Manuel L. nieves fabián
«TARZÁN», SU INCREIBLE HISTORIA
Eran días muy agitados donde los sentidos no descansaban ni de día ni de noche. De improviso resonaban las balas y parecían provenir de Puquio o Piquipampa. El corazón me saltaba y tenía la impresión que en cualquier momento tendría el cuerpo perforado por donde manaría abundante sangre. No sabíamos de qué frente provenían los ataques. Soldados o «terrucos», ambos tenían comportamientos similares, aunque los soldados eran mucho más crueles. Nosotros éramos los más perjudicados. Los unos nos acusaban por haber aceptado ser cabecillas o estar con ellos; mientras que los «terrucos» nos condenaban por haber recibido a los soldados, o por haberles dado posada o comida. Ambos nos exigían con el mismo rigor acabar a los unos o a los otros. Después de las incursiones no sabíamos con quién estábamos hablando. Ellos nos preguntaban para sonsacarnos si estábamos a favor de uno o de otro, pero nosotros éramos herméticos, apenas respondíamos con un sí o con un no.
Cuando los soldados irrumpían al pueblo, los cabecillas ordenaban que nos escondiéramos. En ese momento corríamos hacia las quebradas o a nuestras chacras para ocultarnos y camuflarnos. Yo no entendía por qué hacíamos esto si nada malo habíamos cometido. Antes nuestra vida era sosegada y holgada. Cuidábamos la casa o acompañábamos a nuestros amos en las labores diarias. Había paz, armonía y tranquilidad, aunque como es natural con contradicciones internas propias de la comunidad.
Aprovechando la fiesta del 5 de agosto, de la mamita Virgen de las Nieves, llegaron al pueblo unos hombres desconocidos, y yo sentía una corazonada que algo estaban tramando. Dibujaban en sus papeles la ubicación de los pueblos y preguntaban quiénes eran los pudientes y quiénes tenían armas.
Al poco tiempo, con unos palos debajo de sus ponchos que aparentaban ser fusiles, ingresaron violentamente al pueblo y nos obligaron asistir a una reunión en la plaza de armas. Uno de ellos que decía ser el jefe habló de temas políticos y con términos que nunca había escuchado. Insistía permanentemente que en adelante el saludo sería «¡Viva el marxismo, leninismo, maoísmo!», de lo contrario seríamos flagelados. Yo no entendía ni jota de lo que decían. Hablaban horas y horas a cerca del «poder popular», «la propiedad privada», «la toma del poder». La verdad estaba en la luna. Nos obligaban a que atendiéramos y si dormitábamos nos llegaban los coscorrones y los latigazos reventaban en nuestras nalgas. Yo que me daba la gran vida y dormitaba de día y de noche tenía que tener los ojos abiertos y redondos en medio de esa perorata inacabable. La reunión empezaba a las siete de la noche y terminaba a las cinco de la mañana. Mi cuerpo ya no soportaba ese suplicio tormentoso.
Una noche, cuando la tranquilidad reinaba en el pueblo, llegaron los «terrucos» e hicieron doblar las campanas para que chicos y grandes fuéramos a la asamblea. Como se trataba de estar despierto aunque no entendía nada de lo que decían, no quise ir, me hice el enfermo. Uno de ellos me encontró durmiendo, debajo del portón, cuidando la casa. Con los ojos soñolientos vi una figura negra que me amenazaba con un garrote. Al escuchar mis súplicas se sulfuraron y uno de ellos cogiéndome de las orejas me sacó a la calle y arrastrándome, derechito, me llevó a la gran reunión. Ya delante de todos me denunció. El jefe al escuchar la acusación se enojó y furioso gritó:
-¡A estos cabezas duras hay que enseñarles obedecer! -y ordenó-
-¡Rápenle, y bien pelado!En cuestión de minutos me dejaron tan pelado y aparecí flaco, encorvado, con las costillas casi transparentes. Así permanecí unos minutos delante de todas las miradas. Nadie se atrevió a reír, por el contrario, solemnes y como unos autómatas me miraban con sus ojos fijos. El frío me llegaba por todo el cuerpo y tiritando fui a juntarme con los demás; en eso escuché las palabras del que decía ser el jefe:
-En mi visita anterior les enseñé el saludo revolucionario y parece que se han olvidado. ¡Haber tú, adelante!
Y estirando el brazo invitó pasar al frente al más anciano, luego preguntó con la voz tronante:
-¡Cómo saluda un revolucionario!
El anciano y también nosotros no recordábamos las palabras que había repetido insistentemente en sus arengas anteriores.
Temblando de miedo, titubeando, el anciano hacía mil esfuerzos por recordar algunas palabras parecidas.
Ante la demora, el jefe aún más rabioso repitió:
-¡Cuáles son las palabras del saludo revolucionario!
El anciano tartamudeando contestó:
-¡Viva el arpismo, guitarrismo y vilinismooooo!
-¡Animal! ¡No es así! Se dice: ¡Viva el marxismo, leninismo, maoismoooo! Por no haber aprendido –ordenó- ¡Castíguenlo!
El anciano, en medio de protestas mudas y un tanto airadas, recibió diez fortísimos latigazos en el trasero.
