rimay cóndor
UN PARTIDO EN LA PRE 351
Los ojos de Ashico no dejaban de mirar, con esa ansiedad que solo un mozalbete de diez años experimenta el arribo de un acontecimiento importante, el dorado rayo de sol que se filtraba por una de las rendijas del maltratado techo de tejas de su salón del tercero año de primaria y que, para mayor señas, se identificaba como “aula C” en los registros de la escuelita, una de las dos con primaria completa que había en su pueblo, la otra era la de mujeres. Parecía que el dichoso rayo de sol demoraba su movimiento adrede, como queriendo que la ansiedad vaya debilitando la fortaleza de su corazón, preparado para el combate que se avecinaba. La lentitud que creía encontrar en el movimiento del sol contrastaba con la velocidad del tinyag, cuando agujereaba los viejos dinteles de puertas y ventanas para dejar en ellas su chumpag, dulce y sabroso manjar que los niños del pueblo buscaban afanosamente y, al encontrarlos, se daban un festín que sabía a gloria.
Ashico, utilizando el lápiz con el que borroneaba sus tareas, había hecho una marca negra en la pared, junto a la cual estaba su burdo escritorio hecho por las hábiles manos del carpintero de su pueblo, para saber exactamente la hora en que empezaba el recreo. Su método era simple y práctico, utilizado además por todos los muchachos que se sentaban junto a las paredes del aula. Demostraba sus empíricos conocimientos de ciencias aplicadas a la realidad de la vida que los rodeaba; al pasar las horas, los rayos del sol que se filtraban por las rendijas del techo de tejas, iban cambiando de posición, de este a oeste, y llegaba un momento que el rayo solar cubría completamente la marca negra. Era el momento esperado, la hora en que Martín, el portero de la escuela, hacía tañer la pequeña campana que anunciaba el recreo. Hasta cierto punto, el tañido de la campana de la escuela marcaba el compás del diario vivir del plácido pueblo. Las madres apresuraban a sus hijos con la consabida reprimenda “Apúrate, termina tu desayuno que ya tocó la segunda”. Alguien, que esperaba a un jornalero para hacer un trabajo previamente contratado, renegaba al escuchar la tercera campanada y no ver aparecer al trabajador para la faena, es decir, inconscientemente los habitantes del pueblo se habían sometido a la campana de la escuelita para guiar sus actividades cotidianas.
La prevocacional de varones y, su equivalente femenino, fueron por muchos años, los únicos centros de educación de un pueblo que ya había pasado los cincuenta años de ser capital provincial, y que pese a tener una situación geográfica privilegiada -era el centro comercial obligado de todos las pequeñas poblaciones de los alrededores al valle del río Aynín- carecía de un colegio secundario que pudiera servir a toda aquella niñez desbordante de energía como Ashico. Los eternos mandones del pueblo y sus similares que vivían en Lima, no creían necesario la creación de un centro de educación superior al primario. “Si se crea un colegio, ya no se podrá encontrar servidumbre”, fue la respuesta dura, sin alma, despreciativa y alejada de la realidad de la provincia, que alguna vez dio un alto funcionario del Ministerio de Educación, a una comisión del pueblo que había viajado expresamente a solicitar la creación de un colegio. ¡Ironías de la vida! ¡El funcionario de marras se preciaba de ser hijo predilecto del pueblo! De esta forma, no solo la capital provincial, sino también todos las poblaciones aledañas, no tendrían la satisfacción de ver el funcionamiento de un colegio secundario en la zona, hasta muchos años después del retiro del singular personaje, quien solo apoyaba a sus adulones incondicionales. La historia de nuestro país está plagada de individuos como este, cuyo pensamiento y forma de actuar solo cambian de acuerdo a las circunstancias y momento que les toca vivir, además, qué duda cabe, de sus insaciables intereses personales, los cuales, como vemos, no necesariamente van de la mano con los de las grandes mayorías.
