manuel nieves fabián
EL CABALLO DEL DIABLO
A Victoria Dolores
Eran días en que los abigeos aprovechándose de las densas nubes y la oscuridad rompían el silencio de la noche y arreaban los ganados dejándolos a los propietarios en ruinas. No había forma de ubicar a los malhechores sólo quedaban los rastros de los animales dibujados entre el lodazal de los caminos de la puna.
Los crianderos no le perdían de vista sobre todo a sus aradores, toros fuertes y nutridos que roturaban los campos ya sea en terrenos llanos o pedregosos; pero en un pequeño descuido se hacían humo en mano de los facinerosos.
Victoria, pastaba sus reses cerca de las grandes quebradas donde abundaba la yerba fresca. Era ya costumbre que en cada amanecer acudía al lugar, y luego de depositar porciones de sal en los morteros del corral los llamaba a grandes voces por sus nombres, entonces al escuchar la voz, las reses llegaban casi corriendo para saborear el mineral que les agradaba. Ella aprovechaba el momento para verificar que nadie faltaba.
Una noche mientras dormía plácidamente soñó a unos niños desnudos que lloraban en medio de sus animales. Se despertó sobresaltada e interpretó que sus animales estaban en peligro. En medio de la oscuridad se vistió como pudo y salió casi corriendo al encuentro del “Pinto”, del “Barroso”, del “Lunarejo”, del “Tractor” que eran los labradores de la tierra.
Al acercarse en la oscuridad a la quebrada más temida sintió medio porque desde lo alto de la montaña, por una pendiente, el agua se deslizaba vertiginosamente como una sábana blanca hasta caer junto al camino donde formaba una especie de remolino; además, porque la gente comentaba que detrás de la catarata, de una gran cueva, salían de noche los demonios. De día ahí siempre se distinguía un enorme arco iris como una serpiente enroscada entre los arbustos. Cerrando los ojos pasó de largo a pesar de las saltarinas y abundantes gotas de agua.
Al salir de la quebrada sintió a sus espaldas el galopar de un caballo que a todo trote devoraba el camino. Llena de curiosidad volteó el rostro para saber de quién de trataba, pero con asombro pudo ver que el animal se aproximaba raudamente arrojando fuego por la boca. De sus cascos, al chocar con las piedras, saltaban chispas dando la impresión que volaba sobre carboncillos incandescentes. Aún sin salir de su asombro, sumamente asustada, con el cuerpo tiritándole de miedo, en un abrir y cerrar de ojos se refugió detrás de los arbustos, y esperó ahogando la respiración. Al rato apareció el brioso e inmenso animal, sumamente negro, resoplando por las fauces. Llevaba sobre sus ancas a un diminuto jinete elegantemente vestido de un negro intenso. Jinete y animal hacían juego en aquella noche alumbrada por la luna llena.
Era cosa de no creer. ¿Quién podría ser aquel hombrecito sobre un caballo tan raro? El cuerpo le seguía temblando y no se atrevió salir de su escondite, salvo al amanecer.
La noche se convirtió en una larga madeja de nunca acabar. Angustiada, rogaba que alguien apareciera para sacarla de esta apremiante encrucijada; en eso vio que, tan rápido había avanzado el jinete y ya ingresaba al fondo, a las escarpadas rocas donde concluía el camino.
Lo más sorprendente para ella fue la actitud del animal, pues, agachaba la cabeza a ras del suelo como buscando los rastros perdidos y resoplaba incesantemente; entonces comprendió que el jinete y el caballo endemoniado la buscaban. Ni corta ni perezosa, ante el inminente peligro, salió disparada con dirección al pueblo.
Cuando apenas había avanzado un buen trecho sitió que el animal relinchaba cada vez más cerca, parecía que literalmente volaba y las bocanadas de fuego, cual relámpagos alumbraban en la oscuridad.
Muerta de terror y espanto, al sentirse casi atrapada, corría como el viento tratando de salvarse. Con las últimas fuerzas que aún le quedaban llegó a la primera casa del pueblo y como una bala se arrojó sobre la puerta, haciendo que ésta se abriera de par en par produciendo un ruido ensordecedor. La dueña de casa al ser despertada tan abruptamente, pensando ser víctima de un robo, se levantó y corrió para percatarse de lo que había pasado. Al encender el mechón encontró tendida sobre el piso a una mujer que no dejaba de babear. La lengua la tenía agarrotada y sólo profería una serie de sonidos incomprensibles, luego se desmayó. A pesar del auxilio con aguas de azahar y de florida no lograron reanimarla.
Al día siguiente, la mujer, después de una tensa y aterradora noche, al abrir los ojos recordó las espeluznantes horas de terror y no encontró palabras para contar, solo el llanto la consumía y las incesantes lágrimas bañaban su rostro. Finalmente, con la garganta anudada, entre suspiro y suspiro, haciendo mil esfuerzos, narró la aventura de su encuentro con el horripilante caballo del diablo.