Seguidamente el jefe empezó a hablar de la explotación, de clases sociales, del cambio de la tortilla... Los niños, jóvenes, adultos, ancianos y nosotros que éramos un buen número, escuchábamos en absoluto silencio. No se nos estaba permitido ni ladrar. Antes de la llegada de ellos, apenas escuchábamos alguna bulla en la calle o si alguien tocaba la puerta salíamos corriendo a acabar con los intrusos, ahora, dóciles, amenazado por las armas y los castigos, aunque no me gustaba, tenía que aparentar que estaba escuchándolos.
En aquella ocasión, luego del castigo al anciano y la introducción a su charla nos trasladó al auditorio de la escuela. En la puerta de entrada al patio dejaron a dos cuidadores. Serían las dos de la mañana, cuando uno de los vigilantes irrumpió violentamente gritando:
-¡Peligro!, ¡Peligro!, ¡Dos desconocidos se acercan protegidos por las sombras!
Ellos, que en total eran ocho, salieron precipitadamente con sus armas en la mano pensando que era una emboscada enemiga. Efectivamente, vieron las dos siluetas que se dirigían a la escuela. En ese instante escuchamos ocho estampidos de bala que salieron desde sus escondites. Las dos siluetas se desplomaron sin ofrecer resistencia. Cuando uno de los «terrucos» se aproximó con bastante precaución, comprobó que los muertos eran sus amigos que llegaban desde Llaclla para reforzar en su proceso de incursión a otros pueblos. Los hombres murieron desangrándose. En ese momento cargaron a sus muertos y se llevaron a enterrar no sé a dónde.
En todos los pueblos a donde llegaban formaban los Comités Populares que les servían de bases de apoyo para sus acciones de violencia así como para ser soporte de los llamados «ajusticiamientos» en una «asamblea popular» después del llamado «juicio popular».
Sembraron el terror y el pánico. Ya no se podía vivir con tranquilidad. Tanto los «terrucos» como los soldados eran sanguinarios.
A diario nos llegaban noticias de las acciones terroristas:
En Llaclla asesinaron a Soledad Cotrina acusándolo de «haber dado posada a un desconocido», y a su hijo por haber salido en defensa de su madre. Dieron muerte al ingeniero Andrés Ayala de la Micro Región. En otra incursión los soldados detuvieron a Esaú, Nilton y Saturnino, fueron acusados de terroristas y sus cuerpos nunca fueron hallados. Las gentes decían que los habían llevado hasta Puka-rumi, allí les hicieron cavar su sepultura y los asesinaron. También fue detenido, torturado y encarcelado Juliano Ramírez; posteriormente secuestraron y asesinaron a Raúl y desaparecieron a Timoteo Moreno.
En Corpanqui los terroristas asesinaron a Florencio Laurente, enfermero de la posta médica, acusándole de delator. Detuvieron, torturaron y ejecutaron a Eufracio Mallqui; torturaron a Domitila Castillo y luego de torturar desaparecieron a Floro Sotelo. En Carhuajara torturaron a Fidencio Alvarado y Floriberta Espíritu.
Canis fue uno de los 465 pueblos que llegó a ser comité popular abierto y el más avanzado de todos. Secuestraron y desaparecieron a Gualberto Tara, comerciante llegado al pueblo. Reclutaron e incorporaron a sus filas a los hermanos Armando y Teófilo. En Pacocha asesinaron a Régulo Herrera, secuestraron, torturaron y violaron una mujer.
En Cajamarquilla asesinaron a Alicia Padilla, Juan Huamán, Julio Aldave y Noelia Padilla y torturaron a Eduardo Bazán.
En Ticllos detuvieron y torturaron a Saturnino Rojas, Augusto Huertas y Pedro Durán. Asesinaron a Edilberto Flores.
Otro día, llegaron unos hombres uniformados de soldados. Para aquella vez ya ellos habían formado sus Comités Populares con sus respectivos cabecillas. Los líderes aunque no hablaban como ellos tenían autoridad. Todos le obedecíamos. Si nos negábamos nos denunciaba en una asamblea y los castigos eran tan terribles desde los azotes hasta la pena de muerte. En esas épocas la vida no valía nada, se moría como perro, aunque para mí era igual; sin embargo tenía que vivir para contar esta historia. Aquella vez los uniformados no eran soldados, eran los mismos «terrucos» que se hacían pasar por soldados. Nos reunieron en la plaza de armas para llevar a cabo el llamado «ajusticiamiento». En secreto habían denunciado a don Serafín, acusándolo de mandamás. Los jefes ordenaron que subiera al escenario o lugar de suplicios. Como no estaba en la plaza fueron a su casa, y a empujones y arrastrándolo lo condujeron hasta la presencia del «tribunal». El sentenciador le acusaba de mandamás del pueblo, de haber abusado a las mujeres casadas. Nadie se atrevió salir en su defensa. Nosotros no podíamos ni aullar, mirábamos nomás. Con las manos mancornadas lo llevaron a la quebrada de Sucsash para aniquilarlo. Cuando le iban a dar el último puntillazo, uno de los jefes locales suplicó que suspendieran el ajusticiamiento porque las acusaciones no tenían fundamentos de peso. Escucharon con calma la defensa y al no encontrar más acusaciones le perdonaron la vida, pero lo golpearon y lo dejaron semimuerto. Apenas revivió, casi huyendo salió del pueblo para nunca más volver.