Mientras el tiempo avanzaba lentamente, Ashico miraba a sus amigos, los cuales también esperaban ansiosos la llegada de la hora señalada, la hora en que los grandulones del tercero A irían a morder el polvo de la derrota. Allí estaban Rucuy, Pishco, Culcu, Pequeño, Cuchi, Sonso Vivo y el gran Muñoz ¡Jugadorazo el Muñoz shay! Tira buenos puntazos que no hay arquero que lo aguante ¡Y sólo con llanqui! “Lástima nomás que el maestro lo mande siempre a ver sus vacas a la hora del recreo. Ojalá que hoy no lo haga. Hoy lo necesitamos más que nunca, para que esos grandulones abusivos del tercero A, aprendan quien es el mejor”. Así pensaba Ashico, mientras el rayo solar, su rayo, parecía que no se movía, haciendo que su corazón palpite más fuertemente.
“Cuando los chilenos pasaron por nuestro pueblo” repetía, por enésima voz, el maestro. Ashico no lo escuchaba, sus pensamientos habían retrocedido algunas semanas antes, casi al comienzo del año escolar, cuando los del tercero A los habían desafiado a jugar un partido de fútbol. Emocionado por el prospecto de un encuentro de tal trascendencia y para darle la solemnidad del caso que la ocasión requería, Ashico se había comprometido a poner el trofeo para ser disputado. Huelga decir que el mentado trofeo era una copa de vino, desaparecida misteriosamente del armario de su casa, la cual, adornaba con cinta peruana lucia preciosa antes del partido. Sin embargo, y pese al esfuerzo desplegado por los jugadores de su equipo, el trofeo se fue, tal como se irían otros más, dejando un vacío difícil de ocultar en el aparador familiar, con grave peligro para el pellejo de Achico. Su mamá se las traía gordas cuando de poner orden a su crío se trataba y tomaba muy en serio su lema de “Con una mano el pan y con la otra el rigor”, bien lo sabía Ashico. “Nos ganan no porque seamos malos, un poco chicos nomás, pero buenos y bien machos shay - pensaba Achico para sí mismo- solo que ellos son unos grandazos abusivos y maricones encima”. Nunca aceptaban un gol legal, ¡Es alto! Gritaban cuando la pelotea de jebe volaba sobre la cabeza de su arquero, que era un inútil. ¡Poste, poste! Aullaba el negro Coco para anular un gol legal que había pasado por el lado interior de la piedra que fungía de arco. Cada partido era la misma historia, Ashico y sus amigos hacían el gasto del partido y los grandulones les ganaban con sus habituales artimañas, respaldadas por su tamaño y poca vergüenza.
La prevocacional 351, ubicada al noroeste de la ciudad y al costado del barrio llamado Alto Perú, ocupa una amplia extensión de terreno, con aulas y patios independientes unas de otras, de acuerdo a los cánones pedagógicos en la época de su construcción. Hacía el lado derecho estaba lo que, en aquellos gloriosos años se llamaba pomposamente el campo de baloncesto, pero que en la práctica era un terral en donde los niños, a la hora del recreo, disputaban ardorosos y reñidos partidos de fútbol, como el que tenía preocupado al buen Ashico. Años mas tarde este pampón se convirtió en el “Coliseo de la Pre”, por obra, gracia y esfuerzo de un grupo de estudiantes de la escuela para maestros, más conocida como la normal. Por esos años también existía el proyecto de construir una piscina. Proyecto que imaginamos, contaba con la simpatía silenciosa de don Pablo Márquez, cuyo estanque de Shapash era su pesadilla eterna, por la cantidad de mozalbetes que se metían a chapuzar en sus aguas. Hacía el lado izquierdo y, frente al salón de Industrias, se hallaba el bosque, en cuyo centro existía una pequeña plataforma rectangular que se conocía como glorieta; escenario de juegos infantiles y, de vez en cuando, de espectaculares peleas a puño limpio, que terminaban en convertirse en “combates boxísticos oficiales” cuando algún maestro ordenaba “traigan los guantes para que demuestren si son machos”. Demás está decir que a la pelea originaria de la mañana o tarde pugilística, seguían algunos desafíos más, en las cuales muchos de los contrincantes hacían morder el polvo a sus oponentes, amén de “sacarles chocolate” de un certero puñetazo. Sin embargo y por lo general, eran peleas limpias, y si cabe la palabra, de caballeros, en las cuales el entusiasmo y valor de los participantes era cortada súbitamente, por lo general en lo mejor del espectáculo, por el tañido de la campana que anunciaba el final de recreo. Algo que por supuesto no era del agrado de los rapazuelos, quienes entre comentarios sobre las peleas realizadas y posibles futuros combates regresaban a regañadientes a sus respectivas aulas a proseguir con sus cotidianas labores escolares.
