Manuel nieves fabián
EL FALSO CANTOR

La Semana Santa en Raján es muy comentada por la forma muy peculiar de dar importancia al acto de la Lamentación por la muerte de Cristo. Para estas fechas los alguaciles son los encargados de contratar a los mejores cantores de los pueblos vecinos.
En Cajamarquilla había ganado fama de cantor don Orestes Ventocilla, pues, además de dominar el latín tenía una hermosa voz que encantaba a su auditorio. Por eso era el más cotizado entre todos los cantores, y los aguaciles se ganaban para contratarlo de un año para otro.
Tan rápido habían pasado los meses y el pueblo se aprestaba celebrar la fiesta religiosa. Esa mañana el aguacil se despertó muy temprano y ordenó en casa que prepararan el desayuno, asimismo avisó al llavero que llegaría el cantor más afamado, don Orestes Ventocilla.
Apenas salió el sol se fue a la salida del pueblo para esperar al cantor y cumplir con las cláusulas del contrato. Sentado sobre una piedra miraba el camino que se desovillaba y desaparecía de curva en curva. Al no ver a nadie le vino una corazonada, quizá se haya olvidado o quizá se haya enfermado. Nuevamente recorrió con la vista el camino y pudo notar que un puntito negro avanzaba con dirección al pueblo. Su corazón empezó a latir más fuerte y de pura alegría se imaginaba ver a su cantor, cantando en la iglesia, admirado por chicos y grandes. Al acortarse la distancia, por el sombrero blanco que llevaba puesto en la cabeza, notó que era su cantor, entonces se paró y avanzó por el camino para darle un abrazo, pero estando ya cerca de él comprobó que no era su cantor.
Un tanto intrigado, se acercó al hombre y le preguntó:
–¿Señor, no ha visto por el camino a don Orestes Ventocilla?
–¡Para qué buscas a él! –contestó el viajero.
–Él es mi cantor, lo estoy esperando –contestó.
Fue el momento que aprovechó el viajero para hacerse pasar de cantor y gozar la fiesta de Semana Santa. Por eso rápidamente afirmó:
–¡Orestes, no sabe nada! ¡Yo soy el mejor cantor! Él no creo que venga.
–¿Cómo te llamas señor? –preguntó el alguacil.
–Yo soy Eleuterio, el más grande cantor.
El aguacil al escuchar la respuesta tan segura del viajero, dijo:
–Señor, ya que no ha venido don Orestes, ¿puedes ser mi cantor en la Lamentación de esta noche?
Eleuterio, ni corto ni perezoso, respondió, arreglando la alforja que llevaba en su hombro.
–Claro, ¡cómo no!, y no te arrepentirás de haberme contratado.
Entonces, el alguacil, muy contento lo llevó a su casa y ordenó a los encargados de la fiesta que atendieran a Eleuterio como se atiende a un cantor.
Nuestro personaje que iba a Raján sin conocer a nadie, no sabiendo ni dónde alojarse, fue atendido con desayuno, almuerzo y cena en la casa del funcionario.
Después de la cena en casa del llavero hicieron los preparativos para ir a la iglesia. Las señoras, en la cocina, al limpiar las ollas comentaban que el cantor de jana barrio ya había llegado a la iglesia y estaba esperando a sus contendores; además decían que, esta vez la Lamentación sería buena porque confiaban en su cantor.
Eleuterio, sumamente preocupado, a pesar de su picardía e ingenio, no sabía cómo dar salida al problema en que él mismo se había comprometido. Lo peor, nunca había leído la Biblia y no sabía ni J de Lamentaciones. Las horas avanzaban, pues a las diez de la noche debería iniciar el contrapunto, ante la presencia de todo el pueblo congregado en la iglesia.
Ya cuando se veía perdido e iba declarar la verdad, le vino a la idea una salida sencilla y práctica. Mandó llamar al servicio y le dijo:
–Amigo, necesito aguardiente para afinar la garganta y la voz, y para este frío no hay como un aguardiente rajano.
Cuando ya salían todos con dirección a la iglesia, Eleuterio, nuevamente pidió al servicio que le invitara otra botellita de aguardiente para estar a tono y dejar empequeñecidos a los otros cantores.
El servicio, tratándose que el cantor lo solicitaba, atendió lo más rápido posible.
