rimay cóndor
Buscando novedades para compartirlas con los lectores de Chiquianmarka encontré esta preciosa historia escrita por Manuel L. Nieves Fabián que estoy seguro les encantará a todos los amantes de la buena literatura.
Rimay Cóndor
Rimay Cóndor
GAVINO Y EL PUMA DE YAWAR
Contado por Doña Flabiana Fabián
Don Gavino, viejo chacarero, curtido en las faenas agrarias, todas las mañanas iba a su huerta de Yawar, ubicada en la quebrada. Nunca dejaba su escopeta. Hasta en las noches de su soledad era su fiel compañera.
Un buen día al llegar a su chacra, bajo la sombra de su platanal, sorprendió a una inmensa y robusta fiera que amamantaba a sus tres cachorros. El animal al notar la presencia del hombre dio un salto y se puso frente a él para dar el primer zarpazo, no dándole tiempo para defenderse. El sorprendido chacarero, en un instinto desesperado de defensa aplastó el gatillo de su arma y el tiro salió como un relámpago, malhiriéndole a su atacante, quien cayó rodando como un ovillo. La fiera rápidamente se recuperó y contra atacó con gran furia a pesar de manar abundante sangre por la herida. El ataque fue tan veloz que Gavino ya perdía las esperanzas de vivir y sentía su cuerpo desgarrado y descuartizado en pedazos a pesar del esfuerzo por defenderse.
En circunstancias como ésta el cerebro funciona a mil por hora porque la vida es primero, pues aprovechó los centésimos de segundos que le quedaban y repitiendo mecánicamente la frase: «La muerte es sólo para los zonzos y torpes», se arrojó con velocidad felina sobre las ramas salvadoras de un árbol de molle que se balanceaba al son del viento. Allí permaneció colgado por breves segundos y al sentir los primeros zarpazos que le sangraban los pies se encogió cual anillos de un resorte y con sus poderosos brazos de hombre curtido en las duras faenas avanzó escalón tras escalón hasta coger el tronco del árbol.
Seguro de haberse alejado del peligro volvió los ojos hacia su atacante, y abajo, sobre el piso, vio a la bestia que se revolcaba de dolor rugiendo atronadoramente y de rato en rato daba inmensos saltos como peleando con la muerte. Al sentir que sus fuerzas se agotaban, con sus inmensas garras, arrancaba de raíz a las plantas menores y sacudía con fuerza al árbol donde se refugiaba Gavino.
Fueron largas horas de angustia, desesperación y desconcierto. Hubo momentos en que la fiera con sus ojos fosforescentes y llenos de ira amenazaba con subir al árbol lanzando increíbles zarpazos y descascarando la corteza del árbol. En otro momento se agazapaba junto al tronco del robusto molle y mirándole fijamente a su víctima, moviendo la cola de un lado para otro, como si fuera un punto de apoyo para inmovilizarlo, parecía invitarle a un duelo final.
Al caer la tarde, cuando el sol daba sus últimos chisporroteos, la fiera, que durante todo ese tiempo había permanecido rugiendo de rato en rato, en un intento de acabar con su adversario, dio un salto tan alto para atrapar a su víctima, y por unos segundos quedó abrazado el tronco con las garras incrustadas en la corteza, abrió inmensamente los ojos y al caer vertiginosamente a tierra dio un largo y prolongado rugido que sacudió aquellas horas donde sólo se escuchaban el paso de las aguas cristalinas por la quebrada y el intrépido canto de los chivillos, cual responsos, invitando a la noche para descansar.
Don Gavino, viejo chacarero, curtido en las faenas agrarias, todas las mañanas iba a su huerta de Yawar, ubicada en la quebrada. Nunca dejaba su escopeta. Hasta en las noches de su soledad era su fiel compañera.
Un buen día al llegar a su chacra, bajo la sombra de su platanal, sorprendió a una inmensa y robusta fiera que amamantaba a sus tres cachorros. El animal al notar la presencia del hombre dio un salto y se puso frente a él para dar el primer zarpazo, no dándole tiempo para defenderse. El sorprendido chacarero, en un instinto desesperado de defensa aplastó el gatillo de su arma y el tiro salió como un relámpago, malhiriéndole a su atacante, quien cayó rodando como un ovillo. La fiera rápidamente se recuperó y contra atacó con gran furia a pesar de manar abundante sangre por la herida. El ataque fue tan veloz que Gavino ya perdía las esperanzas de vivir y sentía su cuerpo desgarrado y descuartizado en pedazos a pesar del esfuerzo por defenderse.
En circunstancias como ésta el cerebro funciona a mil por hora porque la vida es primero, pues aprovechó los centésimos de segundos que le quedaban y repitiendo mecánicamente la frase: «La muerte es sólo para los zonzos y torpes», se arrojó con velocidad felina sobre las ramas salvadoras de un árbol de molle que se balanceaba al son del viento. Allí permaneció colgado por breves segundos y al sentir los primeros zarpazos que le sangraban los pies se encogió cual anillos de un resorte y con sus poderosos brazos de hombre curtido en las duras faenas avanzó escalón tras escalón hasta coger el tronco del árbol.
Seguro de haberse alejado del peligro volvió los ojos hacia su atacante, y abajo, sobre el piso, vio a la bestia que se revolcaba de dolor rugiendo atronadoramente y de rato en rato daba inmensos saltos como peleando con la muerte. Al sentir que sus fuerzas se agotaban, con sus inmensas garras, arrancaba de raíz a las plantas menores y sacudía con fuerza al árbol donde se refugiaba Gavino.
Fueron largas horas de angustia, desesperación y desconcierto. Hubo momentos en que la fiera con sus ojos fosforescentes y llenos de ira amenazaba con subir al árbol lanzando increíbles zarpazos y descascarando la corteza del árbol. En otro momento se agazapaba junto al tronco del robusto molle y mirándole fijamente a su víctima, moviendo la cola de un lado para otro, como si fuera un punto de apoyo para inmovilizarlo, parecía invitarle a un duelo final.
Al caer la tarde, cuando el sol daba sus últimos chisporroteos, la fiera, que durante todo ese tiempo había permanecido rugiendo de rato en rato, en un intento de acabar con su adversario, dio un salto tan alto para atrapar a su víctima, y por unos segundos quedó abrazado el tronco con las garras incrustadas en la corteza, abrió inmensamente los ojos y al caer vertiginosamente a tierra dio un largo y prolongado rugido que sacudió aquellas horas donde sólo se escuchaban el paso de las aguas cristalinas por la quebrada y el intrépido canto de los chivillos, cual responsos, invitando a la noche para descansar.