manuel nieves fabián
AGONÍA DE KOYOSHO
Cuando Koyosho saltó de su lecho el sol empezó a aguijonearle sus pupilas y cual niño travieso se reía con su cara grande. A esas horas, todavía la cabeza le daba vueltas como un mundo enorme que nunca acababa de rodar.
Recordaba la explicación didáctica de Shapaco cuando hablaba del museo, un lugar único en su género, donde se podía conocer a los animales llevados allí para el deleite de la gente y sobre todo de los turistas.
Estático, con sus ojos fijos y las orejas dobladas parecía soñar. De pronto abrió su boca grande y el bostezo hizo que se le vieran los dientes blancos y filudos como guardianes de su garganta seca y blanquecina. Así, sólo esperaba el momento de la partida, pues, aquel día sería inolvidable porque sus sueños se harían realidad.
Después de una larga y dramática espera llegó la hora. El travieso Jishuco y sus dos hermanas, saltando como gusanillos se precipitaron hacia afuera. No había tiempo que perder; pues Koyosho salió tras ellos. Ya en la calle, Camucha levantó los brazos y un taxi de color naranja, rechinando, se estacionó junto a la puerta. Koyosho, fue el primero en acomodarse, pues de un salto se introdujo por la ventana, y allí, en el asiento trasero, junto a las bolsas de los niños, acomodó su cuerpecito.
Cuando el carro salió raudamente, siempre en silencio, sentadito, a través de las lunas de la ventana miraba sin cesar los cuerpos que corrían velozmente en dirección contraria a él. No lograba explicarse lo que estaba pasando. Ya en el laberinto de la ciudad, sumamente sorprendido vio una gigantesca estatua que amenazaba desenvainar su espada. Pensando haberle causado enojo con su presencia quiso huir pero la alegría de los niños le hizo cambiar de parecer, pues las voces cantarinas exclamaron: «¡El Héroe de la Batalla de Huamachuco!» Por el tono de voz comprendió que debía tratarse de un personaje tan importante. El carro color naranja aceleró y pasó como huyendo dejando atrás el monumento. Al llegar a la plaza pudo ver una hermosa pileta que regaba a chorros la columna de cantos rodados y dando brincos las gotas de agua caían en la tina grande.
El taxista, con la mano en el timón, al cruzar una esquina le guiñó con el ojo izquierdo a una alegre quinceañera, cuya larga cabellera jugueteaba con el viento.
Serían cerca de la diez cuando llegaron a una plazuela llena de vida y armonía. A un costado, una iglesia lucía sus hermosas columnas jónicas enchapadas con oro, cuyas dos altísimas torres mostraban a dos pares de enormes campanas que se balanceaban llamando a misa; al otro, a la sombra de un frondoso ficus, fulguraban con los rayos del sol las bellísimas columnas y arquerías de un antiguo colegio. Después de avanzar unos metros más, cerca a la esquina, el carro aminoró la velocidad y se estacionó. Desde allí se veía el inmenso portón del Museo de Ciencias y detrás de él aguardaban los animales de la costa, del ande y la selva.
Koyosho, al estar tan cerca de los animales, se sentía tan feliz. Jamás había sentido tanta ansiedad como en ese instante. De pronto le invadió la idea que sólo con pensarlo se puso a temblar. Y como no queriendo se preguntó: ¿Y si no me dejaran entrar? La garganta pareció anudársele y casi atragantándose con la saliva, concluyó: ¡No creo que sean tan crueles!
Miles de angustias batallaban, cual caballos salvajes, en esa su cabecita llena de ilusiones. Sentado sobre sus dos patitas traseras, con la mirada fija, sus ojos no dejaban de mirar el inmenso portón por donde entraban y salían sonrientes los niños junto a sus padres. Él, lleno de incertidumbre y el corazón latiéndole agónicamente, esperaba con ansiedad. Era fácil de notar la tristeza cuajada en sus ojos.
