MANUEL NIEVES FAbIÁN
PASCUALITA
Sobre los negros ichos, cual pentagramas que surcaban los techos de la choza, el viento tejía su inacabable música llena de misterios.
Allí, cual bruñida estatua de bronce estaba él, esperándole, sentado sobre un tronco arrojado junto a la puerta. Dos inmensas bolas de coca inflaban sus carrillos, y una que otra hoja asomaba sus puntas ásperas por entre sus labios verdosos. Frío, tétrico, escondía con reserva su furia que parecía confundirse con la oquedad de las rocas.
Muy lejos, en medio de su rebaño, como un retazo negro, apareció Pascualita. Ella era tierna y amorosa, de rostro agradable, ojos tristes y encantadores que la hacían adorable. Su voz dulce y cantarina se elevó desde la quebrada haciendo un dúo con el fuerte silbido del viento:
Allí, cual bruñida estatua de bronce estaba él, esperándole, sentado sobre un tronco arrojado junto a la puerta. Dos inmensas bolas de coca inflaban sus carrillos, y una que otra hoja asomaba sus puntas ásperas por entre sus labios verdosos. Frío, tétrico, escondía con reserva su furia que parecía confundirse con la oquedad de las rocas.
Muy lejos, en medio de su rebaño, como un retazo negro, apareció Pascualita. Ella era tierna y amorosa, de rostro agradable, ojos tristes y encantadores que la hacían adorable. Su voz dulce y cantarina se elevó desde la quebrada haciendo un dúo con el fuerte silbido del viento:
Aywakullana, aywakullashag Ya me voy, ya me estoy yendo
kay markapita juk markaman de este pueblo a otro pueblo
mana inti chayananman a donde el sol nunca llega
mana raju ratananman. a donde el granizo nunca cae.
kay markapita juk markaman de este pueblo a otro pueblo
mana inti chayananman a donde el sol nunca llega
mana raju ratananman. a donde el granizo nunca cae.
Por delante las ovejas, deslizándose por entre el pajonal, volvían al redil balando ensordecedoramente. Un cabrito gracioso y saltarín, cual un mozalbete, aguijoneaba con sus pequeños cuernos puntiagudos a los demás y enamorado corría por entre las filas tupidas de las hembras. Un carnero, celoso, no dejando que otros hagan de las suyas en sus dominios, enarcando su pescuezo acolchado, luego de un impulso caricaturesco, descargó su furia sobre la frente del cabrito, quien trastabillando y desconcertado echó a correr.
La cólera le hervía cual angustiosa y quemante copa de ron. Los celos le mortificaban. Sus ojos inmóviles y llenos de ira no dejaban de mirar a la mujer que, en una noche de fiesta patronal de su pueblo, le había prometido amar. Mascullaba entre sus dientes, injurias y blasfemias, mientras que con la diestra debajo del poncho, acariciaba el frío mango del puñal.
-¡Con Mateio, no!... ¡Con qui con Mateio, no! -repetía incesantemente-
Ya no soportando sus horas de angustia, dio un salto felino y se paró sobre el muro del corral.
Tras sus ovejas y cabras, con un pequeño atado de leña sobre su espalda, mojada por la lluvia y azotada por el viento, siempre cantando, ella retornaba a la choza abrigadora que la esperaba.
La cólera le hervía cual angustiosa y quemante copa de ron. Los celos le mortificaban. Sus ojos inmóviles y llenos de ira no dejaban de mirar a la mujer que, en una noche de fiesta patronal de su pueblo, le había prometido amar. Mascullaba entre sus dientes, injurias y blasfemias, mientras que con la diestra debajo del poncho, acariciaba el frío mango del puñal.
-¡Con Mateio, no!... ¡Con qui con Mateio, no! -repetía incesantemente-
Ya no soportando sus horas de angustia, dio un salto felino y se paró sobre el muro del corral.
Tras sus ovejas y cabras, con un pequeño atado de leña sobre su espalda, mojada por la lluvia y azotada por el viento, siempre cantando, ella retornaba a la choza abrigadora que la esperaba.
