AGUSTÍN ZÚÑIGA GAMARRA
AMADA ESCUELITA PREVOCACIONAL 351
Cuando recuerdo mi infancia en los años 60, imagino las duras y gastadas carpetas de madera, el cuaderno “borrador” de anotaciones y los cuadernos forrados con papel azul, etiqueta roja y “vinifan”, donde trabajábamos “en limpio”, las tareas de los cursos, "ya pasaste a limpio”, nos repetía nuestra exigente madre cotidianamente. El único libro que portábamos eran las denominadas enciclopedias, libros gruesos: Bruño, Venciendo o Fanal, los usábamos diariamente, estaban usaditos pero bien conservados, nuestros hermanos mayores los habían cuidado muy bien y con seguridad de nuestras manos pasarían a otras nuevas, por ello estaban sin anotaciones.
Con el ajado maletín de cuero que colgaba sobre nuestro hombro subíamos y bajábamos las pircas de las chacras, cuando en las guerras que a puro coyllumpi nos enfrentábamos en el bosque de don Martín Vásquez (abuelito de Efra) en Chicchó o cuando bajábamos a Shapash a través de enredados matorrales para un buen chapuzón. Los lápices, reglas, borradores, que contenían, los cuidábamos como oro, pues sabíamos de la “tanda” de las madres en caso los perdieses, a pesar de eso, de vez en cuando los usábamos como arcos para los partidos de fútbol que iniciábamos inesperadamente en alguna calle, cerca de Jircán.
La pizarra de cemento de color negro yacía al fondo del aula, el pupitre del profesor a un costado, luego dibujos, cuadros, mapas, símbolos patrios y otros adornaban sus paredes. Nuestra escuela era de las mejor acabadas en la ciudad, por no decir la mejor, su ventanas altísimas para nuestra estatura, solo servían, como debe ser, para dar paso a la luz en grandes cantidades, no para distraernos ni oír el bullicio de las calles. Allí en lo alto a casi 4 metros estaba el techo, los terrados se entrelazaban y se veían fuertes lo necesario para darnos seguridad ante los estremecedores truenos y rayos de las abundantes lluvias de algunos meses del año. En la parte posterior del aula había espacio suficiente para improvisar ejercicios de teatro, cantos, depositar instrumental didáctico, hasta incluso montar un museo propio, cuyos objetos los traíamos de hermosos paseos hacia los alrededores de Chiquián.
Las mañanas frías y desagradables de los lunes las iniciábamos con la entonación del himno nacional en el patio principal, donde todas las secciones formábamos en columnas, los más pequeños se ubicaban en la primera fila, dejando a los más altos atrás, con la voz bien afinada de profesores que también eran buenos músicos, como don César Figueroa y Oswaldo Vicuña. Las voces de los pequeños gorriones escolares estremecían y alegraban a los inmensos cipreses, eucaliptos y bosque que adornaban los pasadizos y patios de nuestra escuela.
Con el ajado maletín de cuero que colgaba sobre nuestro hombro subíamos y bajábamos las pircas de las chacras, cuando en las guerras que a puro coyllumpi nos enfrentábamos en el bosque de don Martín Vásquez (abuelito de Efra) en Chicchó o cuando bajábamos a Shapash a través de enredados matorrales para un buen chapuzón. Los lápices, reglas, borradores, que contenían, los cuidábamos como oro, pues sabíamos de la “tanda” de las madres en caso los perdieses, a pesar de eso, de vez en cuando los usábamos como arcos para los partidos de fútbol que iniciábamos inesperadamente en alguna calle, cerca de Jircán.
La pizarra de cemento de color negro yacía al fondo del aula, el pupitre del profesor a un costado, luego dibujos, cuadros, mapas, símbolos patrios y otros adornaban sus paredes. Nuestra escuela era de las mejor acabadas en la ciudad, por no decir la mejor, su ventanas altísimas para nuestra estatura, solo servían, como debe ser, para dar paso a la luz en grandes cantidades, no para distraernos ni oír el bullicio de las calles. Allí en lo alto a casi 4 metros estaba el techo, los terrados se entrelazaban y se veían fuertes lo necesario para darnos seguridad ante los estremecedores truenos y rayos de las abundantes lluvias de algunos meses del año. En la parte posterior del aula había espacio suficiente para improvisar ejercicios de teatro, cantos, depositar instrumental didáctico, hasta incluso montar un museo propio, cuyos objetos los traíamos de hermosos paseos hacia los alrededores de Chiquián.
Las mañanas frías y desagradables de los lunes las iniciábamos con la entonación del himno nacional en el patio principal, donde todas las secciones formábamos en columnas, los más pequeños se ubicaban en la primera fila, dejando a los más altos atrás, con la voz bien afinada de profesores que también eran buenos músicos, como don César Figueroa y Oswaldo Vicuña. Las voces de los pequeños gorriones escolares estremecían y alegraban a los inmensos cipreses, eucaliptos y bosque que adornaban los pasadizos y patios de nuestra escuela.
Conforme avanzaban las clases aguardábamos el recreo con mucha ansiedad, de pronto la campana a mitad de la mañana, anunciaba el ¡din, don! ¡din don! de la ¡Libertad!. Salíamos cual peces en el rio, directo al bosque a jugar el subibaja con árboles caídos, o a cazar arañas y alacranes desmontando las piedras de las pircas, o jugar un partidito Cahuide - Tarapacá o Alianza – U, en el campo de básquet que había. De vez en cuando los encuentros eran tan competitivos que algunos volvían al aula con las narices coloradas y golpeadas o chichones en la cabeza.
