EL BAÑO PARA EL LIBERTADOR
Tradición conservada por el Ing. Julio Escobar Aguirre y relatada por su hijo Gustavo Escobar en 2010
A su llegada a esta ciudad, don Simón Bolívar fue alojado en Huarás en una amplia casona de la calle del Panteón, que partía del lado izquierdo de la Iglesia Matriz en dirección al barrio El Cercado. La vivienda pertenecía a la matrona huaracina doña Josefa Lombera y Loredo, suegra de don José Munari, primer alcalde de la Villa de Huarás nombrado por don Toribio de Luzuriaga en 1821.
La casa de doña Chepa era una típica casona huarasina. Un amplio zaguán daba acceso a un patio empedrado con pequeñas piedras negras y blancas ordenadas en bellas figuras geométricas; flores y enredaderas adornaban las columnas que sostenían el techo de breves corredores para refugiarse de la lluvia. El sector más amplio del corredor daba acceso a la señorial sala adornada con finos muebles de estilo renacentista, amplios espejos colgaban de las paredes y en medio de la sala destacaba una mesa tallada con un gran jarrón de Guadalajara encima, único en la ciudad que hablaba de la prosperidad económica de su propietaria. A un costado de la sala se ubicaba el amplio comedor, donde la mesa se hallaba permanentemente servida, con cubiertos y escudillas de plata para la merienda. Uno de los traspatios llevaba a los dormitorios y por otro se ingresaba a la cocina y al amplio corral donde se alojaba a las bestias de carga que diariamente abastecían a la casa con productos de su hacienda.
Doña Josefa Lombera y Loredo no se andaba con remilgos. La servidumbre de la casa, por más que fueran campesinas de Unchus, vestían zapatos de ponleví -con taco de madera- y basquiña de camelote- falda larga y negra de tela gruesa-. Los tápacos obligatoriamente debían espulgarse y estar bien bañados para no contagiar con piojos a los visitantes.
Según narra en sus memorias Hiram Haulding representante norteamericano que visitó a Bolívar en su segunda estancia en Huarás en junio del año siguiente, lo encontró alojado en la misma casa y le sorprendió sobremanera que doña Josefa haga cocinar siete platos para el almuerzo de son simón y su Estado Mayor. ¡Vaya si comían como pagados los libertadores! Y aquí entramos en el tema de esta tradición. Como todo lo que entra tiene que salir, menudo problema se presentó para el yerno de doña Chepa.
En esos tiempos, luego de almorzar, la gente hacía sus necesidades en el corral, en pequeños silos adecuados para la ocasión. Don José Munari se puso en la gran disyuntiva: el Libertador de la Gran Colombia, hijo predilecto de la fama ¿cómo iba a ocuparse en un triste silo pueblerino?
Mandó construir con el mejor carpintero de Huarás un sillón muy aparente con un orificio circular al medio. Este debía ir colocado sobre un silo nuevo que hizo abrir en el corral el bueno de don José. La idea de nuestro personaje era singular; el silo tenía que ser muy grande pues dentro de él debería caber un hombre, al cual habría de encargarle hacer un trabajo especial.
Dicen, no me consta, que en el Japón ahora los baños son inteligentes. Uno se ocupa y automáticamente el mismo baño te limpia las posaderas. ¡Oh gran invento! Algo parecido se le ocurrió a don José Munari, hombre claramente adelantado a su tiempo.
Encontró con el enorme sillón, más cercano a un trono que a un asiento de retrete. Hombre de mil batallas, acostumbrado a la dura militar, a Bolívar le pareció una exquisitez el detalle ofrecido por el anfitrión. Ya aliviado y cuando estaba por levantarse el Libertador siente que una manaza le pasa un trapo por medio de las nalgas. Sorprendido en extremo se levanta como un resorte ante tan inesperado ataque por retaguardia y volteándose asoma la cabeza para ver quien era aquello que le había topado, cuando nuevamente la manaza aquella le pasa el trapo maloliente por las narices.
Oficiales caraqueños pensaron que nuevamente se había atentado contra la vida del Libertador. Para ellos estaban frescos los intentos de asesinato que había sufrido por parte de traidores e infiltrados. Sacaron sables y pistoletas, rodearon la casa y sometieron a toda la servidumbre.
José Antonio Salazar Mejía
[email protected]
A su llegada a esta ciudad, don Simón Bolívar fue alojado en Huarás en una amplia casona de la calle del Panteón, que partía del lado izquierdo de la Iglesia Matriz en dirección al barrio El Cercado. La vivienda pertenecía a la matrona huaracina doña Josefa Lombera y Loredo, suegra de don José Munari, primer alcalde de la Villa de Huarás nombrado por don Toribio de Luzuriaga en 1821.
