AGUSTÍN ZÚÑIGA
En busca de mi historia
Siempre tuve el deseo de escribir algo sobre mi lugar de nacimiento, mi querido pueblo de Chiquián, pero como había vivido allí muy poco, tan solo mis primeros 10 años, y particularmente no había pasado mi adolescencia ni mi juventud, no disponía de las experiencias que en esa edad el ser humano pasa. Periodo en el que se cuajan las costumbres, se aprenden canciones, se crean apodos, surgen las primeras experiencias amorosas, te inicias a ejecutar algún instrumento musical, comienzas defendiendo en serio las casaquillas de los clásicos equipos de futbol, visitas en caravanas los parajes legendarios narrados por nuestros padres y abuelos. Todo eso permite estrechar y consolidar la amistad entre tus contemporáneos, una amistad a prueba de cualquier contratiempo que la vida depare.
Por ello, cuando leía, las anécdotas y las crónicas, en las páginas web de Chiquián, escritas por Nalo Alvarado, Efraín Vásquez o Pepe Alva, me sentía casi minusválido, amputado. Algo de mi propia historia estaba borrada, me corroía la necesidad de reconstruirla, y también compartirla escribiendo. Pero, qué podría decir si no recuerdo el nombre exacto de aquellos bellos lugares ni de los pintorescos personajes, que por momentos parezco recordarlas cuando leo las narraciones y veo las fotos en la pantalla de mi computador.
Durante mi juventud y estudiante de universidad, de vez en cuando, tenía la oportunidad de compartir juergas con algunos amigos chiquianos de mi época, y aun cuando hacía esfuerzos por integrarme y desenvolverme plenamente no lo podía, porque, o no me sabía las letras de las canciones, o no recordaba el nombre de algún protagonista de la historia, o también, era uno de los pocos que no ejecutaban la guitarra ni cantaba con el sabor de ellos. Es decir, no podía añadir nada, nuestras experiencias conjuntas solo eran de la niñez y no de aquella edad maravillosa.
Por ese periodo estaba en otro lugar compartiendo mi secundaria con otros niños y adolescentes, con los que iniciábamos nuestra amistad pero no podíamos conversar nada sobre nuestras historias interrumpidas dejadas en nuestros pueblos; éramos nuevos en todo y no daba tiempo para afianzarla, pues algunos se retiraban en el siguiente año o se trasladaban de colegio. Como fue el caso mío cuando tuve que moverme a, Lima, la capital de la república para hacer los estudios de cuarto y quinto año, de secundaria, allí nuevamente debía comenzar mi historia con nuevos estudiantes.
Ellos no te recibían tan amablemente, claro, porqué deberían hacerlo, era un nuevo el que llegaba y de manera natural ellos me mantenían alejado (o tal vez era yo el que se alejaba), aunque me guardaban cierto reconocimiento, más por mi dedicación al estudio que por que significara algo. Hoy, creo más bien que tenían pena de verme solo. Ellos eran algunas veces crueles cuando se referían al cholo, al serrano y, yo era definitivamente uno de tales, había venido de Ancash, de un pequeño pueblo desconocido, ubicado a 3300 m snm, con ellos jamás fui a algún lugar de paseo, ni supe de campeonatos intersecciones, ni coros o veladas teatrales.
Mi situación empeoraba si tomamos en cuenta mi baja estatura, que no me permitía ningún destaque físico, ellos eran mucho más altos, porque me llevaban algunos años; ciertamente llegué al aula de mayor edad y menor rendimiento del colegio, era la sección F, los mejores y más aplicados estaban en la sección A y B. Había ido a parar a tal colegio y aula, porque no tenía otra posibilidad de ingresar a algún colegio. Consecuentemente, nunca pude consolidar amistad en secundaria sea por el tiempo o naturaleza humana. Tanto que no conozco ninguna asociación de egresados de dicho colegio, tal como los guadalupanos. Éramos un colegio chico de escaso reconocimiento. A pesar que en los exámenes de ingreso, tenían cierta presencia.
