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ricardo santos albornoz
JUPAY
(cuento, primera parte)
(cuento, primera parte)
Era setiembre.
Setiembre de muchos años atrás.
El cielo azul intenso dormía en silencio.
En la inmensidad de la tarde se perdía el humo que desprendía la choza. Eran las cuatro en Vizcas. En el tiesto de barro, la cancha tomaba su color, movidas por las ágiles manos de Fidela, para Antonio, su esposo, quien viajaría a la costa en busca de trabajo.
En la claridad de la tarde, Antonio, descendía del lado de Ayar. Pasó el día sin la visita de los zorros, guardianes de la puna. Como cansado pasó el día. Suspiraba en lágrimas cuando miraba al sol ocultarse tras el horizonte.
Fidela, joven buena moza. Creció huérfana desde muy niña. Sus cabellos eran sombra de la montaña, su cara transparente como el agua del río Shinwa y la trenza de su pelo adornada con cinta de colores, negro como la noche estrellada.
Con las últimas luces del atardecer llegó Antonio, guardó el atado de leña y fue a encerrar sus borregas. Rayo y Trueno, sus perros, esperaban para cuidar el rebaño como todas las noches.
Fidela, amorosamente le sirvió lawita con papas sancochadas. Comieron también mazamorra de tocosh, que mucho apetecía Antonio.
Los pasos de la noche se sentían. Hasta que se cubrió de oscuridad la estancia de Vizcas. El viento silbaba escondido golpeando el ichu seco y el corazón de los Kjantus. Estaba la noche ahí, sumida en una monótona sinfonía.
La puna dormía oscura. Vizcas, Yanapampa, Yurakj no se veían. La luna también a dónde se habría metido. Sólo el ladrido de los perros cuidando en la noche profunda. El chirriar de los grillos en todas partes. En el cielo las estrellas coquetas titilaban como presagiando alguna tragedia.
La pareja joven cortó la quietud andina con el diálogo sobre el viaje:
Terminaron de cenar. Se acostaron. Adormitaron. No conciliaban el sueño. Conversaron de muchas cosas, hasta del amor que les unía cual hilo invisible del tiempo. Pasaron horas tras horas y llegó el momento del viaje. Aquel instante los brazos de Antonio como ramas de molle maduro estrecharon a Fidela, demostrándole su amor profundo.
Se despidió como anunciando que la muerte nacía con claridad primera.
Fue de ésta manera como Antonio salió de Vizcas, abrigado con su poncho habano y sobre su hombro cargaba una alforja multicolor que contenía su fiambre, sus sueños e ilusiones, además un poco de coca, para una jatipada.
Sus recuerdos quedaban entre su choza, Fidela y sus ovejas, corriendo como agua clara del río Shinwa. Hasta el rumor del agua que era canto de cuculí lloraba su ausencia.
Sonriente caminaba con pasos apurados, cavilando esperanzas, creyendo que más tarde compraría ropa para Joselito y Fidela, a quienes les amaba con la fuerza de los vientos y con el poder de los truenos.
Se abría el día en secreto de agua cristalina. Antonio había llegado a Túmac, descansaba después de una agitada caminata en espera de algún carro. En un suspiro fuerte sentía la tierra que dejaba. Sentía más al recordar a sus seres amados. El corazón se le arrancaba aún más cuando los gorriones entre los molles y huarangos enredaban trinos y sollozos sobre las ramas grises del valle tropical.
Comió el fiambre: charqui, papa asada, cancha y queso. Antonio a los alimentos las ingería con sabor a olvido. No tardó en llegar el ómnibus que venía de Cajatambo. Se fue con su pensamiento que marcaba el canto de las cascadas, de las cuculíes y de las pichuys que saltando de rama en rama agitaban soledad en los arbustos.
II
Antonio, en la mente de su amada se reflejaba como la bruma de una densa neblina. Fidela con las primeras horas del sol, se había establecido en el fondo de Mushoj puna de Mangas, junto a su hijito a pastar el rebaño. Sus perros le brindaban seguridad frente a los zorros, Rayo iba adelante, tras el rebaño husmeaba Trueno. Fidela, masticando el silencio, hilaba su destino en su fina lana, blanca cual imagen del Yerupajá.
Nada de nadita imaginaba lo que pasaría con su joven esposo. Se quedó con el rostro a sonrisa de muerte. Mientras las ovejas, balaban rumiando la tristeza de Fidela, parecían entender las reglas del destino. En el azul lejano y florido cielo se marchitaba el sol en sueños. El frío intenso lamía las orejas tiernas de Joselito.