Desde que abrí los ojos para ver este mundo a mí me llamaban Tarzán posiblemente porque desde cachorro tuve una gran fortaleza. Así pequeñito era trejo y me enfrentaba con inmensos rivales de colmillos tarasqueadores. Al llegar a mi adultez no tenía rival. Todos me conocían en el pueblo y me había ganado el respeto por mi valentía. Recorría desde Pagaykucho hasta Nukaykucho, mis barrios preferidos, y al encontrarme con las buenasmozas procreé hijos en la Azucena, en la Cariñosa, en la Mafalda, en la Guapetona, en fin. Nacieron muchos cachorritos y qué bien se parecían a mí. El pecho casi color canela y la espalda completamente negra. Eran fuertes y bravos como yo; pero no eran iguales porque desconocían mis secretos. Cuando me enfrentaba al rival, para bajarle la moral me encrespaba, le miraba con fiereza a sus ojos tratando de dominarlo, les mostraba mis colmillos fuertes y poderosos y aparentaba abalanzarme ante el rival. Con estos recursos los desarmaba en cuestión de segundos. Humillados, enroscaban la cola entre las piernas y se iban.
Seguramente por mi fortaleza los jefes «terrucos» me echaron el ojo y me obligaron acompañarles. Acepté sin querer. No podía negarles porque mi vida corría peligro. Aunque no entendiendo en qué problema me estaba metiendo, ya estaba involucrado. A mí me enviaban por delante como a carne de cañón. Después de muchas proezas mis nuevos amos ya no me llamaban Tarzán, sino Sargento. Ahí comprendí que no era mi nombre, sino que me habían ascendido de grado a sargento sin haber sido soldado ni cabo. Ellos prometieron ascenderme de grado de acuerdo a mi desempeño. A mí para qué me servían los grados, pude haber sido comandante, coronel, pero para qué, a fin de cuentas me era igual. Con mi nuevo grado las tareas y responsabilidades aumentaron. Tenía que estar junto a ellos para cuidarles el pellejo. Es cierto que me daban comida cuando había, pero cada vez más me juagaba la vida. Yo era ojos y oídos. En nuestras incursiones a los pueblos yo era el primero en recorrer las calles. Si encontraba en calma y fuera de peligro daba aviso, entonces el grueso de combatientes ingresaba al pueblo, juntaban a la gente y empezaban las charlas que ya me lo sabía de memoria.
Así como me captaron a mí también habían hecho con una chiquilla de doce años aproximadamente. Le habían obligado que aprendiera las citas y las frases del marxismo, y ella qué bien hablaba como declamando, sorprendiendo a los presentes. Cuando un día le pregunté qué es lo que había dicho, ni ella misma lo entendía.
Los humanos dicen que nosotros no pensamos ni sentimos porque somos animales. Tienen el mismo razonamiento de la época del esclavismo donde el esclavo ya no era ni animal, era cualquier cosa. Ellos se diferencian de nosotros porque tienen el cerebro desarrollado a través de los siglos. Nosotros también vamos por ese camino. Nuestros cerebros ya no son lo de antes. Hoy, ya «pensamos y razonamos» aunque ustedes no lo crean. Lo que nos falta es hablar; pero sí nos intercomunicamos con todos los seres vivos. Nosotros podemos comunicarnos con los otros animales, con las plantas, con las aves y con los humanos es mucho más fácil. Usamos el lenguaje. Los humanos se hacen grandes problemas discutiendo sobre nosotros, si pensamos o no pensamos, si sentimos o no sentimos. Yo les pregunto: ¿Por qué hay perros policías?, ¿por qué hay perros salvavidas?, ¿por qué hay perros lazarillos?, ¿por qué hay perros artistas?, y puedo seguir enumerando las cosas que hacemos. Solo en tu caso, y te tuteo porque seguramente después de leer estas líneas te aprestarás a reprocharme ¿quién cuida tu casa?, ¿quién es tu amigo fiel?, ¿quién vela tus noches mientras tú duermes? ¿Acaso no es tu perro? Si nos llamas por nuestro nombre no esperamos ni un segundo para estar a tu lado. Si nos ordenas hacer algo cumplimos sin dudas ni murmuraciones. Si nos castigas no te odiamos, si nos torturas reaccionamos aullando porque nos duele. Hacemos lo que los humanos no hacen. Quizá te rías, pero es cierto. Nuestros olfatos son mucho más desarrollados que la de ustedes. Sí o no. Ñatos u hocicones tenemos las mismas cualidades.