La casa de doña Chepa era una típica casona huarasina. Un amplio zaguán daba acceso a un patio empedrado con pequeñas piedras negras y blancas ordenadas en bellas figuras geométricas; flores y enredaderas adornaban las columnas que sostenían el techo de breves corredores para refugiarse de la lluvia. El sector más amplio del corredor daba acceso a la señorial sala adornada con finos muebles de estilo renacentista, amplios espejos colgaban de las paredes y en medio de la sala destacaba una mesa tallada con un gran jarrón de Guadalajara encima, único en la ciudad que hablaba de la prosperidad económica de su propietaria. A un costado de la sala se ubicaba el amplio comedor, donde la mesa se hallaba permanentemente servida, con cubiertos y escudillas de plata para la merienda. Uno de los traspatios llevaba a los dormitorios y por otro se ingresaba a la cocina y al amplio corral donde se alojaba a las bestias de carga que diariamente abastecían a la casa con productos de su hacienda.
Doña Josefa Lombera y Loredo no se andaba con remilgos. La servidumbre de la casa, por más que fueran campesinas de Unchus, vestían zapatos de ponleví -con taco de madera- y basquiña de camelote- falda larga y negra de tela gruesa-. Los tápacos obligatoriamente debían espulgarse y estar bien bañados para no contagiar con piojos a los visitantes.
Según narra en sus memorias Hiram Haulding representante norteamericano que visitó a Bolívar en su segunda estancia en Huarás en junio del año siguiente, lo encontró alojado en la misma casa y le sorprendió sobremanera que doña Josefa haga cocinar siete platos para el almuerzo de son simón y su Estado Mayor. ¡Vaya si comían como pagados los libertadores! Y aquí entramos en el tema de esta tradición. Como todo lo que entra tiene que salir, menudo problema se presentó para el yerno de doña Chepa.
En esos tiempos, luego de almorzar, la gente hacía sus necesidades en el corral, en pequeños silos adecuados para la ocasión. Don José Munari se puso en la gran disyuntiva: el Libertador de la Gran Colombia, hijo predilecto de la fama ¿cómo iba a ocuparse en un triste silo pueblerino?
Mandó construir con el mejor carpintero de Huarás un sillón muy aparente con un orificio circular al medio. Este debía ir colocado sobre un silo nuevo que hizo abrir en el corral el bueno de don José. La idea de nuestro personaje era singular; el silo tenía que ser muy grande pues dentro de él debería caber un hombre, al cual habría de encargarle hacer un trabajo especial.
Dicen, no me consta, que en el Japón ahora los baños son inteligentes. Uno se ocupa y automáticamente el mismo baño te limpia las posaderas. ¡Oh gran invento! Algo parecido se le ocurrió a don José Munari, hombre claramente adelantado a su tiempo.
- ¿Vuesamerced desea ocuparse? – preguntó con afectación al Libertador luego de un opíparo almuerzo cuando notó en él ciertos apuros-. Sígame por favor.
Encontró con el enorme sillón, más cercano a un trono que a un asiento de retrete. Hombre de mil batallas, acostumbrado a la dura militar, a Bolívar le pareció una exquisitez el detalle ofrecido por el anfitrión. Ya aliviado y cuando estaba por levantarse el Libertador siente que una manaza le pasa un trapo por medio de las nalgas. Sorprendido en extremo se levanta como un resorte ante tan inesperado ataque por retaguardia y volteándose asoma la cabeza para ver quien era aquello que le había topado, cuando nuevamente la manaza aquella le pasa el trapo maloliente por las narices.
- ¡Cáscaras…! – dijo el Libertador. – Aquí hay gato encerrado. Y llamando a voces a Sucre salió muy asustado del improvisado cobertizo.
Oficiales caraqueños pensaron que nuevamente se había atentado contra la vida del Libertador. Para ellos estaban frescos los intentos de asesinato que había sufrido por parte de traidores e infiltrados. Sacaron sables y pistoletas, rodearon la casa y sometieron a toda la servidumbre.
- ¡Con el poder de mi esforzado brazo, descubriré este entuerto! – Se dijo Antonio José de Sucre, que en ocasiones de peligro gustaba de parafrasear al Quijote. Valiente como el solo, se dirigió al cobertizo pica en mano y lo que vio lo dejó atónito.
José Antonio Salazar Mejía
[email protected]