Hilvanando ideas sobre su joven esposo pasó el día. Al caer la tarde sobre esos parajes tuvo que retornar a su choza.
Así, muchos días se sucedieron. Con el aroma de la huamanpinta, la escorzonera, la michka michka y el silbido triste del viento entre los ichus.
Fidela por los caminos del ande sólo pensaba en Antonio. Ni el frío que le amenazaba con sus filudos cuchillos le atemorizaba. Más fortalecía aquel amor sublime que le unía a su amado.
- Ay Antonio, Antonio, para ti nomás habré nacido, cariño – Pensaba – Te llevo en mi corazón, cual imperdible prendido en mi pecho.
III
Antonio, ya en la costa. Triste, miraba el gris paisaje costeño. El susurrar de las hojas del algodón contrastaba con la semblanza del cielo primaveral de Barranca. Hubo momentos que le visitaba los deseos de regresar a su tierra, pero un compromiso con su familia le impedía, tenía que trabajar y se encaminó a buscar un empleo.
En la hacienda Araya Grande le recibieron. Qué suerte. Cogía algodón al destajo. Sus compañeros trabajaban por el jornal de diez soles diario, él en cambio recibía hasta venticinco soles.
El frío penetraba a sus pulmones como la tristeza a su corazón. Restando importancia trabajaba con esmero.
Transcurrió setiembre y octubre. Silbaba y cantaba cual huanchako pecho colorado al recordar a su Fidelita:
“La lluvia de noviembre comienza,
mojando la tierra para la siembra,
¡Ya comienza y se termina, amor!
En suspiros esta vida…
Buscando en sus bolsillos encontraba algunas hojas de coca las que con cariño masticaba para ahogar su soledad.
“Condorcito negro, rey de las alturas,
dicen que divisas hasta cinco leguas,
desde esas cumbres divisa a mi Fidela,
seguro la tristeza asoma a sus ojos…”
Su capataz, Vicente Noel Orduña, Shente le decían. Un chimbotano de mal genio, de estatura mediana, contextura gruesa y de fachada oscura. Antonio y sus compañeros eran víctimas de un maltrato causados por él, quien siempre les ordenaba con soberbia e indecencia:
Él, junto a los otros pañadores iniciaban su labor desde muy temprano. Casi al rayar el alba. Cuando el sol se restregaba los ojos. Después de un desayuno ligero.
El día pasaba tejiendo recuerdos en el viento e hilvanando silencios y caricias a la distancia sobre Fidela.
- Tan lejos he venido? ¡Qué se hace, así es la vida! – Murmuraba Antonio.
Cansado después de la cena caía en sueños bajo costales viejos y cartones en una choza de esteras, donde la araña tejía sus pensamientos más ufanos.
Esa era la rutina. La rutina diaria.
Cada fin de semana solía ir a la ciudad. Sus amigos disfrutaban de la vida, malgastando su dinero en juergas, libando ron en las cantinas y peñas folklóricas.
- Caray, hombre, para qué trabajamos? Mañana nos moriremos. Otro gozará en tu nombre y bien gozado - Decía Marcial Loa, invitándole a Antonio a compartir con ellos.
- ¿Oye Antonio, para qué trabajas hombre? Si nosotros también tenemos nuestra familia y caramba nuestro esfuerzo sabemos aprovechar. ¡Pero, bien! – le insinuaba Asísculo Rojas.
- Hermanos, ustedes, disfruten como les parezca mejor, pero yo no puedo; Dios sabe si mañana estaré, por eso debo guardar mi dinero – decía presagiando su futuro.
Se acabó la cosecha de algodón. ¿Quedarían sin trabajo? No. Parece que no. El patrón los llevó a la hacienda Vinto para cargar papas a los camiones que llevarían al Mercado Mayorista La Parada de Lima.
Pocos asistieron al nuevo trabajo. El huarino Edgar Ramírez, el recuaíno Juan Albornoz Ardiles, Fernando Sandoval de Congas, el paucasino Pablo Chauca, los paisanos Canturencio Aguado, el Galope Miguel Callampoma, el kamchallay Demetrio Varillas y muchos más fueron despedidos.