Cuando dormíamos plácidamente nos hicieron despertar y nos dieron la noticia que el pueblo estaba tomado. Los soldados controlaban, hasta los caminos estaban cercados. Ya no había escapatoria. Cuando llegué a la reunión los cabecillas locales no estaban. No sé cómo habrán hecho para desaparecer. La mayoría de los asistentes eran mujeres. Como no estaban lo que ellos buscaban, no sé por qué razones la cogieron por las trenzas a doña Aureliana y empezaron a golpearla para que declarara dónde estaban escondidas las armas. Como no contestaba la azotaron y a empujones la llevaron hasta el aguado de Tecllo, allí, cogiéndola por la cabeza la sumergieron al pozo. La mujer se ahogaba y en su desesperación solo sacudía sus brazos como si fueran alas pidiendo auxilio. Fueron minutos interminables de terror. Ellos querían que hablara para saber dónde estaban los cabecillas y dónde tenían escondidas las armas. Al no arrancarle ni una sola palabra, así semimuerta la dejaron tendida en el piso para continuar indagando. Yo estaba muy cerca de ella, era invisible para ellos y nada podía hacer a pesar de ser sargento.
El soldado que mandaba era un desalmado. En su desesperación cogía a una y a otra mujer, amenazándola con cortarle la lengua, hasta que una de ellas dio la pista. La llevaron por delante y llegaron hasta Yauripampa y debajo de un inmenso álamo encontraron tres modernas ametralladoras. Con el trofeo en sus manos pasaron para Carhuajara, sin antes haber ordenado a la comunidad que sacrificaran una res para dar de comer a sus soldados.
Otro día, cuando ni cantaba el gallo ingresaron al pueblo un grupo de 12 «terrucos» armados hasta los dientes. A esa hora hicieron repicar las campanas y la gente se reunió en la plaza de armas. Esa madrugada no hubo las acostumbradas charlas. Como era sargento me dieron la tarea de conformar un pelotón. Junto con el Jefe local llamado Floreslindo, un tanto pequeño, de ojos rasgados, penetrantes y sumamente renegón, formamos un ejército de hombres y mujeres armados con palos y machetes. Sin perder el tiempo salimos con dirección a Llipa y llegamos antes que amanezca. La gente sorprendida no sabía qué hacer. Los reunimos en la plaza y uno de los jefes pronunció su acostumbrado discurso y para reforzar lo que había dicho le cedió la palabra a una pequeña lideresa, recuerdo que se llamaba Rubiela. Ella con su voz menuda arengaba a la población, y entre otras cosas repetía «acabar con la explotación». Yo me alegraba y me sentía más contento porque pensaba que acabaría la explotación de mis antiguos amos y de mis amos actuales, y me sentía líder de ese movimiento. Algún día llegaría la libertad para toda nuestra especie.
A la mañana siguiente pasábamos del centenar de combatientes armados con palos y machetes. Tan igual como la noche anterior incursionamos al pueblo de Huanri. La gente nos miraba con temor; sin embargo fueron reclutados. Ese ejército tenía la misión de hacer un largo viaje y atacar por sorpresa a las fuerzas reaccionarias acantonadas cerca de Paramonga, en el norte chico. Por el camino, organizados en cuatro batallones avanzamos ordenadamente. Los más osados eran los jovencitos, quienes estaban ansiosos de acabar con el enemigo a punta de balazos y machetazos. Al rayar el alba llegamos a Aynaca, un pueblito cerca de Oyón. Reunimos a la gente para nuestra acostumbrada arenga. Dejamos a los vigilantes fuera de la población para cuidar y dar aviso ante cualquier peligro. En plena charla, repentinamente, fuimos atacados desde los cuatro costados del pueblo. Salimos a repeler con las ametralladoras vomitando fuego, pero un helicóptero artillado volaba sobre nuestras cabezas sembrando la muerte. Las balas silbaban en medio de un ruido infernal. Fueron minutos de carnicería. Yo, ya no tenía escapatoria. Ambas bocacalles estaban llenas de soldados. Lo que hice fue arrojarme en un rincón de la calle y desde allí pude ver cómo nuestra gente moría. Unos arrojando abundante sangre, otros agonizaban arrastrándose por las calles. Fue una derrota catastrófica. Espantados, los sobrevivientes huimos como pudimos del lugar y sin descansar, después de tres meses, perdidos entre los andes, llegamos a nuestro pueblo. Al hacer el conteo muchos jóvenes ya no estaban con nosotros. Las mamás desesperadas lloraban por la pérdida de sus hijos y no comprendían el porqué de esta tragedia.
Desde aquella vez los jefes dejaron de visitar al pueblo no sabemos por qué razones. Quizá porque los combatientes fueron derrotados, aniquilados o porque ellos murieron en aquella confrontación. Nunca supimos la cantidad de muertos en esa refriega.
Los soldados del ejército y la marina averiguaron que nuestro pueblo era una de las bases de apoyo y prepararon la incursión. La gente ya no dormía en sus casas. Las cuevas de los peñascos y los campos eran los lugares donde pernoctábamos. Si escuchábamos los sonidos de los helicópteros huíamos del pueblo en cuestión de segundos para escondernos en nuestros refugios. Fueron meses muy difíciles.
A través del servicio de inteligencia ubicaron a los cabecillas o líderes locales. Le hicieron el seguimiento, y una buena madrugada les cayeron a los cuatro cabecillas, tres de ellos fueron apresados y uno de ellos que había advertido el peligro, cuando las ráfagas de las carabinas sonaban en sus oídos, cerrando los ojos, haciendo zigzags ingresó a toda velocidad a la quebrada y no paró hasta llegar al río Grande y de allí, hasta Lima. Los tres cabecillas fueron conducidos a Huaraz, allí fueron procesados y sentenciados a largos años de prisión.