Aywarga, aywakullashun Al irnos, mejor nos iremos
mana nunca tikramojpaq para nunca más volver
mana nunca kutimojpaq para nunca más volver
jutinsikuna jonjakajpaq hasta que olviden nuestros nombres
mana nunca tikramojpaq para nunca más volver
mana nunca kutimojpaq para nunca más volver
jutinsikuna jonjakajpaq hasta que olviden nuestros nombres

Bruscamente, Shapchita, su lanudo y mimado perrito, levantó sus orejitas como tratando de captar la presencia de algún extraño. Nervioso, alzó su cabecita hacia el cielo, cerró sus ojos y furioso se puso a ladrar; luego, corrió tras el ganado simulando morderlos y al toparse con Pascualita se echó a sus pies, levantó sus patitas, la miró con ternura, y como si presintiera algo de un salto se puso de pie, corrió ligero un buen trecho, pero espantado retrocedió y ladró con más furia. Volvió hacia la pastora y haciéndole mimos le lamía los pies y la acariciaba con la cola. Un poco más allá se sentó, levantó su hociquito y lanzó un aullido largo que estremeció las horas de aquella tarde. Al escuchar la voz de Pascualita corrió hacia ella y se arrojó de espaldas al pasto, y con sus patitas la llamaba para que lo cargara. Ella, asombrada por su comportamiento le preguntó:
-¿Qué tienes Shapchita?, ¿qué te está pasando?
Por toda respuesta sólo escuchó pequeños ladridos de mimo; entonces, con tanta dulzura lo levantó para estrecharlo entre sus brazos, y él, como gimiendo trataba de decirle algo mientras le lamía suavemente la cara.
Yo, que siempre veía pasar a Pascualita, la amaba en silencio y como para contentarme decía en voz alta: «Algún día ella será mi mujer». Nunca escuchó una sola palabra mía. Ella me conocía, pero no sabía que la amaba. Un día cuando caminábamos juntos tras el ganado, haciendo nuestras travesuras, cogiendo flores y arrancando yerbas silvestres, sin quererlo, quedamos frente a frente. Pascualita ya era una mujer. Se quedó mirándome con sus ojos tristes muy cerca de mí. Fue entonces, que decidí entregarle el collar que guardaba para ella desde hace mucho tiempo. Mis manos temblorosas tocaron sus cabellos, y el collar y la medalla de Santa Rosita le quedaron pendiendo de su cuello. ¡Qué cuadro! Nunca la había visto así.
Ella, emocionada, me abrazó y empuñando el regalo se puso loca de contento.
Desde aquella vez me llamó Mateo. Yo no supe por qué, tampoco me interesó saberlo, lo cierto es que mi corazón era para ella.
Recelosa miró a su alrededor como si una corazonada le anunciara algo. Era como una espina que tenía clavada en su interior. Nuevamente miró con mucho más cuidado el pajonal que se perdía en la pampa, las peñas que eran guarida de las vizcachas y la choza que se dibujaba al lado de la quebrada. Todo estaba en calma, pero su cuerpo sentía el escozor de una mirada. Para darse valor, ensayó su canto:
-¿Qué tienes Shapchita?, ¿qué te está pasando?
Por toda respuesta sólo escuchó pequeños ladridos de mimo; entonces, con tanta dulzura lo levantó para estrecharlo entre sus brazos, y él, como gimiendo trataba de decirle algo mientras le lamía suavemente la cara.
Yo, que siempre veía pasar a Pascualita, la amaba en silencio y como para contentarme decía en voz alta: «Algún día ella será mi mujer». Nunca escuchó una sola palabra mía. Ella me conocía, pero no sabía que la amaba. Un día cuando caminábamos juntos tras el ganado, haciendo nuestras travesuras, cogiendo flores y arrancando yerbas silvestres, sin quererlo, quedamos frente a frente. Pascualita ya era una mujer. Se quedó mirándome con sus ojos tristes muy cerca de mí. Fue entonces, que decidí entregarle el collar que guardaba para ella desde hace mucho tiempo. Mis manos temblorosas tocaron sus cabellos, y el collar y la medalla de Santa Rosita le quedaron pendiendo de su cuello. ¡Qué cuadro! Nunca la había visto así.
Ella, emocionada, me abrazó y empuñando el regalo se puso loca de contento.
Desde aquella vez me llamó Mateo. Yo no supe por qué, tampoco me interesó saberlo, lo cierto es que mi corazón era para ella.
Recelosa miró a su alrededor como si una corazonada le anunciara algo. Era como una espina que tenía clavada en su interior. Nuevamente miró con mucho más cuidado el pajonal que se perdía en la pampa, las peñas que eran guarida de las vizcachas y la choza que se dibujaba al lado de la quebrada. Todo estaba en calma, pero su cuerpo sentía el escozor de una mirada. Para darse valor, ensayó su canto:
Vicuñita de las altas punas
no me mires con desprecio,
mírame con gran pasión
que yo no soy tu carcelero.
no me mires con desprecio,
mírame con gran pasión
que yo no soy tu carcelero.
Sus últimas palabras parecieron quebrársele al ser interrumpidas por la voz tronante de Baudilio, quien, puñal en mano, corría veloz a su encuentro, gritando:
-¡Con qui con Mateio, no! ¡Aura vas ver!