Recuerdo que el profesor que nos enseñaba Educación Cívica, con su voz gruesa y estridente, nos decía que había tenido alumnos de lo peor en esta sección F, como aquel que subido al techo de su primer piso soltó un ladrillo, justo a la cabeza de una persona que se hallaba de cuclillas tras de su casa, urgido por las necesidades humanas, y simplemente lo mató. Esta historia, nos la exponía para decirnos que de esta sección se esperaba solo lo peor y que no habría posibilidades que algún estudiante alcanzaría la universidad, no solo por su decisión sino porque traían en sus genes cierta predisposición para la indisciplina. En esta aula, los días viernes entre las 12 y 1 pm, nos tocaba religión, el profesor era un padre anciano de hábito negro ajado hasta descolorido de unos 80 años, los alumnos bloqueaban la puerta con una carpeta, como el padre no tendría fuerza suficiente terminaba desistiendo de ingresar, con lo que la clase no se realizaba y la mañana terminaba mucho antes de la 1 pm, y los alumnos más avezados lograban salir del colegio y presurosos se dirigían a jugar billas en alguna de las casas vecinas.
Mientras estas anécdotas me ocurrían en Lima, allá en Chiquián, mis contemporáneos construían sus propias historias basadas en las contadas por sus padres, abuelos o vecinos. Disponían todo el tiempo para revisitarlas, palmo a palmo y olfatear las tierras, los prados, los animales, hasta sentir el mismo sabor que sus antecesores, de ese modo reconstruían y daban continuidad a su cultura, a nuestra cultura. Cosa que en Lima, nunca sentí cual cultura seguir, ni en música, ni en fiestas patronales, ni en días festivos, era un extraño en esta metrópoli indiferente e insensible.
En Chiquián las mejores crónicas o huaynos cantados por sus padres y los más conspicuos cantores, contenían citas, estrofas o fugas en quechua, por lo que se vieron obligados a aprender el idioma de los Incas. Cosa que se destaca para mi asombro y deleite, cuando les oigo puntear la guitarra y entonar huaynos con sonidos que en mi infancia solía percibir cuando cruzaba presuroso las puertas de Racrish o Penco, mientras la oscuridad dejaba ver solo siluetas de sombrero y ponchos. Estos recuerdos, que agradezco, me devuelven parte de mi historia olvidada que la busco, y va surgiendo tímidamente como es el caso del gran cantor Bellota, a quien si lo vi caminar en Chiquián por barrio arriba, pero nunca escuchar su legendaria voz. Eso no quita mi incomodidad de no haber aprendido algo de quechua.
Ahora que tengo edad avanzada, y trato de hilvanar ideas para sentir las mismas palpitaciones, que habría sentido el creador de alguno de los huaynos insignias, solo alcanzo a imaginar el frio intenso de junio, el foco de luz débil de la esquina, con decenas de mariposas a su alrededor, y allí sobre el empedrado, al bardo juvenil acompañado de sus amigos, todos con sombrero color paja, bufanda blanca y poncho habano, empuñando guitarras, y cantándole a su musa adolescente.
Esfuerzos similares o mayores, realicé para recordar nombres, imágenes y, cantos, pero como no venían a mi memoria opté por no escribir nada sobre mi infancia ni mi pueblo, simplemente por temor a hacer el ridículo. Aún cuanto creía, y creo, que lo importante no es que te lean, sino que escribas cuando quieres.
A pesar de eso, como dice una canción, “todo tiene su final”. Hoy, considerando la facilidad de poner un texto en alguna página web, sin ningún arbitraje, me atrevo a escribir en mi blog, sin ninguna vergüenza, porque siendo libre de poner los textos, no requeriré de pertenecer a alguna organización de escribidores, ni someterme al escrutinio de comités de revisión integrados por “consagrados” escritores. Me bastará decir que aun viviendo muy alejado del valle de Aynín, siempre sentiré que mis raíces provienen de ella, y que mi sangre roja se nutre de los pocos recuerdos de mi querido Chiquián, que uniendo cabos intentaré construir con cierta fantasía mi propia historia la cual quedó oculta entre los árboles, kikuyos, pacchas, pencas, hierba santas y guegue almas. E, interrumpida por volar a otras localidades en busca de “mejores oportunidades”, sin embargo en ellas jamás logré integrarme a plenitud como lo estoy con mi querido Chiquián, “Espejito de Cielo”.
