré aquí, me esconderé en la torre pensó, y así lo hizo.
Estuvo sentado en la torre casi mimetizado por el color de la noche. Nadie podría imaginar que alguien podría estar allí, escondido. Llegó las doce y treinta. El viento golpeaba con mayor intensidad, y de pronto, pasó algo que jamás se podría imaginar, ni en sus peores sueños que tuvo durante su larga vida. Por la calle principal hacia la plaza de armas, un grupo de seres tomando la forma humana caminaban al compás de una procesión. Lentamente avanzaba, hasta que lograron entrar a la iglesia. Juan, quedó atónito y perplejo mirando aquel espectáculo tan espantoso, pero pudo reaccionar cuando todos los muertos en vida entraron a la iglesia, y cuando salieron del templo, llevaban un féretro en sus hombros, Juan se paró arriba de la torre, sorprendido y temeroso, observó que se alejaban por la calle que conduce hacia el cementerio, entre sus manos portaban, fémur humano que iluminaba cual una vela. Entonces, contrariado y resuelto con más energía, dijo, mañana volveré, pero a la iglesia.
La noche siguiente, se trasladó a la misma hora de la noche anterior, armado con una onda y se recostó sobre el féretro. En pocos minutos abrieron la puerta de la iglesia colonial un grupo de seres que lentamente se acercaron al féretro, lloriquearon, como en la muerte de un ser querido. Alzaron sobre sus hombros el féretro con el cuerpo de Juan. Ya en la plaza, el jefe, el alma condenado, hizo alboroto gritando, ¡Chawa Aytsa! ¡Chawa Aytsa!, que en quechua quiere decir, huele carne cruda, huele carne cruda, y gritaba más y más, hasta que Juan se puso de pie en el féretro y haciendo estremecer su honda al aire, dijo, ¡Cuál chawa aytsa! ¡Qué se han creído! Entretanto aquellas almas, dejando caer el féretro y a Juan, huyeron tropezando con las piedras, con huesos en la mano que usaban como velas, los cuales quedaban regados en la calle. Las almas corrían en dirección al cementerio, como si estuvieran participando en una competencia de atletismo.
Al amanecer siguiente, en la plaza y en las calles los huesos estaban tirados en el piso. Entonces comprobaron que los muertos se levantaban todas las noches y ellos dejaban el féretro en diversos lugares del pueblo. Luego el siguiente domingo ofrecieron una misa por esas almas. Ellas ya no salieron más. La tranquilidad en las noches volvió al pueblo de Mangas.
RICARDO SANTOS ALBORNOZ
[email protected]