Yo, que hasta ese entonces había permanecido escondido tras de una roca mirando a mi Pascualita, no quise ver aquel horrendo drama. Envuelto en lágrimas y sollozando caí sobre mi poncho, sin poder hacer nada para defenderla.
Entre el batallar de mi alma escuché vagamente el ladrido de Sapchita que furioso fue a atacarlo, pero allí nomás su ladrido se trocó en aullido de muerte que poco a poco se apagó entre el balar de las ovejas que corrían asustadas.
El cholo, enardecido gritaba injuriándole, mientras me imaginaba a mi Pascualita arrodillada, suplicándole, rogándole con el corazón destrozado.
Fue un grito taladrante, hondo, profundo que me partió el alma. Era mi Pascualita, herida de muerte.
Me enjugué las lágrimas y me levanté con la velocidad de un rayo. Era muy niño para pelearme con Baudilio, pero era necesario afrontar al asesino. Salté gritando como un loco por entre las rocas, y sólo pude ver su silueta que ya desaparecía, abajo, por la quebrada.
Corrí hacia donde estaba mi Pascualita y entre los ichos enredados encontré a Sapchita que yacía con la boca ensangrentada; un poco más allá, ella, sobre un charco de sangre jadeaba y agonizaba. El estertor de sus últimas horas se escuchaba tan claro en esa tarde crepuscular. Al sentirme a su lado clavó sus ojos dormidos a los míos y dos gotas de lágrimas como dos bolas cristalinas rodaron por sus mejillas, luego se quedó muda, fría, estática, como tratando de decirme algo.
Me pasé la mano por la frente y sentí que sudaba, pero también lloraba. Ella arrojada en el piso y yo sin poder haber hecho nada. Era tan débil y miserable ante la adversidad. Allí comprendí lo injusto que era la vida. No se podía vivir y amar a quien ya no vivía.
Perdido, traté de incorporarme y vi que estábamos cerca a la choza donde el viento jugaba con la puerta sin aldaba, entonces cogí sus brazos tratando de levantarla y ella increíblemente abrió sus ojos, y su mirada casi perdida las clavó nuevamente a los míos, luego trató de hacer un puño con sus dedos, pero allí nomás quedó, fría, estática, con su faz dulce, tierna, llena de amor.
Manuel Nieves Fabián
[email protected]
-¡Con qui con Mateio, no! ¡Aura vas ver!
Yo, que hasta ese entonces había permanecido escondido tras de una roca mirando a mi Pascualita, no quise ver aquel horrendo drama. Envuelto en lágrimas y sollozando caí sobre mi poncho, sin poder hacer nada para defenderla.
Entre el batallar de mi alma escuché vagamente el ladrido de Sapchita que furioso fue a atacarlo, pero allí nomás su ladrido se trocó en aullido de muerte que poco a poco se apagó entre el balar de las ovejas que corrían asustadas.
El cholo, enardecido gritaba injuriándole, mientras me imaginaba a mi Pascualita arrodillada, suplicándole, rogándole con el corazón destrozado.
Fue un grito taladrante, hondo, profundo que me partió el alma. Era mi Pascualita, herida de muerte.
Me enjugué las lágrimas y me levanté con la velocidad de un rayo. Era muy niño para pelearme con Baudilio, pero era necesario afrontar al asesino. Salté gritando como un loco por entre las rocas, y sólo pude ver su silueta que ya desaparecía, abajo, por la quebrada.
Corrí hacia donde estaba mi Pascualita y entre los ichos enredados encontré a Sapchita que yacía con la boca ensangrentada; un poco más allá, ella, sobre un charco de sangre jadeaba y agonizaba. El estertor de sus últimas horas se escuchaba tan claro en esa tarde crepuscular. Al sentirme a su lado clavó sus ojos dormidos a los míos y dos gotas de lágrimas como dos bolas cristalinas rodaron por sus mejillas, luego se quedó muda, fría, estática, como tratando de decirme algo.
Me pasé la mano por la frente y sentí que sudaba, pero también lloraba. Ella arrojada en el piso y yo sin poder haber hecho nada. Era tan débil y miserable ante la adversidad. Allí comprendí lo injusto que era la vida. No se podía vivir y amar a quien ya no vivía.
Perdido, traté de incorporarme y vi que estábamos cerca a la choza donde el viento jugaba con la puerta sin aldaba, entonces cogí sus brazos tratando de levantarla y ella increíblemente abrió sus ojos, y su mirada casi perdida las clavó nuevamente a los míos, luego trató de hacer un puño con sus dedos, pero allí nomás quedó, fría, estática, con su faz dulce, tierna, llena de amor.
Manuel Nieves Fabián
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