manuel Nieves fabián
SOSPECHO QUE AÚN SIGO SOÑANDO
(Cuento)
(Cuento)
Horrenda y aterradora era su voz. Se reía con tanto placer no importándole el dolor humano. Sus ojos profundos y dominantes causaban pavor y espanto. Era el guardián de las fuerzas que acaparan las riquezas del planeta.
Rompiendo el silencio de aquellas horas llegaron sus ataques cual vientos huracanados soltando sus alaridos, en medio de balas ensordecedoras semejantes a bandadas de golondrinas suicidas. El campo quedó en llamas que crepitaban y devoraban todo a su paso.
Después de la tragedia, de entre las cenizas surgieron los quejidos dolientes, lamentándose de sus desgracias, amenazando con los puños crispados, jurando algún día acabar con sus desdichas e infortunios.
A pesar de la densa y oscura noche recorrí por los campos inundados de voces suplicantes. En verdad era un infierno dantesco. Brazos, cabezas y piernas mutiladas afloraban sobre la tierra. Cuando me disponía auxiliar al herido que sangraba escuché una voz imperativa y una ráfaga de ametralladora pasó silbando sobre mi cabeza. Con la piel que se me escarapelaba quise huir, gritar, pero clavado como el hierro al imán me quedé estático. A pesar del pánico no había otra alternativa que afrontar la adversidad. Me armé de valor. Me ajusté el cinturón. Cerré con fuerza la palma de mis manos, contuve la respiración y esperé.
A lo lejos, desde las calles del pueblo, los perros de finos olfatos empezaron a ladrar furiosos como persiguiendo a los fugitivos, luego cesaron de correr y se pusieron a aullar hasta que la noche se deshizo en mil pedazos.
En medio de aquella oscuridad con olor a pólvora, al intentar dar un paso, una bala me pasó silbando a la altura de la cintura. Apenas sentí un ligero ardor. Me quedé parado, inmóvil y un frío inaguantable recorrió mis venas. Quise gritar, pero todo fue en vano. Mis gritos se ahogaban en mis labios.
Sobreponiéndome a la adversidad lancé mis puños al aire para derribar al agresor que lo sentí muy cerca, pero mis golpes se perdieron en el vacío.
De pronto la confrontación fue real. Ambos nos dábamos golpes certeros. En ocasiones sentí que el adversario retrocedía luego arremetía con más fuerza.
La lucha fue larga y tenaz ante un enemigo mucho más poderoso y con cuantiosos recursos. Aunque solitario me sobraba voluntad de lucha, fuerza y tenacidad.
En medio de esa confrontación ardorosa reconocí la figura del enemigo. Era inmenso, descomunal, sobrecogedor. Caminando a pasos firmes vino directo hacia mí. A pesar que levanté mis brazos para defenderme, levantó su espada, apretó sus dientes y descargó su golpe furibundo que me partió el alma. Inicialmente trastabillé, quise repeler el ataque, pero caí rodando como un ovillo, mientras que él gozaba; luego, casi flotando vi alejarse, satisfecho de su obra.
Cuando abrí mis ojos los perros continuaban aullando y sentí mi cuerpo completamente helado y creo que hasta muerto.
En ese instante restregué mis párpados y me dije ¡Qué sueño macabro! Sacudí mi cabeza y me pellizqué el brazo y no sentí dolor. Grité con todas mis fuerzas y nadie parecía escucharme. Salí corriendo por las calles para contar mi desgracia, pero nadie parecía verme ni oírme. Toqué las puertas y en todas ellas encontré mucha indiferencia, un vacío absoluto.
Entonces, cansado, triste y solitario me senté sobre la acera de la calle y casi murmurando repetía a cada instante: “Todo ha sido un sueño”, pero como dudando me preguntaba: De haber sido un sueño, ¿por qué la gente no podía verme ni oírme? ¡Pero si estuviera muerto no estaría hablando!; sin embargo, sospecho que aún sigo soñando.
Rompiendo el silencio de aquellas horas llegaron sus ataques cual vientos huracanados soltando sus alaridos, en medio de balas ensordecedoras semejantes a bandadas de golondrinas suicidas. El campo quedó en llamas que crepitaban y devoraban todo a su paso.
Después de la tragedia, de entre las cenizas surgieron los quejidos dolientes, lamentándose de sus desgracias, amenazando con los puños crispados, jurando algún día acabar con sus desdichas e infortunios.
A pesar de la densa y oscura noche recorrí por los campos inundados de voces suplicantes. En verdad era un infierno dantesco. Brazos, cabezas y piernas mutiladas afloraban sobre la tierra. Cuando me disponía auxiliar al herido que sangraba escuché una voz imperativa y una ráfaga de ametralladora pasó silbando sobre mi cabeza. Con la piel que se me escarapelaba quise huir, gritar, pero clavado como el hierro al imán me quedé estático. A pesar del pánico no había otra alternativa que afrontar la adversidad. Me armé de valor. Me ajusté el cinturón. Cerré con fuerza la palma de mis manos, contuve la respiración y esperé.
A lo lejos, desde las calles del pueblo, los perros de finos olfatos empezaron a ladrar furiosos como persiguiendo a los fugitivos, luego cesaron de correr y se pusieron a aullar hasta que la noche se deshizo en mil pedazos.
En medio de aquella oscuridad con olor a pólvora, al intentar dar un paso, una bala me pasó silbando a la altura de la cintura. Apenas sentí un ligero ardor. Me quedé parado, inmóvil y un frío inaguantable recorrió mis venas. Quise gritar, pero todo fue en vano. Mis gritos se ahogaban en mis labios.
Sobreponiéndome a la adversidad lancé mis puños al aire para derribar al agresor que lo sentí muy cerca, pero mis golpes se perdieron en el vacío.
De pronto la confrontación fue real. Ambos nos dábamos golpes certeros. En ocasiones sentí que el adversario retrocedía luego arremetía con más fuerza.
La lucha fue larga y tenaz ante un enemigo mucho más poderoso y con cuantiosos recursos. Aunque solitario me sobraba voluntad de lucha, fuerza y tenacidad.
En medio de esa confrontación ardorosa reconocí la figura del enemigo. Era inmenso, descomunal, sobrecogedor. Caminando a pasos firmes vino directo hacia mí. A pesar que levanté mis brazos para defenderme, levantó su espada, apretó sus dientes y descargó su golpe furibundo que me partió el alma. Inicialmente trastabillé, quise repeler el ataque, pero caí rodando como un ovillo, mientras que él gozaba; luego, casi flotando vi alejarse, satisfecho de su obra.
Cuando abrí mis ojos los perros continuaban aullando y sentí mi cuerpo completamente helado y creo que hasta muerto.
En ese instante restregué mis párpados y me dije ¡Qué sueño macabro! Sacudí mi cabeza y me pellizqué el brazo y no sentí dolor. Grité con todas mis fuerzas y nadie parecía escucharme. Salí corriendo por las calles para contar mi desgracia, pero nadie parecía verme ni oírme. Toqué las puertas y en todas ellas encontré mucha indiferencia, un vacío absoluto.
Entonces, cansado, triste y solitario me senté sobre la acera de la calle y casi murmurando repetía a cada instante: “Todo ha sido un sueño”, pero como dudando me preguntaba: De haber sido un sueño, ¿por qué la gente no podía verme ni oírme? ¡Pero si estuviera muerto no estaría hablando!; sin embargo, sospecho que aún sigo soñando.