Para Antonio la suerte sonreía a fresca mañana. Su patrón logró estimarlo, por su voluntad y entrega al trabajo, y dado a su lealtad lo nombró capataz en reemplazo del Shente. Con Antonio el ambiente de trabajo era otro, había más confianza con sus compañeros. De vez en cuando reemplazaba al patrón y viajaba a Lima a repartir la mercancía. Antonio se mostraba agradecido de la vida, del Patrón San Francisco y de Dios, además de su Jefe, de brindarle esa oportunidad. Trabajaba con mayor ahínco, por lo cual recibía mejor trato y sin duda buen salario. Pues se sentía muy bien en su trabajo.
Logró recaudar buena cantidad de dinero. No tenía esa inquietud de despilfarrar, pensaba en su familia y en el futuro de su pequeño José.
- Cuando crezca mi hijo tiene que ser abogado, para defender a los pobres, de estos abusivos del pueblo.
Habían transcurrido muchos días desde que partió de su añorada Vizcas. Meditabundo saboreando la coca se detuvo un instante y dijo:
En diciembre del mismo año, decidió volver al pueblo para brindar a los paisanos la rica chicha de jora en el barbecho y cuando la yunta deje poca gleba, reunir el maicillo, el shirkuy, amor seco, o el kikuyo y enterrar el maíz o las habas, para que después de su fugaz letargo brote sonriendo al alba, guiñándole a la sombra de los surcos y crezca bebiendo agua de rocío y lamiendo agua del aire.
Countiunará...
Ricardo Santos Albornoz
Setiembre de muchos años atrás.
El cielo azul intenso dormía en silencio.
En la inmensidad de la tarde se perdía el humo que desprendía la choza. Eran las cuatro en Vizcas. En el tiesto de barro, la cancha tomaba su color, movidas por las ágiles manos de Fidela, para Antonio, su esposo, quien viajaría a la costa en busca de trabajo.
En la claridad de la tarde, Antonio, descendía del lado de Ayar. Pasó el día sin la visita de los zorros, guardianes de la puna. Como cansado pasó el día. Suspiraba en lágrimas cuando miraba al sol ocultarse tras el horizonte.
Fidela, joven buena moza. Creció huérfana desde muy niña. Sus cabellos eran sombra de la montaña, su cara transparente como el agua del río Shinwa y la trenza de su pelo adornada con cinta de colores, negro como la noche estrellada.
Con las últimas luces del atardecer llegó Antonio, guardó el atado de leña y fue a encerrar sus borregas. Rayo y Trueno, sus perros, esperaban para cuidar el rebaño como todas las noches.
Fidela, amorosamente le sirvió lawita con papas sancochadas. Comieron también mazamorra de tocosh, que mucho apetecía Antonio.
Los pasos de la noche se sentían. Hasta que se cubrió de oscuridad la estancia de Vizcas. El viento silbaba escondido golpeando el ichu seco y el corazón de los Kjantus. Estaba la noche ahí, sumida en una monótona sinfonía.
La puna dormía oscura. Vizcas, Yanapampa, Yurakj no se veían. La luna también a dónde se habría metido. Sólo el ladrido de los perros cuidando en la noche profunda. El chirriar de los grillos en todas partes. En el cielo las estrellas coquetas titilaban como presagiando alguna tragedia.
La pareja joven cortó la quietud andina con el diálogo sobre el viaje:
- Fidelita, muchos paisanos seguro han viajado; como ya hemos hablado, viajaré a alguna hacienda de Barranca para trabajar y así poder comprar azúcar, sal y otras cositas que nos hacen falta, te quedarás con Joselito, nuestro hijo. Mañana partiré en la madrugada.
- Muy bien Antuquito – replicó Fidela – yo me quedaré cuidando nuestras borreguitas. Como tenías que viajar alisté y ahí tienes tu fiambre.
Terminaron de cenar. Se acostaron. Adormitaron. No conciliaban el sueño. Conversaron de muchas cosas, hasta del amor que les unía cual hilo invisible del tiempo. Pasaron horas tras horas y llegó el momento del viaje. Aquel instante los brazos de Antonio como ramas de molle maduro estrecharon a Fidela, demostrándole su amor profundo.
Se despidió como anunciando que la muerte nacía con claridad primera.
- Ganaré harto dinero, llenos los bolsillos volveré cuando comiencen las lluvias. Sonriendo y cantando a la vida estaremos Fidelita, mi amor.