Hacían varios días, semanas quien sabe, que Ashico y sus amigos habían decidido a tomar al toro por las astas. Se reunían secretamente, en un corralón pequeño, conocido como Campo del Padre, exactamente detrás de la antigua iglesia, para planear las estrategias a seguir y de esa forma ganar el partido, recuperar las copas de la mamá de Achico y, lo más importante, redimir el honor del tercero C, tan pisoteado por los grandulones abusivos de sus rivales. Sin embargo, tenían un problema, ¿Qué hacer para que Muñoz juegue en el equipo? “El Muñoz es puntero y sus cañonazos no los tapa nadie” comentaban los amigos, a pesar de eso había otros que lo miraban con recelo. Sucede que Muñoz era el encargado de hacer algunos mandados domésticos del maestro a la hora del recreo. Uno de sus trabajos extracurriculares era echarse a la espalda a cualquiera de sus compañeros para que sea víctima de “la volteada”, método favorito del maestro para disciplinar a sus pequeños discípulos. A la orden de “Múñoz voltea a Juan”, cogía al aterrorizado sentenciado y se lo echaba a la espalda con la facilidad que le daba su imponente contextura.
“Si logramos que Muñoz juegue, de segurito les ganamos”, era el argumento optimista y ganador que Ashico usaba para lograr que acepten en el equipo a quien consideraban casi el verdugo de la clase. En realidad Muñoz no era malo, muy por el contrario, tenía un corazón sensible, bondadoso y noble, cuya generosidad, de acuerdo a sus posibilidades, se ponía de manifiesto en cada oportunidad que podía, como queriendo disculparse del infame papel que le hacía cumplir el maestro.
Vivía en las alturas de la geografía chiquiana, en la parte de la puna y, cuando bajaba de ella, sus bolsillos reventaban de los deliciosos frutos que recogía en el campo, los que distribuía generosamente entre sus amigos. Gracias a él Ashico y los compañeros de su clase se hartaban de muchiqui, ñupu, shuplac, etc. De alguna manera Muñoz era uno más en el grupo. Sin embargo, por algún misterioso y extraño acuerdo entre su padre y el maestro, estaba prácticamente al servicio de este último, quien dicho sea de paso, con la omnipotencia de que hacía gala, no dejaba pasar oportunidad de sacarle provecho al pobre niño. Además, Muñoz se encontraba frente a una disyuntiva que lo ponía entre la espada y la pared, el respeto a la autoridad del maestro ¿Cómo oponerse a sus órdenes? Su condición de casi indigencia, lo obligaba a ganarse un plato de comida haciendo los mandados de éste. Después de todo, separar becerros, recoger alfalfa y hacer uno que otro mandado doméstico constituían actividades que ayudaban a sobrevivir a nuestro amigo, a la vez de representar un alivio a los escasos recursos de sus padres. ¿Cuántos niños no tienen la seguridad de una comida diaria? Al menos Muñoz se la ganaba trabajando honradamente.
