josé antonio salazar mejía
LAS NAVIDADES DE ANTAÑO
De los recuerdos de mi hermano mayor el Dr. Manuel Antonio Salazar Mejía. Narrado en el 2012.
Cuando nos enfrascamos en la vorágine de la Navidad actual donde se ha perdido el verdadero espíritu navideño para privilegiar el aspecto comercial de la fiesta, con un festín desmedido de regalos y un terrible empacho de panetones y carne lechón o pavo, uno recuerda las antiguas navidades donde todo era distinto. No había Papá Noel ni luces titilantes, era la fiesta del Niño Dios, y los regalos, si los había, los entregaba Él. En algunos casos se reservaban para el 6 de enero, y eran los Reyes Magos quienes traían los juguetes.
La Navidad empezaba con las Misas de Gallo que se realizaban en todas las parroquias desde el 16 de diciembre. Toda la chiquillería se levantaba muy temprano para estar en las puertas de los templos antes de las cinco de la mañana. La mayoría llevaban gallos a la misa para que canten y se armaba un coro de estentóreos plumíferos; a la salida siempre algunos los hacían topar, topar es una pelea de unas cuantas patadas nomás, para ver que gallo domina. Rara vez la pelea era hasta que uno de los gallos plante el pico. En las peleas pico a pico, sin navajas, de tanto batallar los gallos quedaban exhaustos, y en verdad, el perdedor planta el pico en el suelo de puro cansancio, buscando un apoyo, con lo que automáticamente el otro gallo resultaba ganador.
Una de las características del Huarás antiguo eran los nacimientos movibles. Había familias que expresamente armaban enormes nacimientos sobre tablas y mesas, con diferentes escenas y personajes. Los escultores también preparaban estos nacimientos que eran las delicias de los pequeños. En los días previos a la Navidad, a determinada hora, generalmente en las tardes, se escenificaban las representaciones. A un real la entrada, las salas se abarrotaban, familias íntegras asistían al evento. Se apagaban las luces y de un lado a otro se empezaban a mover las figuritas. Primero cantaban unos pajaritos sobre unas ramas, al pie del árbol una lavandera golpeaba con un mazo la ropa que sumergía en un riachuelo de agua corriente. Cuando ella cesaba su labor, un leñador empezaba a cortar otro árbol con su filuda hacha. Al costado, un pastor al frente de su rebaño cargaba un pequeño carnerito.
Los pequeñuelos rompían en risas y aplausos. Cerca del misterio, un zapatero se afanaba en clavar un zapato viejo, más allá, un viejo carpintero serruchaba madera. Todo era vida y movimiento. Las pequeñas imágenes estaban muy bien hechas y vestidas apropiadamente, por lo que el tinte realista era único. Luego venían las escenificaciones grupales y cada año había alguna novedad, ya era una pelea de gallos, la danza de los shacshas, o una corrida de toros. El público deliraba y aplaudía. ¿Pero cómo se movían las figuritas esas? Debajo de las mesas y tablones, estaban escondidos algunos muchachos que previo ensayo se encargaban de mover con cáñamos y pabilos a los más pequeños monigotes. Encima, la champa se encargaba de cubrir toda la mesa y cubrir todas las apariencias.
Finalmente venían las escenificaciones religiosas. Se presentaba la adoración de los pastores y la llegada de los Reyes Magos llevando regalos al niño. Cuando empezaba la matanza de los inocentes, por cierto mecanismo los soldados movían el brazo donde tenía la espada, la que caía sobre el cuerpo del niño que aprehendían. Un soldado sostenía un niño por los pies, al mover el brazo y dar con la espada en el cuello del niño, a este se le desprendía la cabeza que caía al suelo y del cuello brotaba una enorme gota de color rojo simulando sangre. Había soldados que tenían en sus manos a los inocentes, unos los agarraban de los pies, otros del cuello o del brazo, y luego se movían las figuritas de las madres clamando por sus hijos.
Otra escena era la huida a Egipto, el burrito que llevaba a la Virgen y al Niño, junto a San José, avanzaba por el camino de arena que iba de un extremo a otro. A mitad del camino se escondían tras de unas palmeras cuyas hojas se movía ocultándolos, mientras que la caballería romana que venía atrás pasaba sin verlos. Terminaba la actuación con la presentación de los ángeles que cantaban glorias y alabanzas al Niño Dios. Se repartía caramelos a los niños y todos salían comentando las escenas más recordadas.