- Sí, Antuco. Te extrañaré. Cuídate, vaya con Dios. Pediré al Taita San Francisco, Patrón de nuestro pueblo, que te acompañe siempre - Dijo Fidela con voz trémula y melancólica.
- Me voy. Te cuidarás pues mujer. No vaya ser que alguna cosa te pase. Volveré los primeros días de diciembre. ¡Adiós!
Fue de ésta manera como Antonio salió de Vizcas, abrigado con su poncho habano y sobre su hombro cargaba una alforja multicolor que contenía su fiambre, sus sueños e ilusiones, además un poco de coca, para una jatipada.
Sus recuerdos quedaban entre su choza, Fidela y sus ovejas, corriendo como agua clara del río Shinwa. Hasta el rumor del agua que era canto de cuculí lloraba su ausencia.
Sonriente caminaba con pasos apurados, cavilando esperanzas, creyendo que más tarde compraría ropa para Joselito y Fidela, a quienes les amaba con la fuerza de los vientos y con el poder de los truenos.
Se abría el día en secreto de agua cristalina. Antonio había llegado a Túmac, descansaba después de una agitada caminata en espera de algún carro. En un suspiro fuerte sentía la tierra que dejaba. Sentía más al recordar a sus seres amados. El corazón se le arrancaba aún más cuando los gorriones entre los molles y huarangos enredaban trinos y sollozos sobre las ramas grises del valle tropical.
Comió el fiambre: charqui, papa asada, cancha y queso. Antonio a los alimentos las ingería con sabor a olvido. No tardó en llegar el ómnibus que venía de Cajatambo. Se fue con su pensamiento que marcaba el canto de las cascadas, de las cuculíes y de las pichuys que saltando de rama en rama agitaban soledad en los arbustos.
II
Antonio, en la mente de su amada se reflejaba como la bruma de una densa neblina. Fidela con las primeras horas del sol, se había establecido en el fondo de Mushoj puna de Mangas, junto a su hijito a pastar el rebaño. Sus perros le brindaban seguridad frente a los zorros, Rayo iba adelante, tras el rebaño husmeaba Trueno. Fidela, masticando el silencio, hilaba su destino en su fina lana, blanca cual imagen del Yerupajá.
Nada de nadita imaginaba lo que pasaría con su joven esposo. Se quedó con el rostro a sonrisa de muerte. Mientras las ovejas, balaban rumiando la tristeza de Fidela, parecían entender las reglas del destino. En el azul lejano y florido cielo se marchitaba el sol en sueños. El frío intenso lamía las orejas tiernas de Joselito.
- ¿Dónde estarás Antonio? – musitó Fidela – empolvándote por qué camino nomás te estarás yendo. Cual será nuestro destino amorcito.
Hilvanando ideas sobre su joven esposo pasó el día. Al caer la tarde sobre esos parajes tuvo que retornar a su choza.
Así, muchos días se sucedieron. Con el aroma de la huamanpinta, la escorzonera, la michka michka y el silbido triste del viento entre los ichus.
Fidela por los caminos del ande sólo pensaba en Antonio. Ni el frío que le amenazaba con sus filudos cuchillos le atemorizaba. Más fortalecía aquel amor sublime que le unía a su amado.
- Ay Antonio, Antonio, para ti nomás habré nacido, cariño – Pensaba – Te llevo en mi corazón, cual imperdible prendido en mi pecho.
III
Antonio, ya en la costa. Triste, miraba el gris paisaje costeño. El susurrar de las hojas del algodón contrastaba con la semblanza del cielo primaveral de Barranca. Hubo momentos que le visitaba los deseos de regresar a su tierra, pero un compromiso con su familia le impedía, tenía que trabajar y se encaminó a buscar un empleo.
En la hacienda Araya Grande le recibieron. Qué suerte. Cogía algodón al destajo. Sus compañeros trabajaban por el jornal de diez soles diario, él en cambio recibía hasta venticinco soles.
El frío penetraba a sus pulmones como la tristeza a su corazón. Restando importancia trabajaba con esmero.
Transcurrió setiembre y octubre. Silbaba y cantaba cual huanchako pecho colorado al recordar a su Fidelita:
“La lluvia de noviembre comienza,
mojando la tierra para la siembra,
¡Ya comienza y se termina, amor!
En suspiros esta vida…
Buscando en sus bolsillos encontraba algunas hojas de coca las que con cariño masticaba para ahogar su soledad.
- ¡Carajo, ésta coca está mal! ¿Algo pasará?
