ricardo santos albornoz
JUPAY
(segunda parte)
(segunda parte)
Un viernes por la noche salió de compras, llevaba el dinero entre sus bolsillos. Todo, todo lo que juntó con mucho esfuerzo. Tenía que comprar víveres que requería su familia.
- Necesitaré muchas acémilas para mis compras - murmuraba caminando entre la luz amarillenta y opaca de la ciudad.
– Un saco de arroz, un quintal de azúcar, harina, fideos, atunes, jabones, pescado seco, panes y otras cosas más – se decía.
Caminaba reflejando alegría y con el futuro entre sus bolsillos. Solo y sin compañía. Eso fue su desgracia. Avanzaba por las calles del barrio Laureama.
Sorpresivamente cinco delincuentes lo interceptaron derribándolo a puntapiés y trompadas.
- Serranazo, suelta la mosca – diciendo, uno le daba puntapiés.
- Les daré algo, pero no me quiten todo mi dinero, por favor - suplicaba Antonio desde el piso.
- ¡Todo o tu vida, carajo! – afirmó un zambo fornido.
- Mi Fidelita y mi pequeño José?¡No hagan por favor! – Insistía Antonio y a la vez con sus manos protegía más sus bolsillos, defendiendo el dinero que llevaba.
- ¡Auxilo, auxilioooooooooo!
Gritó fuerte. Creyendo que alguien bondadoso lo ayudaría.
Apenas hubo terminado en vociferar, un filudo cuchillo le atravesó la yugular y otro por el abdomen. Así los delincuentes le quitaron el dinero que llevaba y se alejaron perdiéndose entre las calles oscuras de la ciudad, mientras el hombre despedía sangre a todas direcciones pataleando como carnero mal degollado.
¡Pobre Antonio…! Tirado en un charco de sangre. Con la ropa manchada. Intentaba doblegar a la muerte. ¡Auxilio, auxiliooo! Nada. Quiso llamar a la vida, pero ella no lo escuchaba. Sólo los secretos del silencio venían de todo sitio.
Su cuerpo estuvo sobre el piso hediondo la noche entera.
A la mañana siguiente, un patrullero que pasaba dio con el occiso y alertó a las autoridades para el levantamiento de cadáver; después lo trasladaron a la morgue central de la ciudad.
Antonio se fue haciendo hablar sus pasos con el silencio. Se fue como salió de Vizcas pensando en Fidela y Joselito.
V
Fidela ahora sin Antonio. Solamente con su hijo. El trino triste de los pajarillos más le arrancaba el corazón. Fidela esperando y esperando. Le había dicho que volvería la primera semana de diciembre, pero no. Siguió esperando y esperando mientras los días iban pasando.
- ¿Por qué no vienes Antonio? – preguntaba al silencio. Nadie respondía.
Era diciembre. El invierno hería el pecho de los cerros. La densa neblina desde las primeras horas se establecía en las laderas de Kuyocj, Yanapampa, Cochapata y toda la crestería de cerros de la Cordillera negra.
Fidela estaba allí cuidando sus ovejas, con la esperanza de que retorne su esposo. En su soledad aprendió a cantar. A la vera del río Shinwa estrujaba sus recuerdos en melodías, el caudal iba ondulando poesía y canto como si entendiera el dolor de la pobre.
Fidela todas las tardes, atisbaba aquel camino por donde Antonio se fue. Impaciente vivía. Hasta Rayo y Trueno, sus perros, buscaban los pasos perdidos de su amo. Solo el ichu de las alturas mantenía su recuerdo que se borraba con los llantos del cielo. Los suspiros del silencio se escuchaban. Las goteras de la paja entonaban a los oídos de Fidela, su melodía más triste en cada chorro que dejaba caer.
Antonio no estaba. Ni su saludo ni sus caricias. Nada. Fidela sola, primero al desayuno, luego a las borregas. Fidela y la leña? Sola ella. Joselito con sus dos añitos no entendía la tristeza de su madre frente a la ironía del destino. Solamente contemplaba cuando las nubes besaban a los ichus y de vez en cuando se le caían las sonrisas. Ignorando el pensamiento del hado inexorable crecía en el nido de su inocencia.
Así pasaron más de tres meses, estirándose largos como sogas. Cuando la niebla despejaba, Fidela, solía divisar a Cruzjirka. Siempre.
Una tarde, después de muchas, como a las tres vio a lo lejos un bulto negro que se desplazaba. Divisó y divisó hasta reconocer. Cuando más se acercaba tomó la forma humana.
- ¿Quién será? - se dijo, no tomó importancia, pero cuando estuvo más cerca - ¡Antonio! ¡Antonio! Sí. Es él, está de vuelta. Tendría que volver. Sin duda es él. Iré a la choza y cocinaré, seguro viene con hambre.