Ashico y sus amigos estaban entregados a trazar los planes que los llevaría a la victoria que habían olvidado lo principal para un evento de tanta importancia como el que se avecinaba, enviarles a los grandulones del tercero A la invitación oficial para la “revancha de las revanchas”, motivo por el cual comisionaron a Culcu, quien tenía fama de tener buena redacción y de ser el leído de la clase. El buen Culco se puso manos a la obra y empezó a escribir un oficio corto y simple, en el que con letra clara y frases sencillas expresaba el sentir de sus compañeros: “Señor delegado del tercero A, los alumnos del tercero C, los invitamos a jugar un partido de fútbol el día de mañana a la hora del recreo. La regla será “siete a siete, sin mariconear…"
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Los ojos de Ashico no dejaban de mirar, con esa ansiedad que solo un mozalbete de diez años experimenta el arribo de un acontecimiento importante, el dorado rayo de sol que se filtraba por una de las rendijas del maltratado techo de tejas de su salón del tercero año de primaria y que, para mayor señas, se identificaba como “aula C” en los registros de la escuelita, una de las dos con primaria completa que había en su pueblo, la otra era la de mujeres. Parecía que el dichoso rayo de sol demoraba su movimiento adrede, como queriendo que la ansiedad vaya debilitando la fortaleza de su corazón, preparado para el combate que se avecinaba. La lentitud que creía encontrar en el movimiento del sol contrastaba con la velocidad del tinyag, cuando agujereaba los viejos dinteles de puertas y ventanas para dejar en ellas su chumpag, dulce y sabroso manjar que los niños del pueblo buscaban afanosamente y, al encontrarlos, se daban un festín que sabía a gloria.
Ashico, utilizando el lápiz con el que borroneaba sus tareas, había hecho una marca negra en la pared, junto a la cual estaba su burdo escritorio hecho por las hábiles manos del carpintero de su pueblo, para saber exactamente la hora en que empezaba el recreo. Su método era simple y práctico, utilizado además por todos los muchachos que se sentaban junto a las paredes del aula. Demostraba sus empíricos conocimientos de ciencias aplicadas a la realidad de la vida que los rodeaba; al pasar las horas, los rayos del sol que se filtraban por las rendijas del techo de tejas, iban cambiando de posición, de este a oeste, y llegaba un momento que el rayo solar cubría completamente la marca negra. Era el momento esperado, la hora en que Martín, el portero de la escuela, hacía tañer la pequeña campana que anunciaba el recreo. Hasta cierto punto, el tañido de la campana de la escuela marcaba el compás del diario vivir del plácido pueblo. Las madres apresuraban a sus hijos con la consabida reprimenda “Apúrate, termina tu desayuno que ya tocó la segunda”. Alguien, que esperaba a un jornalero para hacer un trabajo previamente contratado, renegaba al escuchar la tercera campanada y no ver aparecer al trabajador para la faena, es decir, inconscientemente los habitantes del pueblo se habían sometido a la campana de la escuelita para guiar sus actividades cotidianas.
La prevocacional de varones y, su equivalente femenino, fueron por muchos años, los únicos centros de educación de un pueblo que ya había pasado los cincuenta años de ser capital provincial, y que pese a tener una situación geográfica privilegiada -era el centro comercial obligado de todos las pequeñas poblaciones de los alrededores al valle del río Aynín- carecía de un colegio secundario que pudiera servir a toda aquella niñez desbordante de energía como Ashico. Los eternos mandones del pueblo y sus similares que vivían en Lima, no creían necesario la creación de un centro de educación superior al primario. “Si se crea un colegio, ya no se podrá encontrar servidumbre”, fue la respuesta dura, sin alma, despreciativa y alejada de la realidad de la provincia, que alguna vez dio un alto funcionario del Ministerio de Educación, a una comisión del pueblo que había viajado expresamente a solicitar la creación de un colegio. ¡Ironías de la vida! ¡El funcionario de marras se preciaba de ser hijo predilecto del pueblo! De esta forma, no solo la capital provincial, sino también todos las poblaciones aledañas, no tendrían la satisfacción de ver el funcionamiento de un colegio secundario en la zona, hasta muchos años después del retiro del singular personaje, quien solo apoyaba a sus adulones incondicionales. La historia de nuestro país está plagada de individuos como este, cuyo pensamiento y forma de actuar solo cambian de acuerdo a las circunstancias y momento que les toca vivir, además, qué duda cabe, de sus insaciables intereses personales, los cuales, como vemos, no necesariamente van de la mano con los de las grandes mayorías.