Una cosa que encantaba a los pequeñuelos de entonces eran los Autos Sacramentales. Antiguas escenificaciones que perduraban desde la época colonial. En los atrios de los templos se realizaban estas presentaciones. El temible diablo Lilit se enfrentaba a la flamígera espada de San Miguel Arcángel en su afán de impedir el nacimiento del Niño Manuelito. En los intermedios se ofrecía al público cortos entremeses muy cómicos, los que hoy en día se llaman sketchs. Uno de los más celebrados era el que confrontaba una pareja de ancianos sordos:
- ¿Qué haces mujer?
- Estoy preparando la sopita para el niño…
- ¿Sapito?
- ¡No! Sopita.
- ¿Sapito? – Volvía a inquirir el anciano, lo que desataba la ira de su consorte.
- ¡Sopita, sopita, viejo tonto! – Y lo correteaba golpeándolo con un viejo cucharón, despertando la hilaridad de los presentes.
En Huarás, Carás y Huari, hasta la época del sismo se seguían presentando los Autos Sacramentales. Mientras que, en otros pueblos como Corongo, Marca y otros pueblos de Las Vertientes, aun realizaban preciosas actuaciones, ya sea en Navidad o para fiestas de los Reyes Magos.
En la Navidad de antaño no había ni pavo ni panetón. Esoso inventos modernos atentatorios contra la salud. Con decir que ni en Europa se conocía el panetón hace más de cincuenta años. El panetón es un postre de Navidad propio de Milán, al norte de Italia; llegó al Perú en los años 60 del siglo pasado y ahora es un artículo infaltable en nuestras mesas. Lo mismo pasa con el pavo que antaño era un producto de lujo, la moda de su consumo llegó de los Estados Unidos donde se hornea pavo en el Día de Acción de Gracias; como los peruleros somos campeones en imitación, ahora no hay empleado público que deje de recibir un insípido pavo congelado como bono navideño para mayor gloria y beneficio de Avícola San Fernando de Julio Ikeda Tanimoto, cuya empresa inició sus operaciones como negocio familiar dedicado fundamentalmente a la crianza de patos en 1948.
Un biscocho con pasas y su ponche en la tarde, esa era la cena navideña de entonces y al día siguiente, un buen plato de cuchicanca, era la forma más típica de celebrar la Navidad en esos tiempos. No había cena de Nochebuena, ¡ni pensarlo!, eso te podía acarrear un cólico miserere del que no te salvaba ni el Dr. Massana, el médico más reputado del Huarás de antaño, al margen de su proverbial apellido.
José Antonio Salazar Mejía.
[email protected]
Cuando nos enfrascamos en la vorágine de la Navidad actual donde se ha perdido el verdadero espíritu navideño para privilegiar el aspecto comercial de la fiesta, con un festín desmedido de regalos y un terrible empacho de panetones y carne lechón o pavo, uno recuerda las antiguas navidades donde todo era distinto. No había Papá Noel ni luces titilantes, era la fiesta del Niño Dios, y los regalos, si los había, los entregaba Él. En algunos casos se reservaban para el 6 de enero, y eran los Reyes Magos quienes traían los juguetes.
La Navidad empezaba con las Misas de Gallo que se realizaban en todas las parroquias desde el 16 de diciembre. Toda la chiquillería se levantaba muy temprano para estar en las puertas de los templos antes de las cinco de la mañana. La mayoría llevaban gallos a la misa para que canten y se armaba un coro de estentóreos plumíferos; a la salida siempre algunos los hacían topar, topar es una pelea de unas cuantas patadas nomás, para ver que gallo domina. Rara vez la pelea era hasta que uno de los gallos plante el pico. En las peleas pico a pico, sin navajas, de tanto batallar los gallos quedaban exhaustos, y en verdad, el perdedor planta el pico en el suelo de puro cansancio, buscando un apoyo, con lo que automáticamente el otro gallo resultaba ganador.
Una de las características del Huarás antiguo eran los nacimientos movibles. Había familias que expresamente armaban enormes nacimientos sobre tablas y mesas, con diferentes escenas y personajes. Los escultores también preparaban estos nacimientos que eran las delicias de los pequeños. En los días previos a la Navidad, a determinada hora, generalmente en las tardes, se escenificaban las representaciones. A un real la entrada, las salas se abarrotaban, familias íntegras asistían al evento. Se apagaban las luces y de un lado a otro se empezaban a mover las figuritas. Primero cantaban unos pajaritos sobre unas ramas, al pie del árbol una lavandera golpeaba con un mazo la ropa que sumergía en un riachuelo de agua corriente. Cuando ella cesaba su labor, un leñador empezaba a cortar otro árbol con su filuda hacha. Al costado, un pastor al frente de su rebaño cargaba un pequeño carnerito.
