PANCHITO
Pancho, Panchito, así lo llamábamos. Su cabecita redonda jugueteaba sobre su pescuezo acolchado. Sus ojitos negros y vivaces me miraban con la sonrisa de un niño inocente. Su lana suave, esponjosa, completamente blanca, parecía dormir sobre su cuerpo, como si fueran nubes carmenadas por las rocas.
Así era Pancho, ese amigo inolvidable de mi infancia. Dulce, tierno, cariñoso. Hoy, sólo me queda el recuerdo, y cada vez que lo hago, un nudo de nostalgia se me ahoga en la garganta.
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Una mañana, cuando aún dormía, mi padre, suavemente lo posó sobre mi cama y palmeándome cariñosamente la frente, muy bajo me dijo: «Es tuyo».
Era blanco, cándido e indefenso. Tímidamente se paró con esas sus patitas que más parecían copos de nieve. Levantó sus orejitas y quiso balar, pero apenas le salió un sonido inarmónico que me estremeció el alma.
Parecía un juguete. Sí, era idéntico a los que usaban los niños del pueblo en días de fiesta.
Sus ojos llenos de dulzura, al encontrarse con los míos se confundieron con ternura infinita. Triste, melancólico y dolorido sacudió su cabecita y a través de su mirada llena de misterios parecía soñar con su madre y sus altas y escarpadas punas. De pronto, nervioso, quiso correr. Mis manos lo sujetaron. Encabritándose, berreando y respirando fatigosamente, trató de liberarse.
Después de tan inútil forcejeo, rendido, se quedó dormido plácidamente sobre mi cabecera. Contemplarle así, entregado al sueño, era como un cuadro al natural que cualquier pintor hubiese querido tenerlo.
Su blancura y su dulce dormir llenó de alegría mi ser. Fue entonces que le bauticé con ese nombre que suena a pan y cariño: Panchito.
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Después de esa mañana vinieron muchas más, hasta que un día en esa su cabecita redonda le salieron dos cuernos puntiagudos como dos pequeñas estacas. Así se veía como un adulto. Gordo, esponjoso, parecía rebotar cuando corría.
Con él, las mañanas y las tardes siempre nos sonreían porque éramos sus amigos. También los chiquillos y los animales con los que nos encontrábamos por los caminos gozaban de nuestras ocurrencias y travesuras. A menudo, especialmente en los atardeceres, entre el silbido del viento y la hora de oración de los pajarillos, los dos, juntos, nos sentábamos a escuchar la maravillosa sinfonía que se regaba por el campo; entonces, Pancho, contagiado por esa armonía cautivante, plantaba bien sus patitas en tierra y alzando el hociquito al cielo empezaba a balar fuerte, tan fuerte, hasta que mis brazos llenos de ternura y amor lo aquietaban perdiéndose entre sus sedosas y blanquísima lana.
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De aquella mañana, recordar no quiero, porque sólo con hacerlo, el alma se me llena de tristes y amargos desencantos; sin embargo, las imágenes de esas horas recorren por mi mente como si lo estuviera viendo.
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Cuando desperté no había nadie en casa. Todos habían madrugado. De pronto escuché los balidos desesperados de Pancho. Él me estaba llamando. Me pedía auxilio. Sobresaltado corrí a su encuentro, y por entre las rendijas del muro que daban al patio, vi a la propia muerte hundiéndole los dientes sobre su pescuezo blanco y apergaminado. Sus ojos llenos de terror, pánico y desesperación pedían una explicación. Saltaba y se encabritaba sobre el piso. Luchaba y se aferraba a la vida. Inútilmente trataba de romper las ligaduras que le aprisionaban sus patitas lanudas de blanco marfil. Así, encorajinado y defendiéndose heroicamente permaneció por largo rato; hasta que finalmente, el cuerpo se le estremeció y un suspiro lento y entrecortado acabó con su agonía. La sangre tibia y burbujeante corrió como río embravecido por el patio empedrado; luego, poco a poco tornóse roji-oscura, hasta coagularse.
Con mis ojos clavados ante la muerte que danzaba en ese pequeño lugar del mundo no comprendí lo que estaba pasando. Esta fatídica y escalofriante figura no podía ser tan injusta al arrebatarme a Pancho, al amigo más querido. Aquellos minutos fueron como sueños de mal gusto, inaudito, increíble.
A pesar que me resistía a creer lo que había pasado, cada vez más, cual inmensas y monstruosas alucinaciones, se dibujaban ante mis ojos la cara feroz del asesino y el inmenso cuchillo reverberando con el sol de la mañana entre las esponjosas hebras de lana del muerto.
Perdido en el tiempo y en el mundo caminé sin rumbo mientras el ardor insoportable devoraba mis intestinos. Fueron horas de confusión, agonía y muerte.
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Aquel atardecer cuando aún lloraba, arrancándome los cabellos, golpeándome, maldiciéndome, mi madre, que ya había vuelto del trabajo, al enterarse del triste fin de Pancho, en silencio se me había acercado. Recuerdo que sentí sus manos amorosas sobre mis hombros y con los ojos llenos de lágrimas me envolvió entre sus brazos. Así llorando, me susurraba al oído palabras, palabras que Pancho, ese amigo memorable, hubiese querido que las escuchara.
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Aquella noche, la casa entera estaba de duelo. La muerte, después de haber bebido sangre aún festejaba punzando nuestros cuerpos heridos.
Mis hermanos que también lo amaban, lloraron conmigo. Cómo no lo íbamos hacer, si Pancho era el centro de nuestras ternuras y alegrías. Si aquel animalito, que sólo le faltaba hablar, era como un hermano más, ya que su vida era parte de nuestra vida.
De tanto llorar, ya a la hora en que los gallos acostumbran cantar, nos quedamos dormidos, dejando los últimos balidos de Pancho en esas horas inermes, llenas de tragedia.
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Hoy, con los pelos que me pintan canas y a pesar de haber transcurrido los años, todavía te recuerdo Pancho.
Hasta ahora no logro comprender el corazón de las gentes. No concibo tanta maldad, tanto rencor. Por una travesura en la casa del vecino no creo que hayas merecido la pena capital. No creo que el delito haya sido tan grave para que él mismo te sentenciara y ejecutara.
Hoy como ayer, tú estás vivo Pancho. Tus ojos lánguidos, tu color blanco marfil lo estoy palpando, y acariciándote entre mis brazos te sigo llorando amigo, mientras tú, sigues agonizando como un mártir en el tiempo.
Manuel Nieves Fabián