Mientras el tiempo avanzaba lentamente, Ashico miraba a sus amigos, los cuales también esperaban ansiosos la llegada de la hora señalada, la hora en que los grandulones del tercero A irían a morder el polvo de la derrota. Allí estaban Rucuy, Pishco, Culcu, Pequeño, Cuchi, Sonso Vivo y el gran Muñoz ¡Jugadorazo el Muñoz shay! Tira buenos puntazos que no hay arquero que lo aguante ¡Y sólo con llanqui! “Lástima nomás que el maestro lo mande siempre a ver sus vacas a la hora del recreo. Ojalá que hoy no lo haga. Hoy lo necesitamos más que nunca, para que esos grandulones abusivos del tercero A, aprendan quien es el mejor”. Así pensaba Ashico, mientras el rayo solar, su rayo, parecía que no se movía, haciendo que su corazón palpite más fuertemente.
“Cuando los chilenos pasaron por nuestro pueblo” repetía, por enésima voz, el maestro. Ashico no lo escuchaba, sus pensamientos habían retrocedido algunas semanas antes, casi al comienzo del año escolar, cuando los del tercero A los habían desafiado a jugar un partido de fútbol. Emocionado por el prospecto de un encuentro de tal trascendencia y para darle la solemnidad del caso que la ocasión requería, Ashico se había comprometido a poner el trofeo para ser disputado. Huelga decir que el mentado trofeo era una copa de vino, desaparecida misteriosamente del armario de su casa, la cual, adornaba con cinta peruana lucia preciosa antes del partido. Sin embargo, y pese al esfuerzo desplegado por los jugadores de su equipo, el trofeo se fue, tal como se irían otros más, dejando un vacío difícil de ocultar en el aparador familiar, con grave peligro para el pellejo de Achico. Su mamá se las traía gordas cuando de poner orden a su crío se trataba y tomaba muy en serio su lema de “Con una mano el pan y con la otra el rigor”, bien lo sabía Ashico. “Nos ganan no porque seamos malos, un poco chicos nomás, pero buenos y bien machos shay - pensaba Achico para sí mismo- solo que ellos son unos grandazos abusivos y maricones encima”. Nunca aceptaban un gol legal, ¡Es alto! Gritaban cuando la pelotea de jebe volaba sobre la cabeza de su arquero, que era un inútil. ¡Poste, poste! Aullaba el negro Coco para anular un gol legal que había pasado por el lado interior de la piedra que fungía de arco. Cada partido era la misma historia, Ashico y sus amigos hacían el gasto del partido y los grandulones les ganaban con sus habituales artimañas, respaldadas por su tamaño y poca vergüenza.
La prevocacional 351, ubicada al noroeste de la ciudad y al costado del barrio llamado Alto Perú, ocupa una amplia extensión de terreno, con aulas y patios independientes unas de otras, de acuerdo a los cánones pedagógicos en la época de su construcción. Hacía el lado derecho estaba lo que, en aquellos gloriosos años se llamaba pomposamente el campo de baloncesto, pero que en la práctica era un terral en donde los niños, a la hora del recreo, disputaban ardorosos y reñidos partidos de fútbol, como el que tenía preocupado al buen Ashico. Años mas tarde este pampón se convirtió en el “Coliseo de la Pre”, por obra, gracia y esfuerzo de un grupo de estudiantes de la escuela para maestros, más conocida como la normal. Por esos años también existía el proyecto de construir una piscina. Proyecto que imaginamos, contaba con la simpatía silenciosa de don Pablo Márquez, cuyo estanque de Shapash era su pesadilla eterna, por la cantidad de mozalbetes que se metían a chapuzar en sus aguas. Hacía el lado izquierdo y, frente al salón de Industrias, se hallaba el bosque, en cuyo centro existía una pequeña plataforma rectangular que se conocía como glorieta; escenario de juegos infantiles y, de vez en cuando, de espectaculares peleas a puño limpio, que terminaban en convertirse en “combates boxísticos oficiales” cuando algún maestro ordenaba “traigan los guantes para que demuestren si son machos”. Demás está decir que a la pelea originaria de la mañana o tarde pugilística, seguían algunos desafíos más, en las cuales muchos de los contrincantes hacían morder el polvo a sus oponentes, amén de “sacarles chocolate” de un certero puñetazo. Sin embargo y por lo general, eran peleas limpias, y si cabe la palabra, de caballeros, en las cuales el entusiasmo y valor de los participantes era cortada súbitamente, por lo general en lo mejor del espectáculo, por el tañido de la campana que anunciaba el final de recreo. Algo que por supuesto no era del agrado de los rapazuelos, quienes entre comentarios sobre las peleas realizadas y posibles futuros combates regresaban a regañadientes a sus respectivas aulas a proseguir con sus cotidianas labores escolares.