Jishuco, su amigo, era su única esperanza. No podía olvidarse de él, no podía frustrar su anhelo de conocer a todos los animales. Estaba tan seguro. Y si no fuera así, Camucha o Maricucha no lo dejarían abandonado.
Toda la noche había soñado por conocer aquel lugar, único en el mundo, donde los animales se reunían por voluntad de los hombres.
Shapaco, abrió las puertas del carro por donde los niños bajaron casi atropellándose. Koyosho, fue el primero, y en medio de los gritos y los saltos de sus amigos, también él brincaba y mordisqueaba las manos y los brazos de Jishuco.
En medio del bullicio de la gente, mientras los niños jugaban, el papá se acercó a la boletería y entregó un billete de veinte soles. Cuatro papeles empezaron a reverberar como el sol en las manos de aquel hombre. Mecánicamente contó: Papá y sus tres hijitos. Sus ojos se llenaron de lágrimas y no comprendía el comportamiento de papá y sus amigos a quienes les tenía tanto cariño y aprecio. Quiso protestar, reclamar y hasta suplicar e implorar; pero pensó que ya nada podía hacer. Cerró sus ojos con fuerza y comprendió que estaba perdido en las tinieblas. Su corazonada parecía convertirse en realidad. Unas gotas de lágrimas rodaron hasta llegar a sus patitas blancas. Aún, sin perder la esperanza, con los ojos implorantes, los miraba casi borrosamente ya a Jishuco, ya a Camucha o a Maricucha; pero ellos, ni siquiera notaron sus miradas de angustia, y como si no existiese, le dieron la espalda y avanzaron hacia el portón.
Movió su cabecita de izquierda a derecha, lo sacudió con fuerza, luego se quedó perdido en el tiempo. Cuando volvió en sí notó que se había quedado solo en plena calle; entonces miró por última vez a sus amigos que bulliciosos y contentos, cual mariposas saltarinas iban alrededor de papá.
Triste, descorazonado, con los sueños y las ilusiones golpeándole su cerebro, los siguió mirando hasta que sus siluetas desaparecieron completamente. Jadeando, lagrimeando y casi desfalleciente, imaginó seguirlos hasta donde estaban los animales.
Vencido y con la rabia que le latía en las entrañas, Koyosho cruzó la calle, apoyó su cuerpo en la pared, se sentó sobre la vereda y con la mirada perdida recordó el diálogo de la noche anterior al revisar el álbum de animales:
–...y este que se parece a un chancho ¿qué es papi? -preguntó Camucha-
–Ese es un jabalí. -contestó-
Maricucha, la más pequeña, sumamente inquieta, preguntó a su vez:
–¿Y ese animal tan grande de color negro, con inmensas alas y el cuello blanco como una bufanda?
–Es el cóndor. -respondió el papá-
Jishuco a su vez intervino, apuntando con el dedo:
–¿Y este gracioso con cara de gente y con rabo?
–Es un mono.
–¿Están vivos o muertos, papi?
–Parecen vivos. Están disecados.
–¿Y cuándo vamos a verlos? -se apresuró en preguntar-
–Si les gusta, mañana.
–¿Mañana? ¡Qué bien!
Y reventaron las voces cantarinas de los niños que locos de contento saltaban y gritaban, mientras que Koyosho, compartiendo ese júbilo también saltaba y ladraba, y en su cabecita desfilaban pumas, cóndores, osos, monos y todos los animales. Pero ahora, decepcionado, frustrado en medio de un inmenso dolor, ya sin tomar en cuenta el transitar de las gentes, acomodó su hociquito sobre el piso ardiente, se puso a mover la cola con cautela y esperó.
Poco a poco sus ojos se fueron cerrando en medio del bullicio ensordecedor de los vendedores ambulantes y el tráfico de la ciudad, y sobre las comisuras de sus párpados se quedaron colgadas dos gruesas gotas de lágrimas, como dos perlas, titilando y reflejando un sin número de animales que desfilaban por entre sus ojos cerrados.