Por las tardes nuestros cursos se llamaban talleres, y las iniciábamos con mucha alegría, en las clases de carpintería, el profesor Carlos Quispe era muy exigente y meticuloso, pues sabía que con esas enseñanzas algunos de los alumnos se ganarían la vida; lo mismo pasaba con Oshva Vicuña, en mecánica, metiendo carbón para la fragua, martillando el latón o soldando. En zapatería don Feliciano Vicuña, cual abuelito, con paciencia y regaños nos enseñaba a preparar la suela, las estaquillas, los chinches, el cáñamo, pero mientras pestañeaba preparábamos “cocos” para nuestros falsos “chimpunes”, que eran nuestros calzados cotidianos. En industria, don Cástulo Rivera, nos estimulaba a conocer y usar los colores naturales de las plantas que luego se convertirían en tizas y acuarelas. En agropecuaria, don Crisólogo Ramírez, nos incentivaba a atender a los pollitos en la granja y a preparar el compus, para abonar la tierra para los almacigos y luego llevar a la siembra y alcanzar la cosecha. El curso no acababa si no participabas de la venta de los productos en la feria del mercado y reforzar la cooperativa estudiantil.
Las clases aún no habían concluido al salir de la escuela a las 17 horas, pues ante la cercanía de una actividad cultural debíamos preparar alguna obra teatral. Nuestras madres estaban avisadas que a la salida iríamos a la casa del profesor para ensayar, allí con la seriedad de actores calificados, cantábamos, declamábamos, día tras día, teníamos que volver a encantar al auditorio del teatro municipal, y poner nuevamente en alto el nombre de nuestra escuelita 351 tal cual lo hicimos en la excursión a Huari.
Hoy mientras leía los diarios sobre la educación y las opiniones de eminencias, expertas en enseñar en escuelas privadas de mucho dinero y capitalinas todas, recordé a mi escuelita, a mis profesores don Anatolio Calderón, Jorge Bravo (QEPD), Arcadio Zubieta (QEPD), Cástulo Rivera (QEPD) y a mis amigos Efra Vásquez, Calolo Ramírez (QEPD), Milo Alvarado, Quique Pardo, Gela Tafur y Javi Barrenechea (QEPD), chiuchis de entonces, hoy caminantes que nos alumbran con sus huellas en la tierra y el más allá, los recuerdo con nostalgia, que no significa tristeza, por el contrario, alegría, alegría por reconocer y comprobar que en ese pequeño pueblo de Chiquián, tuvimos una primaria, revolucionaria en metodología de aprendizaje e infraestructura, que hoy en Lima, los más adinerados quisieran tenerla.
¡Si o no Javi y Calolo, ustedes desde el infinito ven todo, y saben que mucho valió crecer en Chiquián y estudiar en nuestra amada escuelita 351!
La Pluma del Viento
Lima, 01 de febrero de 2016
Agustín Zúñiga Gamarra
mailto:[email protected]
Por las tardes nuestros cursos se llamaban talleres, y las iniciábamos con mucha alegría, en las clases de carpintería, el profesor Carlos Quispe era muy exigente y meticuloso, pues sabía que con esas enseñanzas algunos de los alumnos se ganarían la vida; lo mismo pasaba con Oshva Vicuña, en mecánica, metiendo carbón para la fragua, martillando el latón o soldando. En zapatería don Feliciano Vicuña, cual abuelito, con paciencia y regaños nos enseñaba a preparar la suela, las estaquillas, los chinches, el cáñamo, pero mientras pestañeaba preparábamos “cocos” para nuestros falsos “chimpunes”, que eran nuestros calzados cotidianos. En industria, don Cástulo Rivera, nos estimulaba a conocer y usar los colores naturales de las plantas que luego se convertirían en tizas y acuarelas. En agropecuaria, don Crisólogo Ramírez, nos incentivaba a atender a los pollitos en la granja y a preparar el compus, para abonar la tierra para los almacigos y luego llevar a la siembra y alcanzar la cosecha. El curso no acababa si no participabas de la venta de los productos en la feria del mercado y reforzar la cooperativa estudiantil.
Las clases aún no habían concluido al salir de la escuela a las 17 horas, pues ante la cercanía de una actividad cultural debíamos preparar alguna obra teatral. Nuestras madres estaban avisadas que a la salida iríamos a la casa del profesor para ensayar, allí con la seriedad de actores calificados, cantábamos, declamábamos, día tras día, teníamos que volver a encantar al auditorio del teatro municipal, y poner nuevamente en alto el nombre de nuestra escuelita 351 tal cual lo hicimos en la excursión a Huari.
Hoy mientras leía los diarios sobre la educación y las opiniones de eminencias, expertas en enseñar en escuelas privadas de mucho dinero y capitalinas todas, recordé a mi escuelita, a mis profesores don Anatolio Calderón, Jorge Bravo (QEPD), Arcadio Zubieta (QEPD), Cástulo Rivera (QEPD) y a mis amigos Efra Vásquez, Calolo Ramírez (QEPD), Milo Alvarado, Quique Pardo, Gela Tafur y Javi Barrenechea (QEPD), chiuchis de entonces, hoy caminantes que nos alumbran con sus huellas en la tierra y el más allá, los recuerdo con nostalgia, que no significa tristeza, por el contrario, alegría, alegría por reconocer y comprobar que en ese pequeño pueblo de Chiquián, tuvimos una primaria, revolucionaria en metodología de aprendizaje e infraestructura, que hoy en Lima, los más adinerados quisieran tenerla.
¡Si o no Javi y Calolo, ustedes desde el infinito ven todo, y saben que mucho valió crecer en Chiquián y estudiar en nuestra amada escuelita 351!
La Pluma del Viento
Lima, 01 de febrero de 2016
Agustín Zúñiga Gamarra
mailto:[email protected]