Ordenó a Rayo y Trueno a reunir el rebaño cerca del corral. Así fue. Y cada vez que bajaba miraba hacia el río Shinwa. Precisamente era Antonio. Lo reconoció. No, sus ojos no lo engañaban. Siguió atisbando. Estaba muy contenta. Fidela ni cuenta se daba, se aseguró que era su esposo. Ese día el sol sonreía a media tarde porque las lluvias se habían retirado, las neblinas avergonzadas se iban, unas por acá, otras por las faldas de los cerros, esfumándose tal vez con la presencia de Antonio.
En el camino solas se quejaban las piedras. Los arbustos disfrutaban el retorno del joven Antonio.
Llegando a Vizcas, Fidela, cocinó lo que más apetecía a Antonio, mazamorra de tocosh. La tarde agonizaba en el crepúsculo. Después que el sol se haya escondido y en ningún sitio quedaba su brillo, no llegaba Antonio. Eran las seis. Fidela espera y espera.
Entrada la noche, Fidela se preocupaba aún más. Al promediar las ocho, escuchó unos pasos tras la choza y los perros no ladraron, más bien dejaron un aullido con quejumbroso acento.
En ese instante:
- Hola Fidela, ya he vuelto cariño – dijo.
- Pasa, pasa, te estuve esperando. ¿Por qué demoraste? – Contestó Fidela corriendo a abrazarlo.
- Siéntate, siéntate; es que tomé agua en el río y me había quedado dormido – respondió.
- ¡No, no, nooo…! No prendas la luz, me duele la cabeza – replicó el otro, además de terminar la mazamorra casi al instante y pidiendo más.
- Tengo mucha hambre – le decía.
- Voy a prender la luz – insistía Fidela.
Pero Antonio, no quería. Fidela dudó en ese instante. Simulando buscar algo sobre el piso cogió un poco de paja y metió al fogón que aún dejaba caer chispas de candela. De improviso se encendió el fuego con la paja. ¡Oh! Sorpresa para ella. Antonio tenía patas de gallo. Su cara, horrible, cual calavera. Su pecho sucio. La mazamorra que le sirvió regada en el piso. No había comido. Fidela se restregó los ojos una y otra vez para certificar si era cierto lo que veía. Sintió un miedo profundo tal como ella deseó el retorno de su amado. En fin ni ya quería el regreso, pero desde su interior una fuerza sobrenatural le hizo reincorporar. Estaba allí junto a Antonio que tanto añoró.
Tenía fisonomía de Antonio. Pero él era y no era a la vez. Creía y no creía de aquello que veía. Era el alma.
- Tengo sed – ordenó el condenado.
- No hay agua, pero puedo traer del puquio – manifestó Fidela con voz entrecortada, buscando oportunidad para escaparse.
- Anda ve con mi cordón - diciendo le alcanzó su mortaja.
- Permiso, voy a cargar a mi hijo – le increpó Fidela.
- No, no. Que se quede, pues volverás un rato. El cántaro es pequeño.
Las agujas de la noche y los hilos fríos del viento herían el corazón de Fidela. Dejando a su Joselito, se fue al puquio cántaro en mano a traer agua, junto al cordón del alma.
Ya en el puquial, el cordón comenzó a hablarle:
- Fidela, como puedes confiar en él, anda vete al pueblo, él no es tu esposo. Antonio ha muerto, es su alma. Átame sobre una chamiza y anda vete.
- ¡Y mi hijo, mi Joselito! – gritó Fidela.
- ¡Shits! Silencio. Sálvate tú. Te va a matar – aseveró el cordón.
- Moriré junto a mi hijo, no puedo dejarlo. ¡No, no, no! – dijo Fidela.
Pero el cordón insistió hasta convencerla. Te ayudaré le dijo. Yo contestaré a tu vez al alma. Cuando estés saliendo diré que el cántaro está empezando a recibir el agua. Cuando estés a mitad del camino diré que el cántaro está en la mitad. Cuando estés cerca diré que falta poco y cuando llegas al pueblo diré que estoy atado.
Así fue. La mujer salió de Vizcas dejando a su hijo a entera disposición del alma condenado. Al fin, la desdichada mujer, había llegado a como dé lugar al pueblo.
El alma de tanto esperar, llamó enojado a su cordón y éste le contestó:
¡Huataracóómeeeeeeeeee!
El alma enfurecida llenó la boca del niño con ceniza. Ceniza a los ojos, a la nariz, al oído. ¡Pobre Joselito! Finalmente le torció el cuello frágil. Luego desesperado llegó al puquial a recoger su mortaja. Encontrándolo amarrado desató y se puso a la cintura y emprendió la persecución a la desdichada mujer.
Fidela en el pueblo, llegó a casa de unos parientes, con los pies sangrientos y llenos de espinas. Con el corazón deshecho. La aurora sonreía como todos los días. Los pajarillos entonaban una monótona y triste sinfonía. El alma no se atrevió a seguir buscando a Fidela, pues el sol aguaitaba, curioseando por los cerros.
Al siguiente día, el corral y la choza estuvieron hecho ruin, el pequeño José muerto, con su barriga hinchada. Sus ovejas descarriadas se iban sin rumbo. Rayo y Trueno husmeaban junto al hule color tristeza, buscando alguna explicación.
Continuará...
Ricardo Santos Albornoz
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