manuel nieves fabián
“TOLÉ”, EL NARRADOR DE CUENTOS
Al tío “Tolé” QPD con cariño.
El tío “Tolé” era un hombre dotado de una extraordinaria imaginación. Gustaba contar sus aventuras, en las cuales él era el protagonista principal. Realidad o fantasía, sólo él lo sabía, pero contaba como si fuera cierto.
Sus palabras eran dulces y convincentes. Tenía una carcajada inconfundible, mezcla de ternura y sarcasmo. Su conversación siempre versaba sobre aparecidos y él aseguraba verlos con frecuencia. Con su voz que parecía de un predicador afirmaba: “Las almas de las personas, antes de morir, siempre andan despidiéndose de sus seres queridos y de los lugares por donde anduvo en vida”.
Contaba historietas de almas enamoradas, de almas condenadas, de almas perseguidoras, de cabezas voladoras, en fin. Una de ellas, fue la curiosa manera de cómo trató de asustar al enamorado de su amada, sin saber que era el alma del hombre que amaba a la misma mujer que él amaba. Con un largo suspiro, mezcla de tristeza y dolor, recordó al amigo que murió trágicamente, apenas unas semanas después de su encuentro con su alma, aquella noche. Decía:
“De joven era un mujeriego empedernido. Siempre tenía dos o tres enamoradas. Durante la semana hacía turno con ellas.
Una noche, mi papá me mandó avisar que esa madrugada era su turno de agua. Yo siempre obedecía sus mandatos porque era una orden y se tenía que cumplir.
Para levantarme a la madrugada me fui a dormir temprano. Esa noche tuve un sueño encantador y hasta había prometido casarme con una de mis mujeres, pero al reafirmar mi compromiso me desperté sobresaltado, y pensando que ya estaba amaneciendo, de un salto me puse de pie, cogí la lampa y me puse en camino.
Por ese entonces tenía un perrito, un pichicito, que nunca me dejaba, por eso le puse el nombre de No me Dejes. Él iba por delante, yo por su tras. Cuando llegamos al estanque, el agua no llegaba todavía ni siquiera a la mitad de la wanka, la piedra que se levanta al centro del estanque. Miré las estrellas del cielo, y la verdad que era muy de madrugada. Faltarían unas cuatro horas para que agua borrara a la wanka y saliera el jutun por uno de los ojos superiores del estanque.
En verdad el sueño me pareció demasiado largo, pero fue un sueño encantador, lleno de sorpresas. Con mi lampa en la mano, a orillas del estanque, recordé que estuve a punto de formalizar mi compromiso, creo que por eso me desperté.
Para esperar hasta las cinco de la mañana, hora en que el estanque se llena, busqué un lugar abrigado donde el viento no me hiciera daño; precisamente encontré la sombra de una frondosa waroma que crecía cerca al estanque, casi al borde del camino.
Ya en el interior de la pequeña covacha sentí paz y tranquilidad, pero afuera, bajo el cielo despejado, la luna alumbraba como si fuera de día. El tiempo parecía haberse anudado y no había cuándo apareciera el lucero de la mañana. Me imaginaba que el sueño estaría disfrutando bajo las camas abrigadoras, mientras yo, con los ojos perdidos, veía pasar a las luciérnagas encendiendo y apagando sus luces en medio del incesante chirriar de los grillos que parecían estar entretenidos en sus conciertos de voces.
Como único espectador en esa sala de estreno, posiblemente pestañé, no sé por cuánto tiempo. Un ruido, cual rotura de un cristal, rompió la armonía, pues, allí cerca, abajito, a mis pies, junto al camino, en la chacra de mi enamorada, alguien empezó levantar las piedras encima del muro. En aquel silencio de la noche las piedras sonaban claras unas tras otras; entonces, me levanté para ver quién era que a esas horas trabajaba aprovechando la luz de la luna. Por más que miraba alargando mi cuello, era difícil reconocerlo. Sólo el sombrero o la espalda del individuo aparecían y desaparecían tras el muro.