Manuel Nieves Fabián
[email protected]
Eran días en que los abigeos aprovechándose de las densas nubes y la oscuridad rompían el silencio de la noche y arreaban los ganados dejándolos a los propietarios en ruinas. No había forma de ubicar a los malhechores sólo quedaban los rastros de los animales dibujados entre el lodazal de los caminos de la puna.
Los crianderos no le perdían de vista sobre todo a sus aradores, toros fuertes y nutridos que roturaban los campos ya sea en terrenos llanos o pedregosos; pero en un pequeño descuido se hacían humo en mano de los facinerosos.
Victoria, pastaba sus reses cerca de las grandes quebradas donde abundaba la yerba fresca. Era ya costumbre que en cada amanecer acudía al lugar, y luego de depositar porciones de sal en los morteros del corral los llamaba a grandes voces por sus nombres, entonces al escuchar la voz, las reses llegaban casi corriendo para saborear el mineral que les agradaba. Ella aprovechaba el momento para verificar que nadie faltaba.
Una noche mientras dormía plácidamente soñó a unos niños desnudos que lloraban en medio de sus animales. Se despertó sobresaltada e interpretó que sus animales estaban en peligro. En medio de la oscuridad se vistió como pudo y salió casi corriendo al encuentro del “Pinto”, del “Barroso”, del “Lunarejo”, del “Tractor” que eran los labradores de la tierra.
Al acercarse en la oscuridad a la quebrada más temida sintió medio porque desde lo alto de la montaña, por una pendiente, el agua se deslizaba vertiginosamente como una sábana blanca hasta caer junto al camino donde formaba una especie de remolino; además, porque la gente comentaba que detrás de la catarata, de una gran cueva, salían de noche los demonios. De día ahí siempre se distinguía un enorme arco iris como una serpiente enroscada entre los arbustos. Cerrando los ojos pasó de largo a pesar de las saltarinas y abundantes gotas de agua.
Al salir de la quebrada sintió a sus espaldas el galopar de un caballo que a todo trote devoraba el camino. Llena de curiosidad volteó el rostro para saber de quién de trataba, pero con asombro pudo ver que el animal se aproximaba raudamente arrojando fuego por la boca. De sus cascos, al chocar con las piedras, saltaban chispas dando la impresión que volaba sobre carboncillos incandescentes. Aún sin salir de su asombro, sumamente asustada, con el cuerpo tiritándole de miedo, en un abrir y cerrar de ojos se refugió detrás de los arbustos, y esperó ahogando la respiración. Al rato apareció el brioso e inmenso animal, sumamente negro, resoplando por las fauces. Llevaba sobre sus ancas a un diminuto jinete elegantemente vestido de un negro intenso. Jinete y animal hacían juego en aquella noche alumbrada por la luna llena.
Era cosa de no creer. ¿Quién podría ser aquel hombrecito sobre un caballo tan raro? El cuerpo le seguía temblando y no se atrevió salir de su escondite, salvo al amanecer.
La noche se convirtió en una larga madeja de nunca acabar. Angustiada, rogaba que alguien apareciera para sacarla de esta apremiante encrucijada; en eso vio que, tan rápido había avanzado el jinete y ya ingresaba al fondo, a las escarpadas rocas donde concluía el camino.
Lo más sorprendente para ella fue la actitud del animal, pues, agachaba la cabeza a ras del suelo como buscando los rastros perdidos y resoplaba incesantemente; entonces comprendió que el jinete y el caballo endemoniado la buscaban. Ni corta ni perezosa, ante el inminente peligro, salió disparada con dirección al pueblo.
Cuando apenas había avanzado un buen trecho sitió que el animal relinchaba cada vez más cerca, parecía que literalmente volaba y las bocanadas de fuego, cual relámpagos alumbraban en la oscuridad.
Muerta de terror y espanto, al sentirse casi atrapada, corría como el viento tratando de salvarse. Con las últimas fuerzas que aún le quedaban llegó a la primera casa del pueblo y como una bala se arrojó sobre la puerta, haciendo que ésta se abriera de par en par produciendo un ruido ensordecedor. La dueña de casa al ser despertada tan abruptamente, pensando ser víctima de un robo, se levantó y corrió para percatarse de lo que había pasado. Al encender el mechón encontró tendida sobre el piso a una mujer que no dejaba de babear. La lengua la tenía agarrotada y sólo profería una serie de sonidos incomprensibles, luego se desmayó. A pesar del auxilio con aguas de azahar y de florida no lograron reanimarla.
Al día siguiente, la mujer, después de una tensa y aterradora noche, al abrir los ojos recordó las espeluznantes horas de terror y no encontró palabras para contar, solo el llanto la consumía y las incesantes lágrimas bañaban su rostro. Finalmente, con la garganta anudada, entre suspiro y suspiro, haciendo mil esfuerzos, narró la aventura de su encuentro con el horripilante caballo del diablo.
Manuel Nieves Fabián
[email protected]