Los pequeñuelos rompían en risas y aplausos. Cerca del misterio, un zapatero se afanaba en clavar un zapato viejo, más allá, un viejo carpintero serruchaba madera. Todo era vida y movimiento. Las pequeñas imágenes estaban muy bien hechas y vestidas apropiadamente, por lo que el tinte realista era único. Luego venían las escenificaciones grupales y cada año había alguna novedad, ya era una pelea de gallos, la danza de los shacshas, o una corrida de toros. El público deliraba y aplaudía. ¿Pero cómo se movían las figuritas esas? Debajo de las mesas y tablones, estaban escondidos algunos muchachos que previo ensayo se encargaban de mover con cáñamos y pabilos a los más pequeños monigotes. Encima, la champa se encargaba de cubrir toda la mesa y cubrir todas las apariencias.
Finalmente venían las escenificaciones religiosas. Se presentaba la adoración de los pastores y la llegada de los Reyes Magos llevando regalos al niño. Cuando empezaba la matanza de los inocentes, por cierto mecanismo los soldados movían el brazo donde tenía la espada, la que caía sobre el cuerpo del niño que aprehendían. Un soldado sostenía un niño por los pies, al mover el brazo y dar con la espada en el cuello del niño, a este se le desprendía la cabeza que caía al suelo y del cuello brotaba una enorme gota de color rojo simulando sangre. Había soldados que tenían en sus manos a los inocentes, unos los agarraban de los pies, otros del cuello o del brazo, y luego se movían las figuritas de las madres clamando por sus hijos.
Otra escena era la huida a Egipto, el burrito que llevaba a la Virgen y al Niño, junto a San José, avanzaba por el camino de arena que iba de un extremo a otro. A mitad del camino se escondían tras de unas palmeras cuyas hojas se movía ocultándolos, mientras que la caballería romana que venía atrás pasaba sin verlos. Terminaba la actuación con la presentación de los ángeles que cantaban glorias y alabanzas al Niño Dios. Se repartía caramelos a los niños y todos salían comentando las escenas más recordadas.
Una cosa que encantaba a los pequeñuelos de entonces eran los Autos Sacramentales. Antiguas escenificaciones que perduraban desde la época colonial. En los atrios de los templos se realizaban estas presentaciones. El temible diablo Lilit se enfrentaba a la flamígera espada de San Miguel Arcángel en su afán de impedir el nacimiento del Niño Manuelito. En los intermedios se ofrecía al público cortos entremeses muy cómicos, los que hoy en día se llaman sketchs. Uno de los más celebrados era el que confrontaba una pareja de ancianos sordos:
- ¿Qué haces mujer?
- Estoy preparando la sopita para el niño…
- ¿Sapito?
- ¡No! Sopita.
- ¿Sapito? – Volvía a inquirir el anciano, lo que desataba la ira de su consorte.
- ¡Sopita, sopita, viejo tonto! – Y lo correteaba golpeándolo con un viejo cucharón, despertando la hilaridad de los presentes.
En Huarás, Carás y Huari, hasta la época del sismo se seguían presentando los Autos Sacramentales. Mientras que, en otros pueblos como Corongo, Marca y otros pueblos de Las Vertientes, aun realizaban preciosas actuaciones, ya sea en Navidad o para fiestas de los Reyes Magos.
En la Navidad de antaño no había ni pavo ni panetón. Esoso inventos modernos atentatorios contra la salud. Con decir que ni en Europa se conocía el panetón hace más de cincuenta años. El panetón es un postre de Navidad propio de Milán, al norte de Italia; llegó al Perú en los años 60 del siglo pasado y ahora es un artículo infaltable en nuestras mesas. Lo mismo pasa con el pavo que antaño era un producto de lujo, la moda de su consumo llegó de los Estados Unidos donde se hornea pavo en el Día de Acción de Gracias; como los peruleros somos campeones en imitación, ahora no hay empleado público que deje de recibir un insípido pavo congelado como bono navideño para mayor gloria y beneficio de Avícola San Fernando de Julio Ikeda Tanimoto, cuya empresa inició sus operaciones como negocio familiar dedicado fundamentalmente a la crianza de patos en 1948.
Un biscocho con pasas y su ponche en la tarde, esa era la cena navideña de entonces y al día siguiente, un buen plato de cuchicanca, era la forma más típica de celebrar la Navidad en esos tiempos. No había cena de Nochebuena, ¡ni pensarlo!, eso te podía acarrear un cólico miserere del que no te salvaba ni el Dr. Massana, el médico más reputado del Huarás de antaño, al margen de su proverbial apellido.
José Antonio Salazar Mejía.
[email protected]