La reconstrucción de la vida comunal fue muy lenta. Yo volví a la casa de mis antiguos amos quienes me recibieron con el mismo amor de siempre. Y volvió la bulla de los niños en la escuela. En las horas de recreo redoblaban las tarolas y sonaban las cornetas. El profesor los dejaba tocar para que aprendieran porque ya se aproximaba las Fiestas Patrias. De tanto redoblar se rompieron los cueros de los redoblantes, entonces indagaron el precio y costaba muy caro. Inicialmente pensaron reemplazar con los cueros de carneros. Los procesaban durante una semana enterrándolo en un pozo con agua salada para sacar hasta la última fibra de lana. Es cierto que el cuero salía blanquísimo y era tan parecido a los que vendían en las tiendas pero eran muy débiles, se rompían en dos o tres días; entonces idearon reemplazarlos con cueros de perros; allí sí el cuerpo se me escarapeló. Los perros morían ahorcados. Estos niños eran peores que los «terrucos» y soldados. En el transcurso de una semana los redoblantes ya sonaban y los sonidos eran mejores que los originales vendidos en las tiendas. Allí vi morir a Sandor, a Leal, a Lunático, a Jóker, a Blúmer, a Lucifer, a Como tú, en fin. Eran sacrificados para servir a la patria en el desfile del 28 de julio.
Una mañana sentí una punzada en el corazón y pensé que ya me tocaba el turno. Efectivamente, de sorpresa me echaron lazo por el cuello y me arrastraron hasta Raqramanzana, allí había un inmenso molle que era el lugar de los suplicios. No respetaron ni mi grado de sargento y me colgaron. No fue tan fácil despedirme de este mundo. Mi suplicio duró horas porque era un inmenso animal y sumamente gordo.
Cuando expiré mi almita salió volando. Aunque mis verdugos no me veían contemplé cómo mi cuerpo era despellejado y mi carne era tan parecida a la de un cordero. Uno de los muchachos que dirigía el pelotón de aniquilamiento ideó cortar mis dos piernas para obsequiarlo a Flavio a fin de que llevara a su casa e hiciera un buen caldo. Él era un jovencito con retardo mental, pues gustoso recibió y se fue por la calle con las dos inmensas piernas sobre sus hombros.
Doña Crisólida que vio la apetitosa presa se acercó al jovencito y le ofreció un manojo de plátanos a cambio de las dos piernas. Flavio se negó y dijo que llevaría a su casa y que la carne era destinada para su mamá. Una vez más tentó Crisólida y mostrándole los plátanos y una porción de panes le propuso nuevamente el trueque. El joven aceptó porque los plátanos y los panes estaban en sus manos. La mujer ya en casa preparó el apetitoso caldo, cuyas presas hervían en medio de la grasa.
Don Federico al llegar a casa sumamente cansado, agobiado por el trabajo de la jornada diaria, desde la puerta percibió el olor a caldo y al ver que la carne hervía en medio de la olla, preguntó a su mujer:
-¿Borrega de quién ha muerto?
Ella calló, luego un tanto molesta respondió:
-No importa borrega de quién haya muerto, toma tu caldo.
Y se sentaron sobre sus bancos, juntamente con sus hijos para cenar. La carne en medio del plato llamaba a darle un mordisco y el caldo humeaba arrojando su apetitoso sabor. Plato tras plato fueron consumidos hasta dejar la olla vacía.
Jamás me imaginé que hasta de muerto continuaría haciendo historia. En vida hice lo que pude hasta alcanzar el grado de sargento en las horas más difíciles del pueblo, ahora, mi piel, mi cuero curtido a través de los años sonaba tan claro en el redoblante más grande de la escuela haciendo marchar a los niños en Fiestas Patrias.
Después de todo, a pesar de mi trágica muerte, me alegro de haber servido de alimento a toda una familia y así pasar a la posteridad para ser recordado a través de generaciones.
Manuel L. Nieves Fabián
[email protected]
Cuando los soldados irrumpían al pueblo, los cabecillas ordenaban que nos escondiéramos. En ese momento corríamos hacia las quebradas o a nuestras chacras para ocultarnos y camuflarnos. Yo no entendía por qué hacíamos esto si nada malo habíamos cometido. Antes nuestra vida era sosegada y holgada. Cuidábamos la casa o acompañábamos a nuestros amos en las labores diarias. Había paz, armonía y tranquilidad, aunque como es natural con contradicciones internas propias de la comunidad.
Aprovechando la fiesta del 5 de agosto, de la mamita Virgen de las Nieves, llegaron al pueblo unos hombres desconocidos, y yo sentía una corazonada que algo estaban tramando. Dibujaban en sus papeles la ubicación de los pueblos y preguntaban quiénes eran los pudientes y quiénes tenían armas.