La Pluma del Viento
Siempre tuve el deseo de escribir algo sobre mi lugar de nacimiento, mi querido pueblo de Chiquián, pero como había vivido allí muy poco, tan solo mis primeros 10 años, y particularmente no había pasado mi adolescencia ni mi juventud, no disponía de las experiencias que en esa edad el ser humano pasa. Periodo en el que se cuajan las costumbres, se aprenden canciones, se crean apodos, surgen las primeras experiencias amorosas, te inicias a ejecutar algún instrumento musical, comienzas defendiendo en serio las casaquillas de los clásicos equipos de futbol, visitas en caravanas los parajes legendarios narrados por nuestros padres y abuelos. Todo eso permite estrechar y consolidar la amistad entre tus contemporáneos, una amistad a prueba de cualquier contratiempo que la vida depare.
Por ello, cuando leía, las anécdotas y las crónicas, en las páginas web de Chiquián, escritas por Nalo Alvarado, Efraín Vásquez o Pepe Alva, me sentía casi minusválido, amputado. Algo de mi propia historia estaba borrada, me corroía la necesidad de reconstruirla, y también compartirla escribiendo. Pero, qué podría decir si no recuerdo el nombre exacto de aquellos bellos lugares ni de los pintorescos personajes, que por momentos parezco recordarlas cuando leo las narraciones y veo las fotos en la pantalla de mi computador.
Durante mi juventud y estudiante de universidad, de vez en cuando, tenía la oportunidad de compartir juergas con algunos amigos chiquianos de mi época, y aun cuando hacía esfuerzos por integrarme y desenvolverme plenamente no lo podía, porque, o no me sabía las letras de las canciones, o no recordaba el nombre de algún protagonista de la historia, o también, era uno de los pocos que no ejecutaban la guitarra ni cantaba con el sabor de ellos. Es decir, no podía añadir nada, nuestras experiencias conjuntas solo eran de la niñez y no de aquella edad maravillosa.
Por ese periodo estaba en otro lugar compartiendo mi secundaria con otros niños y adolescentes, con los que iniciábamos nuestra amistad pero no podíamos conversar nada sobre nuestras historias interrumpidas dejadas en nuestros pueblos; éramos nuevos en todo y no daba tiempo para afianzarla, pues algunos se retiraban en el siguiente año o se trasladaban de colegio. Como fue el caso mío cuando tuve que moverme a, Lima, la capital de la república para hacer los estudios de cuarto y quinto año, de secundaria, allí nuevamente debía comenzar mi historia con nuevos estudiantes.
Ellos no te recibían tan amablemente, claro, porqué deberían hacerlo, era un nuevo el que llegaba y de manera natural ellos me mantenían alejado (o tal vez era yo el que se alejaba), aunque me guardaban cierto reconocimiento, más por mi dedicación al estudio que por que significara algo. Hoy, creo más bien que tenían pena de verme solo. Ellos eran algunas veces crueles cuando se referían al cholo, al serrano y, yo era definitivamente uno de tales, había venido de Ancash, de un pequeño pueblo desconocido, ubicado a 3300 m snm, con ellos jamás fui a algún lugar de paseo, ni supe de campeonatos intersecciones, ni coros o veladas teatrales.
Mi situación empeoraba si tomamos en cuenta mi baja estatura, que no me permitía ningún destaque físico, ellos eran mucho más altos, porque me llevaban algunos años; ciertamente llegué al aula de mayor edad y menor rendimiento del colegio, era la sección F, los mejores y más aplicados estaban en la sección A y B. Había ido a parar a tal colegio y aula, porque no tenía otra posibilidad de ingresar a algún colegio. Consecuentemente, nunca pude consolidar amistad en secundaria sea por el tiempo o naturaleza humana. Tanto que no conozco ninguna asociación de egresados de dicho colegio, tal como los guadalupanos. Éramos un colegio chico de escaso reconocimiento. A pesar que en los exámenes de ingreso, tenían cierta presencia.