Hacían varios días, semanas quien sabe, que Ashico y sus amigos habían decidido a tomar al toro por las astas. Se reunían secretamente, en un corralón pequeño, conocido como Campo del Padre, exactamente detrás de la antigua iglesia, para planear las estrategias a seguir y de esa forma ganar el partido, recuperar las copas de la mamá de Achico y, lo más importante, redimir el honor del tercero C, tan pisoteado por los grandulones abusivos de sus rivales. Sin embargo, tenían un problema, ¿Qué hacer para que Muñoz juegue en el equipo? “El Muñoz es puntero y sus cañonazos no los tapa nadie” comentaban los amigos, a pesar de eso había otros que lo miraban con recelo. Sucede que Muñoz era el encargado de hacer algunos mandados domésticos del maestro a la hora del recreo. Uno de sus trabajos extracurriculares era echarse a la espalda a cualquiera de sus compañeros para que sea víctima de “la volteada”, método favorito del maestro para disciplinar a sus pequeños discípulos. A la orden de “Múñoz voltea a Juan”, cogía al aterrorizado sentenciado y se lo echaba a la espalda con la facilidad que le daba su imponente contextura.
“Si logramos que Muñoz juegue, de segurito les ganamos”, era el argumento optimista y ganador que Ashico usaba para lograr que acepten en el equipo a quien consideraban casi el verdugo de la clase. En realidad Muñoz no era malo, muy por el contrario, tenía un corazón sensible, bondadoso y noble, cuya generosidad, de acuerdo a sus posibilidades, se ponía de manifiesto en cada oportunidad que podía, como queriendo disculparse del infame papel que le hacía cumplir el maestro.
Vivía en las alturas de la geografía chiquiana, en la parte de la puna y, cuando bajaba de ella, sus bolsillos reventaban de los deliciosos frutos que recogía en el campo, los que distribuía generosamente entre sus amigos. Gracias a él Ashico y los compañeros de su clase se hartaban de muchiqui, ñupu, shuplac, etc. De alguna manera Muñoz era uno más en el grupo. Sin embargo, por algún misterioso y extraño acuerdo entre su padre y el maestro, estaba prácticamente al servicio de este último, quien dicho sea de paso, con la omnipotencia de que hacía gala, no dejaba pasar oportunidad de sacarle provecho al pobre niño. Además, Muñoz se encontraba frente a una disyuntiva que lo ponía entre la espada y la pared, el respeto a la autoridad del maestro ¿Cómo oponerse a sus órdenes? Su condición de casi indigencia, lo obligaba a ganarse un plato de comida haciendo los mandados de éste. Después de todo, separar becerros, recoger alfalfa y hacer uno que otro mandado doméstico constituían actividades que ayudaban a sobrevivir a nuestro amigo, a la vez de representar un alivio a los escasos recursos de sus padres. ¿Cuántos niños no tienen la seguridad de una comida diaria? Al menos Muñoz se la ganaba trabajando honradamente.
Ashico y sus amigos estaban entregados a trazar los planes que los llevaría a la victoria que habían olvidado lo principal para un evento de tanta importancia como el que se avecinaba, enviarles a los grandulones del tercero A la invitación oficial para la “revancha de las revanchas”, motivo por el cual comisionaron a Culcu, quien tenía fama de tener buena redacción y de ser el leído de la clase. El buen Culco se puso manos a la obra y empezó a escribir un oficio corto y simple, en el que con letra clara y frases sencillas expresaba el sentir de sus compañeros: “Señor delegado del tercero A, los alumnos del tercero C, los invitamos a jugar un partido de fútbol el día de mañana a la hora del recreo. La regla será “siete a siete, sin mariconear…"
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