Al poco tiempo, con unos palos debajo de sus ponchos que aparentaban ser fusiles, ingresaron violentamente al pueblo y nos obligaron asistir a una reunión en la plaza de armas. Uno de ellos que decía ser el jefe habló de temas políticos y con términos que nunca había escuchado. Insistía permanentemente que en adelante el saludo sería «¡Viva el marxismo, leninismo, maoísmo!», de lo contrario seríamos flagelados. Yo no entendía ni jota de lo que decían. Hablaban horas y horas a cerca del «poder popular», «la propiedad privada», «la toma del poder». La verdad estaba en la luna. Nos obligaban a que atendiéramos y si dormitábamos nos llegaban los coscorrones y los latigazos reventaban en nuestras nalgas. Yo que me daba la gran vida y dormitaba de día y de noche tenía que tener los ojos abiertos y redondos en medio de esa perorata inacabable. La reunión empezaba a las siete de la noche y terminaba a las cinco de la mañana. Mi cuerpo ya no soportaba ese suplicio tormentoso.
Una noche, cuando la tranquilidad reinaba en el pueblo, llegaron los «terrucos» e hicieron doblar las campanas para que chicos y grandes fuéramos a la asamblea. Como se trataba de estar despierto aunque no entendía nada de lo que decían, no quise ir, me hice el enfermo. Uno de ellos me encontró durmiendo, debajo del portón, cuidando la casa. Con los ojos soñolientos vi una figura negra que me amenazaba con un garrote. Al escuchar mis súplicas se sulfuraron y uno de ellos cogiéndome de las orejas me sacó a la calle y arrastrándome, derechito, me llevó a la gran reunión. Ya delante de todos me denunció. El jefe al escuchar la acusación se enojó y furioso gritó:
-¡A estos cabezas duras hay que enseñarles obedecer! -y ordenó-
-¡Rápenle, y bien pelado!En cuestión de minutos me dejaron tan pelado y aparecí flaco, encorvado, con las costillas casi transparentes. Así permanecí unos minutos delante de todas las miradas. Nadie se atrevió a reír, por el contrario, solemnes y como unos autómatas me miraban con sus ojos fijos. El frío me llegaba por todo el cuerpo y tiritando fui a juntarme con los demás; en eso escuché las palabras del que decía ser el jefe:
-En mi visita anterior les enseñé el saludo revolucionario y parece que se han olvidado. ¡Haber tú, adelante!
Y estirando el brazo invitó pasar al frente al más anciano, luego preguntó con la voz tronante:
-¡Cómo saluda un revolucionario!
El anciano y también nosotros no recordábamos las palabras que había repetido insistentemente en sus arengas anteriores.
Temblando de miedo, titubeando, el anciano hacía mil esfuerzos por recordar algunas palabras parecidas.
Ante la demora, el jefe aún más rabioso repitió:
-¡Cuáles son las palabras del saludo revolucionario!
El anciano tartamudeando contestó:
-¡Viva el arpismo, guitarrismo y vilinismooooo!
-¡Animal! ¡No es así! Se dice: ¡Viva el marxismo, leninismo, maoismoooo! Por no haber aprendido –ordenó- ¡Castíguenlo!
El anciano, en medio de protestas mudas y un tanto airadas, recibió diez fortísimos latigazos en el trasero.
Seguidamente el jefe empezó a hablar de la explotación, de clases sociales, del cambio de la tortilla... Los niños, jóvenes, adultos, ancianos y nosotros que éramos un buen número, escuchábamos en absoluto silencio. No se nos estaba permitido ni ladrar. Antes de la llegada de ellos, apenas escuchábamos alguna bulla en la calle o si alguien tocaba la puerta salíamos corriendo a acabar con los intrusos, ahora, dóciles, amenazado por las armas y los castigos, aunque no me gustaba, tenía que aparentar que estaba escuchándolos.
En aquella ocasión, luego del castigo al anciano y la introducción a su charla nos trasladó al auditorio de la escuela. En la puerta de entrada al patio dejaron a dos cuidadores. Serían las dos de la mañana, cuando uno de los vigilantes irrumpió violentamente gritando:
-¡Peligro!, ¡Peligro!, ¡Dos desconocidos se acercan protegidos por las sombras!
Ellos, que en total eran ocho, salieron precipitadamente con sus armas en la mano pensando que era una emboscada enemiga. Efectivamente, vieron las dos siluetas que se dirigían a la escuela. En ese instante escuchamos ocho estampidos de bala que salieron desde sus escondites. Las dos siluetas se desplomaron sin ofrecer resistencia. Cuando uno de los «terrucos» se aproximó con bastante precaución, comprobó que los muertos eran sus amigos que llegaban desde Llaclla para reforzar en su proceso de incursión a otros pueblos. Los hombres murieron desangrándose. En ese momento cargaron a sus muertos y se llevaron a enterrar no sé a dónde.
En todos los pueblos a donde llegaban formaban los Comités Populares que les servían de bases de apoyo para sus acciones de violencia así como para ser soporte de los llamados «ajusticiamientos» en una «asamblea popular» después del llamado «juicio popular».
Sembraron el terror y el pánico. Ya no se podía vivir con tranquilidad. Tanto los «terrucos» como los soldados eran sanguinarios.