Recordaba la explicación didáctica de Shapaco cuando hablaba del museo, un lugar único en su género, donde se podía conocer a los animales llevados allí para el deleite de la gente y sobre todo de los turistas.
Estático, con sus ojos fijos y las orejas dobladas parecía soñar. De pronto abrió su boca grande y el bostezo hizo que se le vieran los dientes blancos y filudos como guardianes de su garganta seca y blanquecina. Así, sólo esperaba el momento de la partida, pues, aquel día sería inolvidable porque sus sueños se harían realidad.
Después de una larga y dramática espera llegó la hora. El travieso Jishuco y sus dos hermanas, saltando como gusanillos se precipitaron hacia afuera. No había tiempo que perder; pues Koyosho salió tras ellos. Ya en la calle, Camucha levantó los brazos y un taxi de color naranja, rechinando, se estacionó junto a la puerta. Koyosho, fue el primero en acomodarse, pues de un salto se introdujo por la ventana, y allí, en el asiento trasero, junto a las bolsas de los niños, acomodó su cuerpecito.
Cuando el carro salió raudamente, siempre en silencio, sentadito, a través de las lunas de la ventana miraba sin cesar los cuerpos que corrían velozmente en dirección contraria a él. No lograba explicarse lo que estaba pasando. Ya en el laberinto de la ciudad, sumamente sorprendido vio una gigantesca estatua que amenazaba desenvainar su espada. Pensando haberle causado enojo con su presencia quiso huir pero la alegría de los niños le hizo cambiar de parecer, pues las voces cantarinas exclamaron: «¡El Héroe de la Batalla de Huamachuco!» Por el tono de voz comprendió que debía tratarse de un personaje tan importante. El carro color naranja aceleró y pasó como huyendo dejando atrás el monumento. Al llegar a la plaza pudo ver una hermosa pileta que regaba a chorros la columna de cantos rodados y dando brincos las gotas de agua caían en la tina grande.
El taxista, con la mano en el timón, al cruzar una esquina le guiñó con el ojo izquierdo a una alegre quinceañera, cuya larga cabellera jugueteaba con el viento.
Serían cerca de la diez cuando llegaron a una plazuela llena de vida y armonía. A un costado, una iglesia lucía sus hermosas columnas jónicas enchapadas con oro, cuyas dos altísimas torres mostraban a dos pares de enormes campanas que se balanceaban llamando a misa; al otro, a la sombra de un frondoso ficus, fulguraban con los rayos del sol las bellísimas columnas y arquerías de un antiguo colegio. Después de avanzar unos metros más, cerca a la esquina, el carro aminoró la velocidad y se estacionó. Desde allí se veía el inmenso portón del Museo de Ciencias y detrás de él aguardaban los animales de la costa, del ande y la selva.
Koyosho, al estar tan cerca de los animales, se sentía tan feliz. Jamás había sentido tanta ansiedad como en ese instante. De pronto le invadió la idea que sólo con pensarlo se puso a temblar. Y como no queriendo se preguntó: ¿Y si no me dejaran entrar? La garganta pareció anudársele y casi atragantándose con la saliva, concluyó: ¡No creo que sean tan crueles!
Miles de angustias batallaban, cual caballos salvajes, en esa su cabecita llena de ilusiones. Sentado sobre sus dos patitas traseras, con la mirada fija, sus ojos no dejaban de mirar el inmenso portón por donde entraban y salían sonrientes los niños junto a sus padres. Él, lleno de incertidumbre y el corazón latiéndole agónicamente, esperaba con ansiedad. Era fácil de notar la tristeza cuajada en sus ojos.