Relacionando los hechos, mis sospechas se hacían más claras. Desde hace días sentí celos, pero ella no me quería decir con quién era. Ahora, aprovechando la noche, para que nadie lo vea, ha mandado a su amante para que levante la pirca caída de la chacra. Entonces, decidí darle el castigo merecido para que en otra vez no se meta sabiendo que mi compromiso casi era formal con ella. Bajé con mucho cuidado por una zanja que había al costado, caminaba paso tras paso sin hacer el menor ruido posible. Lo tenía ya cerca, unos cuatro o cinco metros nos separaba, pero no podía identificarlo. Trabajaba rápido con la cabeza mirando siempre hacia abajo. En esos instantes sentí cólera recordando a ella. Me decía que me quería, sin embargo, me estaba engañando.
Me armé de valor y decidí castigarle a trompada limpia. En el momento que se agachaba para recoger las piedras, de un salto me puse frente a él y traté de asustarle diciéndole con una voz ronca:
–¡Caramba!, ¡de noche trabajando chacra ajena!
En ese instante el supuesto amante de mi prometida levantó el cuerpo, se hizo negro y creció tan alto que yo caí de espaldas mirando al cielo. Sentí que mi cuerpo se enfriaba y empecé arrojar espuma. ¡No era hombre ni se dejaba ver la cara!, se parecía una sombra negra y alta. Arrojado en el piso del camino sólo mis ojos miraban, pero mi cuerpo no sentía nada. Por la actitud que tomó noté su furia y cuando amenazadoramente se acercaba para pisotearme, apareció ladrando y aullando mi perrito y se puso a mi costado. Pequeñito pero valiente. Ladraba con furor y se lanzaba hacia la sombra dando tarascadas al aire no dejándole aproximarse. Ahí nomás perdí el conocimiento.
Me desperté cuando el sol me quemaba la cara, ya serían las nueve de la mañana, y el agua hasta esas horas se había perdido.
Cuando conté lo sucedido a mi padre no me creyó, mas por el contrario, pensó que después de una mala noche me habría quedado dormido en casa de una de mis enamoradas.”
Contaba con tal seriedad y al ver nuestras caras atónitas se reía con esa su risa característica un tanto fuerte al comienzo y débil, delgado y agónico al final.
Qué de cosas nos contaba y le agradaba hacerlo. Una buena mañana, como era de costumbre, la gente del pueblo se reunía en las esquinas de las cuadras de la calle central para averiguar las noticias del día o para buscar trabajo. En eso llegó el tío “Tolé” y a boquijarro preguntó a todos:
–¿Qamkuna imayllapis rikayashkankiku pishgukunapa kasamientunta? (¿Ustedes alguna vez han visto el matrimonio de los pájaros?)
La gente le miraba atónito, sorprendido, porque eran hechos inusuales; entones, para impactar a su auditorio, reafirmaba una vez más:
–Nuqa qanyan rikashkaa Ulastanachu. ¡Huk yukishmi kasakurqun pichuychankawan! (Yo ayer he visto en el lugar denominado Ulastana. ¡Un zorzal se ha casado con un gorrión hembra!)
Y se reía burlonamente ante el asombro de sus oyentes. Una risa mezcla de dulzura, pero al mismo tiempo sarcástica e inconfundible.
La gente se preguntaba ¿cómo es que un zorzal se haya casado con un gorrión
hembra? Era imposible. Entonces el tío "Tolé" destejía su incomprendida narración y aclaraba: Ayer he visto en el lugar llamado Ulastana, a fulano de tal, un hombre alto y fornido, prometiéndole amor a doña fulana de tal, una mujer que escasamente medía un metro treinta de altura.
Eran ocurrencias del tío “Tolé”. Y como me agradaban sus narraciones, un día me contó a cerca de sus sapos en su huerta de Pate. Me decía: «Hijo, en mi huerta tengo un estanque debajo de un manantial, allí viven los sapos y son muy disciplinados. Hay un sapo grande que es el jefe y los otros son sus soldados. A las doce en punto del medio día ellos salen a marchar con sus fusiles al hombro. El jefe da la voz: ¡uno!, ¡dos!, ¡uno!, ¡dos!.., y los sapos marchan hasta cansarse”
Yo me imaginaba a los sapos marchando y sinceramente lo creía.