A diario nos llegaban noticias de las acciones terroristas:
En Llaclla asesinaron a Soledad Cotrina acusándolo de «haber dado posada a un desconocido», y a su hijo por haber salido en defensa de su madre. Dieron muerte al ingeniero Andrés Ayala de la Micro Región. En otra incursión los soldados detuvieron a Esaú, Nilton y Saturnino, fueron acusados de terroristas y sus cuerpos nunca fueron hallados. Las gentes decían que los habían llevado hasta Puka-rumi, allí les hicieron cavar su sepultura y los asesinaron. También fue detenido, torturado y encarcelado Juliano Ramírez; posteriormente secuestraron y asesinaron a Raúl y desaparecieron a Timoteo Moreno.
En Corpanqui los terroristas asesinaron a Florencio Laurente, enfermero de la posta médica, acusándole de delator. Detuvieron, torturaron y ejecutaron a Eufracio Mallqui; torturaron a Domitila Castillo y luego de torturar desaparecieron a Floro Sotelo. En Carhuajara torturaron a Fidencio Alvarado y Floriberta Espíritu.
Canis fue uno de los 465 pueblos que llegó a ser comité popular abierto y el más avanzado de todos. Secuestraron y desaparecieron a Gualberto Tara, comerciante llegado al pueblo. Reclutaron e incorporaron a sus filas a los hermanos Armando y Teófilo. En Pacocha asesinaron a Régulo Herrera, secuestraron, torturaron y violaron una mujer.
En Cajamarquilla asesinaron a Alicia Padilla, Juan Huamán, Julio Aldave y Noelia Padilla y torturaron a Eduardo Bazán.
En Ticllos detuvieron y torturaron a Saturnino Rojas, Augusto Huertas y Pedro Durán. Asesinaron a Edilberto Flores.
Otro día, llegaron unos hombres uniformados de soldados. Para aquella vez ya ellos habían formado sus Comités Populares con sus respectivos cabecillas. Los líderes aunque no hablaban como ellos tenían autoridad. Todos le obedecíamos. Si nos negábamos nos denunciaba en una asamblea y los castigos eran tan terribles desde los azotes hasta la pena de muerte. En esas épocas la vida no valía nada, se moría como perro, aunque para mí era igual; sin embargo tenía que vivir para contar esta historia. Aquella vez los uniformados no eran soldados, eran los mismos «terrucos» que se hacían pasar por soldados. Nos reunieron en la plaza de armas para llevar a cabo el llamado «ajusticiamiento». En secreto habían denunciado a don Serafín, acusándolo de mandamás. Los jefes ordenaron que subiera al escenario o lugar de suplicios. Como no estaba en la plaza fueron a su casa, y a empujones y arrastrándolo lo condujeron hasta la presencia del «tribunal». El sentenciador le acusaba de mandamás del pueblo, de haber abusado a las mujeres casadas. Nadie se atrevió salir en su defensa. Nosotros no podíamos ni aullar, mirábamos nomás. Con las manos mancornadas lo llevaron a la quebrada de Sucsash para aniquilarlo. Cuando le iban a dar el último puntillazo, uno de los jefes locales suplicó que suspendieran el ajusticiamiento porque las acusaciones no tenían fundamentos de peso. Escucharon con calma la defensa y al no encontrar más acusaciones le perdonaron la vida, pero lo golpearon y lo dejaron semimuerto. Apenas revivió, casi huyendo salió del pueblo para nunca más volver.
Desde que abrí los ojos para ver este mundo a mí me llamaban Tarzán posiblemente porque desde cachorro tuve una gran fortaleza. Así pequeñito era trejo y me enfrentaba con inmensos rivales de colmillos tarasqueadores. Al llegar a mi adultez no tenía rival. Todos me conocían en el pueblo y me había ganado el respeto por mi valentía. Recorría desde Pagaykucho hasta Nukaykucho, mis barrios preferidos, y al encontrarme con las buenasmozas procreé hijos en la Azucena, en la Cariñosa, en la Mafalda, en la Guapetona, en fin. Nacieron muchos cachorritos y qué bien se parecían a mí. El pecho casi color canela y la espalda completamente negra. Eran fuertes y bravos como yo; pero no eran iguales porque desconocían mis secretos. Cuando me enfrentaba al rival, para bajarle la moral me encrespaba, le miraba con fiereza a sus ojos tratando de dominarlo, les mostraba mis colmillos fuertes y poderosos y aparentaba abalanzarme ante el rival. Con estos recursos los desarmaba en cuestión de segundos. Humillados, enroscaban la cola entre las piernas y se iban.
Seguramente por mi fortaleza los jefes «terrucos» me echaron el ojo y me obligaron acompañarles. Acepté sin querer. No podía negarles porque mi vida corría peligro. Aunque no entendiendo en qué problema me estaba metiendo, ya estaba involucrado. A mí me enviaban por delante como a carne de cañón. Después de muchas proezas mis nuevos amos ya no me llamaban Tarzán, sino Sargento. Ahí comprendí que no era mi nombre, sino que me habían ascendido de grado a sargento sin haber sido soldado ni cabo. Ellos prometieron ascenderme de grado de acuerdo a mi desempeño. A mí para qué me servían los grados, pude haber sido comandante, coronel, pero para qué, a fin de cuentas me era igual. Con mi nuevo grado las tareas y responsabilidades aumentaron. Tenía que estar junto a ellos para cuidarles el pellejo. Es cierto que me daban comida cuando había, pero cada vez más me juagaba la vida. Yo era ojos y oídos. En nuestras incursiones a los pueblos yo era el primero en recorrer las calles. Si encontraba en calma y fuera de peligro daba aviso, entonces el grueso de combatientes ingresaba al pueblo, juntaban a la gente y empezaban las charlas que ya me lo sabía de memoria.