Jishuco, su amigo, era su única esperanza. No podía olvidarse de él, no podía frustrar su anhelo de conocer a todos los animales. Estaba tan seguro. Y si no fuera así, Camucha o Maricucha no lo dejarían abandonado.
Toda la noche había soñado por conocer aquel lugar, único en el mundo, donde los animales se reunían por voluntad de los hombres.
Shapaco, abrió las puertas del carro por donde los niños bajaron casi atropellándose. Koyosho, fue el primero, y en medio de los gritos y los saltos de sus amigos, también él brincaba y mordisqueaba las manos y los brazos de Jishuco.
En medio del bullicio de la gente, mientras los niños jugaban, el papá se acercó a la boletería y entregó un billete de veinte soles. Cuatro papeles empezaron a reverberar como el sol en las manos de aquel hombre. Mecánicamente contó: Papá y sus tres hijitos. Sus ojos se llenaron de lágrimas y no comprendía el comportamiento de papá y sus amigos a quienes les tenía tanto cariño y aprecio. Quiso protestar, reclamar y hasta suplicar e implorar; pero pensó que ya nada podía hacer. Cerró sus ojos con fuerza y comprendió que estaba perdido en las tinieblas. Su corazonada parecía convertirse en realidad. Unas gotas de lágrimas rodaron hasta llegar a sus patitas blancas. Aún, sin perder la esperanza, con los ojos implorantes, los miraba casi borrosamente ya a Jishuco, ya a Camucha o a Maricucha; pero ellos, ni siquiera notaron sus miradas de angustia, y como si no existiese, le dieron la espalda y avanzaron hacia el portón.
Movió su cabecita de izquierda a derecha, lo sacudió con fuerza, luego se quedó perdido en el tiempo. Cuando volvió en sí notó que se había quedado solo en plena calle; entonces miró por última vez a sus amigos que bulliciosos y contentos, cual mariposas saltarinas iban alrededor de papá.
Triste, descorazonado, con los sueños y las ilusiones golpeándole su cerebro, los siguió mirando hasta que sus siluetas desaparecieron completamente. Jadeando, lagrimeando y casi desfalleciente, imaginó seguirlos hasta donde estaban los animales.
Vencido y con la rabia que le latía en las entrañas, Koyosho cruzó la calle, apoyó su cuerpo en la pared, se sentó sobre la vereda y con la mirada perdida recordó el diálogo de la noche anterior al revisar el álbum de animales:
–...y este que se parece a un chancho ¿qué es papi? -preguntó Camucha-
–Ese es un jabalí. -contestó-
Maricucha, la más pequeña, sumamente inquieta, preguntó a su vez:
–¿Y ese animal tan grande de color negro, con inmensas alas y el cuello blanco como una bufanda?
–Es el cóndor. -respondió el papá-
Jishuco a su vez intervino, apuntando con el dedo:
–¿Y este gracioso con cara de gente y con rabo?
–Es un mono.
–¿Están vivos o muertos, papi?
–Parecen vivos. Están disecados.
–¿Y cuándo vamos a verlos? -se apresuró en preguntar-
–Si les gusta, mañana.
–¿Mañana? ¡Qué bien!
Y reventaron las voces cantarinas de los niños que locos de contento saltaban y gritaban, mientras que Koyosho, compartiendo ese júbilo también saltaba y ladraba, y en su cabecita desfilaban pumas, cóndores, osos, monos y todos los animales. Pero ahora, decepcionado, frustrado en medio de un inmenso dolor, ya sin tomar en cuenta el transitar de las gentes, acomodó su hociquito sobre el piso ardiente, se puso a mover la cola con cautela y esperó.
Poco a poco sus ojos se fueron cerrando en medio del bullicio ensordecedor de los vendedores ambulantes y el tráfico de la ciudad, y sobre las comisuras de sus párpados se quedaron colgadas dos gruesas gotas de lágrimas, como dos perlas, titilando y reflejando un sin número de animales que desfilaban por entre sus ojos cerrados.