“Condorcito negro, rey de las alturas,
dicen que divisas hasta cinco leguas,
desde esas cumbres divisa a mi Fidela,
seguro la tristeza asoma a sus ojos…”
Su capataz, Vicente Noel Orduña, Shente le decían. Un chimbotano de mal genio, de estatura mediana, contextura gruesa y de fachada oscura. Antonio y sus compañeros eran víctimas de un maltrato causados por él, quien siempre les ordenaba con soberbia e indecencia:
- Serranos de mierda, levántense. Apúrense. No se cansan comer y dormir? ¡Carajos! El patrón me ha pedido más cantidad de algodón para hoy, perros…
Él, junto a los otros pañadores iniciaban su labor desde muy temprano. Casi al rayar el alba. Cuando el sol se restregaba los ojos. Después de un desayuno ligero.
El día pasaba tejiendo recuerdos en el viento e hilvanando silencios y caricias a la distancia sobre Fidela.
- Tan lejos he venido? ¡Qué se hace, así es la vida! – Murmuraba Antonio.
Cansado después de la cena caía en sueños bajo costales viejos y cartones en una choza de esteras, donde la araña tejía sus pensamientos más ufanos.
Esa era la rutina. La rutina diaria.
Cada fin de semana solía ir a la ciudad. Sus amigos disfrutaban de la vida, malgastando su dinero en juergas, libando ron en las cantinas y peñas folklóricas.
- Caray, hombre, para qué trabajamos? Mañana nos moriremos. Otro gozará en tu nombre y bien gozado - Decía Marcial Loa, invitándole a Antonio a compartir con ellos.
- ¿Oye Antonio, para qué trabajas hombre? Si nosotros también tenemos nuestra familia y caramba nuestro esfuerzo sabemos aprovechar. ¡Pero, bien! – le insinuaba Asísculo Rojas.
- Hermanos, ustedes, disfruten como les parezca mejor, pero yo no puedo; Dios sabe si mañana estaré, por eso debo guardar mi dinero – decía presagiando su futuro.
Se acabó la cosecha de algodón. ¿Quedarían sin trabajo? No. Parece que no. El patrón los llevó a la hacienda Vinto para cargar papas a los camiones que llevarían al Mercado Mayorista La Parada de Lima.
Pocos asistieron al nuevo trabajo. El huarino Edgar Ramírez, el recuaíno Juan Albornoz Ardiles, Fernando Sandoval de Congas, el paucasino Pablo Chauca, los paisanos Canturencio Aguado, el Galope Miguel Callampoma, el kamchallay Demetrio Varillas y muchos más fueron despedidos.
Para Antonio la suerte sonreía a fresca mañana. Su patrón logró estimarlo, por su voluntad y entrega al trabajo, y dado a su lealtad lo nombró capataz en reemplazo del Shente. Con Antonio el ambiente de trabajo era otro, había más confianza con sus compañeros. De vez en cuando reemplazaba al patrón y viajaba a Lima a repartir la mercancía. Antonio se mostraba agradecido de la vida, del Patrón San Francisco y de Dios, además de su Jefe, de brindarle esa oportunidad. Trabajaba con mayor ahínco, por lo cual recibía mejor trato y sin duda buen salario. Pues se sentía muy bien en su trabajo.
Logró recaudar buena cantidad de dinero. No tenía esa inquietud de despilfarrar, pensaba en su familia y en el futuro de su pequeño José.
- Cuando crezca mi hijo tiene que ser abogado, para defender a los pobres, de estos abusivos del pueblo.
Habían transcurrido muchos días desde que partió de su añorada Vizcas. Meditabundo saboreando la coca se detuvo un instante y dijo:
- Caray, ya es tiempo de la siembra, es hora de volver, retornaré a mi pueblo. Mi Fidelita y mi Joselito seguro estarán en mi espera. Llegaré con bastante dinero. Compraremos vaquitas, para hartarnos de leche y queso. Habrá requesón también.
En diciembre del mismo año, decidió volver al pueblo para brindar a los paisanos la rica chicha de jora en el barbecho y cuando la yunta deje poca gleba, reunir el maicillo, el shirkuy, amor seco, o el kikuyo y enterrar el maíz o las habas, para que después de su fugaz letargo brote sonriendo al alba, guiñándole a la sombra de los surcos y crezca bebiendo agua de rocío y lamiendo agua del aire.
Countiunará...
Ricardo Santos Albornoz