MANUEL NIEVES FABIÁN
LA AMANTE DEL MURCIÉLAGO
Muy de noche, mientras ella dormía, alguien tocó la puerta, despacio y menudo, simulando el dulce runrunear de alas o el alegre tamborileo de los dedos; enseguida, se puso a cantar al son del bordoneo de su guitarra.
Vengo a cantarte
y ofrecerte mi esperanza
con toda el alma
aunque no sientas caricias
oye esta voz del quien te ama.
Siempre que busco
de tus ojos el consuelo
luz de mi vida
no desdeñes mi cariño
y mi sufrimiento alivia.
La mujer que era soltera, curiosa, a fin de conocer al atrevido galán, corrió hacia la puerta para mirar por las rendijas. Allí se dibujó la silueta de un joven alto, delgado y de muy buen parecido, cubierto con un poncho negro. Apenas la puerta los separaba y a primera vista se enamoró. La llama del amor, cual un impulso volcánico, hizo que abriera la puerta para caer en sus brazos. Él, apasionadamente le propuso matrimonio, a lo que, sin titubear, ella, con el corazón destrozado, aceptó.
A partir de ese entonces las visitas fueron infalibles. Él siempre llegaba de noche, se acostaba con ella y antes del amanecer, dándole mil explicaciones se iba prometiéndole volver a la noche siguiente.
Ella, durante el día se sentía sola, abandonada; pero apenas caía la noche, sentía palpitar su corazón y se aprestaba a gozar la dulzura del amor.
Su soledad y el inexplicable amor que sentía por él, hizo que rompiera su juramento y contara el secreto a su amiga.
Ésta, luego de escuchar el relato, le advirtió que su amante quizás podría ser un murciélago transformado en humano. Y se preguntaba ¿Por qué sus visitas sólo son de noche y no de día?, ¿Por qué la prohibición de no contar a nadie el secreto del amor que habían iniciado? ¿Quién era aquel joven de poncho negro que nadie conocía? Para poner en prueba sus sospechas le aconsejó: «Esta tarde, antes que llegue la noche, colgarás en el umbral de tu puerta una sarta de espinas de ‘wallanka’. Si tu amante es un murciélago, quedará atrapado entre las púas, pero si es un ser humano, nada le pasará. Así comprobarás y estarás seguro de él»
Llena de curiosidad, la atribulada amante, puso en práctica los consejos de su amiga, y aquella noche, ansiosa, esperó al amante con las espinas colgadas en el umbral de su puerta.
Como de costumbre, a lo lejos, escuchó el bordonear de su guitarra. Poco a poco se fue acercando. Sus versos de amor le llegaban claros a sus oídos; y ella, loca de amor y llena de angustia, así como la primera vez, detrás de la puerta, esperó. Ni bien llegó el cantor a la puerta, repentinamente, se calló. Hubo un largo silencio. Cuando ella, llena de congoja se aprestaba a salir, escuchó un canto agónico y suplicante que decía:
¡Ay mi linda mamita!
¡ay mi linda paloma!
no partas mi corazón
que me muero de amor.
El canto se apagó y el silencio tiñó la noche llena de misterios. La amante, aún incrédula, no sabía qué hacer. Confundida y envuelta en lágrimas, cayó sollozando.
Después de una larga y torturante noche por fin amaneció.
Al abrir la puerta, la mujer se topó con un inmenso murciélago crucificado entre las espinas, y en el piso reposaba un charco de sangre coagulada.
Desde aquella vez, ya jamás volvió a escuchar el bordonero de su güitarra ni menos la voz de su cantor. Así comprobó que su amante había sido aquel horripilante e inmundo animal.
Al hacer un recuento de sus días de amor, cuánto asco y repugnancia sintió por haber compartido su lecho y por haberle entregado su corazón.
Vengo a cantarte
y ofrecerte mi esperanza
con toda el alma
aunque no sientas caricias
oye esta voz del quien te ama.
Siempre que busco
de tus ojos el consuelo
luz de mi vida
no desdeñes mi cariño
y mi sufrimiento alivia.
La mujer que era soltera, curiosa, a fin de conocer al atrevido galán, corrió hacia la puerta para mirar por las rendijas. Allí se dibujó la silueta de un joven alto, delgado y de muy buen parecido, cubierto con un poncho negro. Apenas la puerta los separaba y a primera vista se enamoró. La llama del amor, cual un impulso volcánico, hizo que abriera la puerta para caer en sus brazos. Él, apasionadamente le propuso matrimonio, a lo que, sin titubear, ella, con el corazón destrozado, aceptó.
A partir de ese entonces las visitas fueron infalibles. Él siempre llegaba de noche, se acostaba con ella y antes del amanecer, dándole mil explicaciones se iba prometiéndole volver a la noche siguiente.
Ella, durante el día se sentía sola, abandonada; pero apenas caía la noche, sentía palpitar su corazón y se aprestaba a gozar la dulzura del amor.
Su soledad y el inexplicable amor que sentía por él, hizo que rompiera su juramento y contara el secreto a su amiga.
Ésta, luego de escuchar el relato, le advirtió que su amante quizás podría ser un murciélago transformado en humano. Y se preguntaba ¿Por qué sus visitas sólo son de noche y no de día?, ¿Por qué la prohibición de no contar a nadie el secreto del amor que habían iniciado? ¿Quién era aquel joven de poncho negro que nadie conocía? Para poner en prueba sus sospechas le aconsejó: «Esta tarde, antes que llegue la noche, colgarás en el umbral de tu puerta una sarta de espinas de ‘wallanka’. Si tu amante es un murciélago, quedará atrapado entre las púas, pero si es un ser humano, nada le pasará. Así comprobarás y estarás seguro de él»
Llena de curiosidad, la atribulada amante, puso en práctica los consejos de su amiga, y aquella noche, ansiosa, esperó al amante con las espinas colgadas en el umbral de su puerta.
Como de costumbre, a lo lejos, escuchó el bordonear de su guitarra. Poco a poco se fue acercando. Sus versos de amor le llegaban claros a sus oídos; y ella, loca de amor y llena de angustia, así como la primera vez, detrás de la puerta, esperó. Ni bien llegó el cantor a la puerta, repentinamente, se calló. Hubo un largo silencio. Cuando ella, llena de congoja se aprestaba a salir, escuchó un canto agónico y suplicante que decía:
¡Ay mi linda mamita!
¡ay mi linda paloma!
no partas mi corazón
que me muero de amor.
El canto se apagó y el silencio tiñó la noche llena de misterios. La amante, aún incrédula, no sabía qué hacer. Confundida y envuelta en lágrimas, cayó sollozando.
Después de una larga y torturante noche por fin amaneció.
Al abrir la puerta, la mujer se topó con un inmenso murciélago crucificado entre las espinas, y en el piso reposaba un charco de sangre coagulada.
Desde aquella vez, ya jamás volvió a escuchar el bordonero de su güitarra ni menos la voz de su cantor. Así comprobó que su amante había sido aquel horripilante e inmundo animal.
Al hacer un recuento de sus días de amor, cuánto asco y repugnancia sintió por haber compartido su lecho y por haberle entregado su corazón.