El tío “Tolé” era un hombre dotado de una extraordinaria imaginación. Gustaba contar sus aventuras, en las cuales él era el protagonista principal. Realidad o fantasía, sólo él lo sabía, pero contaba como si fuera cierto.
Sus palabras eran dulces y convincentes. Tenía una carcajada inconfundible, mezcla de ternura y sarcasmo. Su conversación siempre versaba sobre aparecidos y él aseguraba verlos con frecuencia. Con su voz que parecía de un predicador afirmaba: “Las almas de las personas, antes de morir, siempre andan despidiéndose de sus seres queridos y de los lugares por donde anduvo en vida”.
Contaba historietas de almas enamoradas, de almas condenadas, de almas perseguidoras, de cabezas voladoras, en fin. Una de ellas, fue la curiosa manera de cómo trató de asustar al enamorado de su amada, sin saber que era el alma del hombre que amaba a la misma mujer que él amaba. Con un largo suspiro, mezcla de tristeza y dolor, recordó al amigo que murió trágicamente, apenas unas semanas después de su encuentro con su alma, aquella noche. Decía:
“De joven era un mujeriego empedernido. Siempre tenía dos o tres enamoradas. Durante la semana hacía turno con ellas.
Una noche, mi papá me mandó avisar que esa madrugada era su turno de agua. Yo siempre obedecía sus mandatos porque era una orden y se tenía que cumplir.
Para levantarme a la madrugada me fui a dormir temprano. Esa noche tuve un sueño encantador y hasta había prometido casarme con una de mis mujeres, pero al reafirmar mi compromiso me desperté sobresaltado, y pensando que ya estaba amaneciendo, de un salto me puse de pie, cogí la lampa y me puse en camino.
Por ese entonces tenía un perrito, un pichicito, que nunca me dejaba, por eso le puse el nombre de No me Dejes. Él iba por delante, yo por su tras. Cuando llegamos al estanque, el agua no llegaba todavía ni siquiera a la mitad de la wanka, la piedra que se levanta al centro del estanque. Miré las estrellas del cielo, y la verdad que era muy de madrugada. Faltarían unas cuatro horas para que agua borrara a la wanka y saliera el jutun por uno de los ojos superiores del estanque.
En verdad el sueño me pareció demasiado largo, pero fue un sueño encantador, lleno de sorpresas. Con mi lampa en la mano, a orillas del estanque, recordé que estuve a punto de formalizar mi compromiso, creo que por eso me desperté.
Para esperar hasta las cinco de la mañana, hora en que el estanque se llena, busqué un lugar abrigado donde el viento no me hiciera daño; precisamente encontré la sombra de una frondosa waroma que crecía cerca al estanque, casi al borde del camino.
Ya en el interior de la pequeña covacha sentí paz y tranquilidad, pero afuera, bajo el cielo despejado, la luna alumbraba como si fuera de día. El tiempo parecía haberse anudado y no había cuándo apareciera el lucero de la mañana. Me imaginaba que el sueño estaría disfrutando bajo las camas abrigadoras, mientras yo, con los ojos perdidos, veía pasar a las luciérnagas encendiendo y apagando sus luces en medio del incesante chirriar de los grillos que parecían estar entretenidos en sus conciertos de voces.
Como único espectador en esa sala de estreno, posiblemente pestañé, no sé por cuánto tiempo. Un ruido, cual rotura de un cristal, rompió la armonía, pues, allí cerca, abajito, a mis pies, junto al camino, en la chacra de mi enamorada, alguien empezó levantar las piedras encima del muro. En aquel silencio de la noche las piedras sonaban claras unas tras otras; entonces, me levanté para ver quién era que a esas horas trabajaba aprovechando la luz de la luna. Por más que miraba alargando mi cuello, era difícil reconocerlo. Sólo el sombrero o la espalda del individuo aparecían y desaparecían tras el muro.
