manuel nieves fabián
PARDO Y LOS RICOS HUALLANQUINOS

Contado por Máximo Cardich
La distancia de Chiquián a Huallanca no era gran cosa para Pardo. Cabalgando sobre su caballo devoraba leguas y rápidamente cruzaba las negras peñolerías de la frígida cordillera de Yanashallash e ingresaba a Huallanca sembrando a su paso sus hazañas.
Su fama de bandolero se había regado por todas partes. Unos se convirtieron en sus enemigos gratuitos, sobre todo los hacendados y aquellos que habían acumulado fortuna a costa del trabajo de sus siervos; pero el pueblo estaba con Luis Pardo, incluso aquellos que no lo conocían lo habían convertido como el justiciero y defensor de sus derechos. Jamás se apoderaba de las pertenencias de los pobres, por el contrario, era muy dadivoso con ellos. Se apoderaba de los artículos almacenados en las tiendas comerciales o también del dinero de los ricos y los repartía a los necesitados y hasta les llevaba víveres a los presos que sufrían su condena en las cárceles. Si alguna vez, por necesidad y en circunstancias difíciles, encontrándose en apuros, cogía alguna propiedad de los hombres del pueblo, pasado los meses retornaba al lugar y retribuía al afectado con sumas más elevadas de los que había tomado. Sus hazañas hicieron que Pardo se convirtiera en un héroe popular, y sus acciones de benefactor se convirtieron en leyenda.
Precisamente, en el asiento minero de Huallanca, hubo un sastre que gustaba contar las aventuras del bandolero. Esa mañana, como por coincidencia se habían juntado los ricos huallanquinos en el taller del sastre, y al escuchar los relatos a cerca de las aventuras del chiquiano, primero, desearon conocerlo, y en segundo lugar no estaban dispuestos que se apropiara tan fácilmente de sus bienes ni de su riqueza acumulada.
En esas circunstancias de acalorada discusión, en medio de una incesante lluvia que no cesaba desde el amanecer, llegó casi a galope al pueblo un desconocido y al ver la puerta abierta del sastre, se bajó del caballo e irrumpió al taller. Inmediatamente se sacó el poncho que goteaba gruesas gotas de agua, y al ver las prendas colgadas sobre las perchas solicitó al sastre ser dueño de un terno confeccionado con tela de casimir inglés. El viejo costurero al escuchar el pedido del viajero, inmediatamente pensó que podría ser un ganadero o algún rico de las estancias vecinas y accedió que escogiera y eligiera lo que más le gustara, ya después hablarían del precio.
Luego de atender a su visitante volvió al grupo para continuar con la conversación, y prosiguió narrando las aventuras del bandolero chiquiano. Entre otras cosas decía:
–Ese Pardo es el terror de los ricos, les cae de sorpresa para apoderarse de sus bienes y repartirlo a los pobres; es enemigo de los tinterillos, jueces corruptos y las autoridades inescrupulosas; se burla de los gendarmes que lo persiguen para apresarlo; su sola presencia causa pánico, terror e inmoviliza como el puma a sus enemigos.
A esta altura de la conversación, uno de ellos se paró muy enfadado y a voz en cuello gritó:
–¡Carajo, yo a ese Pardo lo mataría!
El recién llegado, aún con el terno en las manos, volteó el rostro para contemplar a los allí reunidos y se puso a escuchar sus comentarios.
El otro gritó cogiendo su arma:
–¡Con esta pistola le destrozaría la cabeza!
Un tercero intervino:
–¡Cómo no llegara a Huallanca para matarlo!
Mientras tanto el viajero, mirándose en el espejo se probaba uno y otro terno. Se miraba de frente, de perfil, de pies a cabeza, observando uno y otro detalle.
El sastre que narraba las aventuras de Pardo, también se sumó al coro diciendo:
–¡Yo también lo mataría!
Al escuchar la voz del sastre, el forastero que ya tenía puesto el terno, se acercó al grupo, los miró fijamente, y con una voz clara e imperativa les dijo:
–¡A sus órdenes, Pardo!
Enseguida estiró la diestra y cogió la mano de cada uno de ellos con un fuerte apretón y estirón característico.
Ninguno de ellos osó pronunciar ni media palabra, todos se quedaron estáticos, y cual autómatas, sólo con los ojos redondos de asombro seguían sus más mínimos movimientos.
Pardo, con mucho aplomo y muy seguro de sí, paseó su mirada penetrante por el rostro de cada uno de ellos, luego con la serenidad que le caracterizaba montó su caballo y se alejó.
Pasado el momento inesperado, los huallanquinos como si hubiesen estado hipnotizados y en profundo sueño retornaron al mundo real. Al tocarse sus traseros sintieron que sus pantalones y el piso estaban húmedos, y sintieron que por las piernas les bajaba un líquido gelatinoso, mientras que el ambiente poco a poco se fue llenando de un olor nauseabundo.