Recuerdo que el profesor que nos enseñaba Educación Cívica, con su voz gruesa y estridente, nos decía que había tenido alumnos de lo peor en esta sección F, como aquel que subido al techo de su primer piso soltó un ladrillo, justo a la cabeza de una persona que se hallaba de cuclillas tras de su casa, urgido por las necesidades humanas, y simplemente lo mató. Esta historia, nos la exponía para decirnos que de esta sección se esperaba solo lo peor y que no habría posibilidades que algún estudiante alcanzaría la universidad, no solo por su decisión sino porque traían en sus genes cierta predisposición para la indisciplina. En esta aula, los días viernes entre las 12 y 1 pm, nos tocaba religión, el profesor era un padre anciano de hábito negro ajado hasta descolorido de unos 80 años, los alumnos bloqueaban la puerta con una carpeta, como el padre no tendría fuerza suficiente terminaba desistiendo de ingresar, con lo que la clase no se realizaba y la mañana terminaba mucho antes de la 1 pm, y los alumnos más avezados lograban salir del colegio y presurosos se dirigían a jugar billas en alguna de las casas vecinas.
Mientras estas anécdotas me ocurrían en Lima, allá en Chiquián, mis contemporáneos construían sus propias historias basadas en las contadas por sus padres, abuelos o vecinos. Disponían todo el tiempo para revisitarlas, palmo a palmo y olfatear las tierras, los prados, los animales, hasta sentir el mismo sabor que sus antecesores, de ese modo reconstruían y daban continuidad a su cultura, a nuestra cultura. Cosa que en Lima, nunca sentí cual cultura seguir, ni en música, ni en fiestas patronales, ni en días festivos, era un extraño en esta metrópoli indiferente e insensible.
En Chiquián las mejores crónicas o huaynos cantados por sus padres y los más conspicuos cantores, contenían citas, estrofas o fugas en quechua, por lo que se vieron obligados a aprender el idioma de los Incas. Cosa que se destaca para mi asombro y deleite, cuando les oigo puntear la guitarra y entonar huaynos con sonidos que en mi infancia solía percibir cuando cruzaba presuroso las puertas de Racrish o Penco, mientras la oscuridad dejaba ver solo siluetas de sombrero y ponchos. Estos recuerdos, que agradezco, me devuelven parte de mi historia olvidada que la busco, y va surgiendo tímidamente como es el caso del gran cantor Bellota, a quien si lo vi caminar en Chiquián por barrio arriba, pero nunca escuchar su legendaria voz. Eso no quita mi incomodidad de no haber aprendido algo de quechua.
Ahora que tengo edad avanzada, y trato de hilvanar ideas para sentir las mismas palpitaciones, que habría sentido el creador de alguno de los huaynos insignias, solo alcanzo a imaginar el frio intenso de junio, el foco de luz débil de la esquina, con decenas de mariposas a su alrededor, y allí sobre el empedrado, al bardo juvenil acompañado de sus amigos, todos con sombrero color paja, bufanda blanca y poncho habano, empuñando guitarras, y cantándole a su musa adolescente.
Esfuerzos similares o mayores, realicé para recordar nombres, imágenes y, cantos, pero como no venían a mi memoria opté por no escribir nada sobre mi infancia ni mi pueblo, simplemente por temor a hacer el ridículo. Aún cuanto creía, y creo, que lo importante no es que te lean, sino que escribas cuando quieres.
A pesar de eso, como dice una canción, “todo tiene su final”. Hoy, considerando la facilidad de poner un texto en alguna página web, sin ningún arbitraje, me atrevo a escribir en mi blog, sin ninguna vergüenza, porque siendo libre de poner los textos, no requeriré de pertenecer a alguna organización de escribidores, ni someterme al escrutinio de comités de revisión integrados por “consagrados” escritores. Me bastará decir que aun viviendo muy alejado del valle de Aynín, siempre sentiré que mis raíces provienen de ella, y que mi sangre roja se nutre de los pocos recuerdos de mi querido Chiquián, que uniendo cabos intentaré construir con cierta fantasía mi propia historia la cual quedó oculta entre los árboles, kikuyos, pacchas, pencas, hierba santas y guegue almas. E, interrumpida por volar a otras localidades en busca de “mejores oportunidades”, sin embargo en ellas jamás logré integrarme a plenitud como lo estoy con mi querido Chiquián, “Espejito de Cielo”.
La Pluma del Viento