Relacionando los hechos, mis sospechas se hacían más claras. Desde hace días sentí celos, pero ella no me quería decir con quién era. Ahora, aprovechando la noche, para que nadie lo vea, ha mandado a su amante para que levante la pirca caída de la chacra. Entonces, decidí darle el castigo merecido para que en otra vez no se meta sabiendo que mi compromiso casi era formal con ella. Bajé con mucho cuidado por una zanja que había al costado, caminaba paso tras paso sin hacer el menor ruido posible. Lo tenía ya cerca, unos cuatro o cinco metros nos separaba, pero no podía identificarlo. Trabajaba rápido con la cabeza mirando siempre hacia abajo. En esos instantes sentí cólera recordando a ella. Me decía que me quería, sin embargo, me estaba engañando.
Me armé de valor y decidí castigarle a trompada limpia. En el momento que se agachaba para recoger las piedras, de un salto me puse frente a él y traté de asustarle diciéndole con una voz ronca:
–¡Caramba!, ¡de noche trabajando chacra ajena!
En ese instante el supuesto amante de mi prometida levantó el cuerpo, se hizo negro y creció tan alto que yo caí de espaldas mirando al cielo. Sentí que mi cuerpo se enfriaba y empecé arrojar espuma. ¡No era hombre ni se dejaba ver la cara!, se parecía una sombra negra y alta. Arrojado en el piso del camino sólo mis ojos miraban, pero mi cuerpo no sentía nada. Por la actitud que tomó noté su furia y cuando amenazadoramente se acercaba para pisotearme, apareció ladrando y aullando mi perrito y se puso a mi costado. Pequeñito pero valiente. Ladraba con furor y se lanzaba hacia la sombra dando tarascadas al aire no dejándole aproximarse. Ahí nomás perdí el conocimiento.
Me desperté cuando el sol me quemaba la cara, ya serían las nueve de la mañana, y el agua hasta esas horas se había perdido.
Cuando conté lo sucedido a mi padre no me creyó, mas por el contrario, pensó que después de una mala noche me habría quedado dormido en casa de una de mis enamoradas.”
Contaba con tal seriedad y al ver nuestras caras atónitas se reía con esa su risa característica un tanto fuerte al comienzo y débil, delgado y agónico al final.
Qué de cosas nos contaba y le agradaba hacerlo. Una buena mañana, como era de costumbre, la gente del pueblo se reunía en las esquinas de las cuadras de la calle central para averiguar las noticias del día o para buscar trabajo. En eso llegó el tío “Tolé” y a boquijarro preguntó a todos:
–¿Qamkuna imayllapis rikayashkankiku pishgukunapa kasamientunta? (¿Ustedes alguna vez han visto el matrimonio de los pájaros?)
La gente le miraba atónito, sorprendido, porque eran hechos inusuales; entones, para impactar a su auditorio, reafirmaba una vez más:
–Nuqa qanyan rikashkaa Ulastanachu. ¡Huk yukishmi kasakurqun pichuychankawan! (Yo ayer he visto en el lugar denominado Ulastana. ¡Un zorzal se ha casado con un gorrión hembra!)
Y se reía burlonamente ante el asombro de sus oyentes. Una risa mezcla de dulzura, pero al mismo tiempo sarcástica e inconfundible.
La gente se preguntaba ¿cómo es que un zorzal se haya casado con un gorrión
hembra? Era imposible. Entonces el tío "Tolé" destejía su incomprendida narración y aclaraba: Ayer he visto en el lugar llamado Ulastana, a fulano de tal, un hombre alto y fornido, prometiéndole amor a doña fulana de tal, una mujer que escasamente medía un metro treinta de altura.
Eran ocurrencias del tío “Tolé”. Y como me agradaban sus narraciones, un día me contó a cerca de sus sapos en su huerta de Pate. Me decía: «Hijo, en mi huerta tengo un estanque debajo de un manantial, allí viven los sapos y son muy disciplinados. Hay un sapo grande que es el jefe y los otros son sus soldados. A las doce en punto del medio día ellos salen a marchar con sus fusiles al hombro. El jefe da la voz: ¡uno!, ¡dos!, ¡uno!, ¡dos!.., y los sapos marchan hasta cansarse”
Yo me imaginaba a los sapos marchando y sinceramente lo creía.
Manuel Nieves Fabián