Pasado los minutos, nuestro personaje, sentado en el cuarto casi
oscuro, cantaba incoherencias, llamaba a grandes voces a uno y a otro usando nombres desconocidos, luego empezó a caminar trastabillando como si estuviera borracho y se tendió en el piso como un trapo, y a toda pregunta respondía con un «¡sí, sí!»
El alguacil reprendió severamente al servicio por su falta de tino, porque no era posible que un cantor asistiera a la iglesia luego de haber bebido aguardiente, y sobre todo en Semana Santa.
Al escuchar la manera como le regañaba al servicio, Eleuterio, con los ojos cerrados se reía tapándose la boca con las manos y gozaba de su ingenio.
Mientras discutían cómo remediar este enojoso problema, aprovechando un descuido de los dueños de casa, salió a la calle por la parte trasera del patio y desapareció misteriosamente.
El alguacil que nunca había estado en estos aprietos, conocedor de las costumbres del pueblo, tan solo con imaginarse que el lugar de la mesa, donde debería estar su cantor, estaría vacía, la sangre le hervía de cólera, pues la gente murmuraría y le descalificarían por su pésima gestión como autoridad; entonces, no dudó en ningún instante de remediar este imprevisto. Ingresó a su cuarto, se armó de valor y tomó la decisión que él sería el cantor. Se cubrió el cuerpo con el poncho de lana que últimamente había adquirido, se abrigó el cuello con la larga bufanda, cogió el libro de Lamentaciones e ingresó a la iglesia sin ser reconocido. Cuando le tocó su turno, afinó la voz e inició leer y cantar en latín sin entender ni él mismo lo que cantaba. Alargaba la voz y modulaba la melodía como condoliéndose por la muerte de un ser querido. Todos lo miraban y admiraban por la manera de compadecerse del muerto. Sus contrincantes, que tampoco sabían latín, pensaban haber encontrado a un gran maestro.
Apenas concluyó el acto religioso, salió rápidamente por la puerta lateral de la iglesia y desapareció.
La gente quedó muy satisfecha y querían conocer al cantor, y todos sugerían que los alguaciles deberían contratarlo para el próximo año.
Manuel Nieves Fabián
mnievesfabian@gmail.com
En Cajamarquilla había ganado fama de cantor don Orestes Ventocilla, pues, además de dominar el latín tenía una hermosa voz que encantaba a su auditorio. Por eso era el más cotizado entre todos los cantores, y los aguaciles se ganaban para contratarlo de un año para otro.
Tan rápido habían pasado los meses y el pueblo se aprestaba celebrar la fiesta religiosa. Esa mañana el aguacil se despertó muy temprano y ordenó en casa que prepararan el desayuno, asimismo avisó al llavero que llegaría el cantor más afamado, don Orestes Ventocilla.
Apenas salió el sol se fue a la salida del pueblo para esperar al cantor y cumplir con las cláusulas del contrato. Sentado sobre una piedra miraba el camino que se desovillaba y desaparecía de curva en curva. Al no ver a nadie le vino una corazonada, quizá se haya olvidado o quizá se haya enfermado. Nuevamente recorrió con la vista el camino y pudo notar que un puntito negro avanzaba con dirección al pueblo. Su corazón empezó a latir más fuerte y de pura alegría se imaginaba ver a su cantor, cantando en la iglesia, admirado por chicos y grandes. Al acortarse la distancia, por el sombrero blanco que llevaba puesto en la cabeza, notó que era su cantor, entonces se paró y avanzó por el camino para darle un abrazo, pero estando ya cerca de él comprobó que no era su cantor.
Un tanto intrigado, se acercó al hombre y le preguntó:
–¿Señor, no ha visto por el camino a don Orestes Ventocilla?
–¡Para qué buscas a él! –contestó el viajero.
–Él es mi cantor, lo estoy esperando –contestó.
Fue el momento que aprovechó el viajero para hacerse pasar de cantor y gozar la fiesta de Semana Santa. Por eso rápidamente afirmó:
–¡Orestes, no sabe nada! ¡Yo soy el mejor cantor! Él no creo que venga.
–¿Cómo te llamas señor? –preguntó el alguacil.
–Yo soy Eleuterio, el más grande cantor.