Manuel Nieves Fabián
[email protected]
La distancia de Chiquián a Huallanca no era gran cosa para Pardo. Cabalgando sobre su caballo devoraba leguas y rápidamente cruzaba las negras peñolerías de la frígida cordillera de Yanashallash e ingresaba a Huallanca sembrando a su paso sus hazañas.
Su fama de bandolero se había regado por todas partes. Unos se convirtieron en sus enemigos gratuitos, sobre todo los hacendados y aquellos que habían acumulado fortuna a costa del trabajo de sus siervos; pero el pueblo estaba con Luis Pardo, incluso aquellos que no lo conocían lo habían convertido como el justiciero y defensor de sus derechos. Jamás se apoderaba de las pertenencias de los pobres, por el contrario, era muy dadivoso con ellos. Se apoderaba de los artículos almacenados en las tiendas comerciales o también del dinero de los ricos y los repartía a los necesitados y hasta les llevaba víveres a los presos que sufrían su condena en las cárceles. Si alguna vez, por necesidad y en circunstancias difíciles, encontrándose en apuros, cogía alguna propiedad de los hombres del pueblo, pasado los meses retornaba al lugar y retribuía al afectado con sumas más elevadas de los que había tomado. Sus hazañas hicieron que Pardo se convirtiera en un héroe popular, y sus acciones de benefactor se convirtieron en leyenda.
Precisamente, en el asiento minero de Huallanca, hubo un sastre que gustaba contar las aventuras del bandolero. Esa mañana, como por coincidencia se habían juntado los ricos huallanquinos en el taller del sastre, y al escuchar los relatos a cerca de las aventuras del chiquiano, primero, desearon conocerlo, y en segundo lugar no estaban dispuestos que se apropiara tan fácilmente de sus bienes ni de su riqueza acumulada.
En esas circunstancias de acalorada discusión, en medio de una incesante lluvia que no cesaba desde el amanecer, llegó casi a galope al pueblo un desconocido y al ver la puerta abierta del sastre, se bajó del caballo e irrumpió al taller. Inmediatamente se sacó el poncho que goteaba gruesas gotas de agua, y al ver las prendas colgadas sobre las perchas solicitó al sastre ser dueño de un terno confeccionado con tela de casimir inglés. El viejo costurero al escuchar el pedido del viajero, inmediatamente pensó que podría ser un ganadero o algún rico de las estancias vecinas y accedió que escogiera y eligiera lo que más le gustara, ya después hablarían del precio.
Luego de atender a su visitante volvió al grupo para continuar con la conversación, y prosiguió narrando las aventuras del bandolero chiquiano. Entre otras cosas decía:
–Ese Pardo es el terror de los ricos, les cae de sorpresa para apoderarse de sus bienes y repartirlo a los pobres; es enemigo de los tinterillos, jueces corruptos y las autoridades inescrupulosas; se burla de los gendarmes que lo persiguen para apresarlo; su sola presencia causa pánico, terror e inmoviliza como el puma a sus enemigos.
A esta altura de la conversación, uno de ellos se paró muy enfadado y a voz en cuello gritó:
–¡Carajo, yo a ese Pardo lo mataría!
El recién llegado, aún con el terno en las manos, volteó el rostro para contemplar a los allí reunidos y se puso a escuchar sus comentarios.
El otro gritó cogiendo su arma:
–¡Con esta pistola le destrozaría la cabeza!
Un tercero intervino:
–¡Cómo no llegara a Huallanca para matarlo!
Mientras tanto el viajero, mirándose en el espejo se probaba uno y otro terno. Se miraba de frente, de perfil, de pies a cabeza, observando uno y otro detalle.
El sastre que narraba las aventuras de Pardo, también se sumó al coro diciendo:
–¡Yo también lo mataría!
Al escuchar la voz del sastre, el forastero que ya tenía puesto el terno, se acercó al grupo, los miró fijamente, y con una voz clara e imperativa les dijo:
–¡A sus órdenes, Pardo!
Enseguida estiró la diestra y cogió la mano de cada uno de ellos con un fuerte apretón y estirón característico.
Ninguno de ellos osó pronunciar ni media palabra, todos se quedaron estáticos, y cual autómatas, sólo con los ojos redondos de asombro seguían sus más mínimos movimientos.
Pardo, con mucho aplomo y muy seguro de sí, paseó su mirada penetrante por el rostro de cada uno de ellos, luego con la serenidad que le caracterizaba montó su caballo y se alejó.
Pasado el momento inesperado, los huallanquinos como si hubiesen estado hipnotizados y en profundo sueño retornaron al mundo real. Al tocarse sus traseros sintieron que sus pantalones y el piso estaban húmedos, y sintieron que por las piernas les bajaba un líquido gelatinoso, mientras que el ambiente poco a poco se fue llenando de un olor nauseabundo.
Manuel Nieves Fabián
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