El aguacil al escuchar la respuesta tan segura del viajero, dijo:
–Señor, ya que no ha venido don Orestes, ¿puedes ser mi cantor en la Lamentación de esta noche?
Eleuterio, ni corto ni perezoso, respondió, arreglando la alforja que llevaba en su hombro.
–Claro, ¡cómo no!, y no te arrepentirás de haberme contratado.
Entonces, el alguacil, muy contento lo llevó a su casa y ordenó a los encargados de la fiesta que atendieran a Eleuterio como se atiende a un cantor.
Nuestro personaje que iba a Raján sin conocer a nadie, no sabiendo ni dónde alojarse, fue atendido con desayuno, almuerzo y cena en la casa del funcionario.
Después de la cena en casa del llavero hicieron los preparativos para ir a la iglesia. Las señoras, en la cocina, al limpiar las ollas comentaban que el cantor de jana barrio ya había llegado a la iglesia y estaba esperando a sus contendores; además decían que, esta vez la Lamentación sería buena porque confiaban en su cantor.
Eleuterio, sumamente preocupado, a pesar de su picardía e ingenio, no sabía cómo dar salida al problema en que él mismo se había comprometido. Lo peor, nunca había leído la Biblia y no sabía ni J de Lamentaciones. Las horas avanzaban, pues a las diez de la noche debería iniciar el contrapunto, ante la presencia de todo el pueblo congregado en la iglesia.
Ya cuando se veía perdido e iba declarar la verdad, le vino a la idea una salida sencilla y práctica. Mandó llamar al servicio y le dijo:
–Amigo, necesito aguardiente para afinar la garganta y la voz, y para este frío no hay como un aguardiente rajano.
Cuando ya salían todos con dirección a la iglesia, Eleuterio, nuevamente pidió al servicio que le invitara otra botellita de aguardiente para estar a tono y dejar empequeñecidos a los otros cantores.
El servicio, tratándose que el cantor lo solicitaba, atendió lo más rápido posible.
Pasado los minutos, nuestro personaje, sentado en el cuarto casi
oscuro, cantaba incoherencias, llamaba a grandes voces a uno y a otro usando nombres desconocidos, luego empezó a caminar trastabillando como si estuviera borracho y se tendió en el piso como un trapo, y a toda pregunta respondía con un «¡sí, sí!»
El alguacil reprendió severamente al servicio por su falta de tino, porque no era posible que un cantor asistiera a la iglesia luego de haber bebido aguardiente, y sobre todo en Semana Santa.
Al escuchar la manera como le regañaba al servicio, Eleuterio, con los ojos cerrados se reía tapándose la boca con las manos y gozaba de su ingenio.
Mientras discutían cómo remediar este enojoso problema, aprovechando un descuido de los dueños de casa, salió a la calle por la parte trasera del patio y desapareció misteriosamente.
El alguacil que nunca había estado en estos aprietos, conocedor de las costumbres del pueblo, tan solo con imaginarse que el lugar de la mesa, donde debería estar su cantor, estaría vacía, la sangre le hervía de cólera, pues la gente murmuraría y le descalificarían por su pésima gestión como autoridad; entonces, no dudó en ningún instante de remediar este imprevisto. Ingresó a su cuarto, se armó de valor y tomó la decisión que él sería el cantor. Se cubrió el cuerpo con el poncho de lana que últimamente había adquirido, se abrigó el cuello con la larga bufanda, cogió el libro de Lamentaciones e ingresó a la iglesia sin ser reconocido. Cuando le tocó su turno, afinó la voz e inició leer y cantar en latín sin entender ni él mismo lo que cantaba. Alargaba la voz y modulaba la melodía como condoliéndose por la muerte de un ser querido. Todos lo miraban y admiraban por la manera de compadecerse del muerto. Sus contrincantes, que tampoco sabían latín, pensaban haber encontrado a un gran maestro.
Apenas concluyó el acto religioso, salió rápidamente por la puerta lateral de la iglesia y desapareció.
La gente quedó muy satisfecha y querían conocer al cantor, y todos sugerían que los alguaciles deberían contratarlo para el próximo año.
Manuel Nieves Fabián
mnievesfabian@gmail.com
Nota:- fotografìas que acompañan este artìclo feron tomadas por el Sr. Daniel Robles Reyes