Así como me captaron a mí también habían hecho con una chiquilla de doce años aproximadamente. Le habían obligado que aprendiera las citas y las frases del marxismo, y ella qué bien hablaba como declamando, sorprendiendo a los presentes. Cuando un día le pregunté qué es lo que había dicho, ni ella misma lo entendía.
Los humanos dicen que nosotros no pensamos ni sentimos porque somos animales. Tienen el mismo razonamiento de la época del esclavismo donde el esclavo ya no era ni animal, era cualquier cosa. Ellos se diferencian de nosotros porque tienen el cerebro desarrollado a través de los siglos. Nosotros también vamos por ese camino. Nuestros cerebros ya no son lo de antes. Hoy, ya «pensamos y razonamos» aunque ustedes no lo crean. Lo que nos falta es hablar; pero sí nos intercomunicamos con todos los seres vivos. Nosotros podemos comunicarnos con los otros animales, con las plantas, con las aves y con los humanos es mucho más fácil. Usamos el lenguaje. Los humanos se hacen grandes problemas discutiendo sobre nosotros, si pensamos o no pensamos, si sentimos o no sentimos. Yo les pregunto: ¿Por qué hay perros policías?, ¿por qué hay perros salvavidas?, ¿por qué hay perros lazarillos?, ¿por qué hay perros artistas?, y puedo seguir enumerando las cosas que hacemos. Solo en tu caso, y te tuteo porque seguramente después de leer estas líneas te aprestarás a reprocharme ¿quién cuida tu casa?, ¿quién es tu amigo fiel?, ¿quién vela tus noches mientras tú duermes? ¿Acaso no es tu perro? Si nos llamas por nuestro nombre no esperamos ni un segundo para estar a tu lado. Si nos ordenas hacer algo cumplimos sin dudas ni murmuraciones. Si nos castigas no te odiamos, si nos torturas reaccionamos aullando porque nos duele. Hacemos lo que los humanos no hacen. Quizá te rías, pero es cierto. Nuestros olfatos son mucho más desarrollados que la de ustedes. Sí o no. Ñatos u hocicones tenemos las mismas cualidades.
Cuando dormíamos plácidamente nos hicieron despertar y nos dieron la noticia que el pueblo estaba tomado. Los soldados controlaban, hasta los caminos estaban cercados. Ya no había escapatoria. Cuando llegué a la reunión los cabecillas locales no estaban. No sé cómo habrán hecho para desaparecer. La mayoría de los asistentes eran mujeres. Como no estaban lo que ellos buscaban, no sé por qué razones la cogieron por las trenzas a doña Aureliana y empezaron a golpearla para que declarara dónde estaban escondidas las armas. Como no contestaba la azotaron y a empujones la llevaron hasta el aguado de Tecllo, allí, cogiéndola por la cabeza la sumergieron al pozo. La mujer se ahogaba y en su desesperación solo sacudía sus brazos como si fueran alas pidiendo auxilio. Fueron minutos interminables de terror. Ellos querían que hablara para saber dónde estaban los cabecillas y dónde tenían escondidas las armas. Al no arrancarle ni una sola palabra, así semimuerta la dejaron tendida en el piso para continuar indagando. Yo estaba muy cerca de ella, era invisible para ellos y nada podía hacer a pesar de ser sargento.
El soldado que mandaba era un desalmado. En su desesperación cogía a una y a otra mujer, amenazándola con cortarle la lengua, hasta que una de ellas dio la pista. La llevaron por delante y llegaron hasta Yauripampa y debajo de un inmenso álamo encontraron tres modernas ametralladoras. Con el trofeo en sus manos pasaron para Carhuajara, sin antes haber ordenado a la comunidad que sacrificaran una res para dar de comer a sus soldados.
Otro día, cuando ni cantaba el gallo ingresaron al pueblo un grupo de 12 «terrucos» armados hasta los dientes. A esa hora hicieron repicar las campanas y la gente se reunió en la plaza de armas. Esa madrugada no hubo las acostumbradas charlas. Como era sargento me dieron la tarea de conformar un pelotón. Junto con el Jefe local llamado Floreslindo, un tanto pequeño, de ojos rasgados, penetrantes y sumamente renegón, formamos un ejército de hombres y mujeres armados con palos y machetes. Sin perder el tiempo salimos con dirección a Llipa y llegamos antes que amanezca. La gente sorprendida no sabía qué hacer. Los reunimos en la plaza y uno de los jefes pronunció su acostumbrado discurso y para reforzar lo que había dicho le cedió la palabra a una pequeña lideresa, recuerdo que se llamaba Rubiela. Ella con su voz menuda arengaba a la población, y entre otras cosas repetía «acabar con la explotación». Yo me alegraba y me sentía más contento porque pensaba que acabaría la explotación de mis antiguos amos y de mis amos actuales, y me sentía líder de ese movimiento. Algún día llegaría la libertad para toda nuestra especie.
A la mañana siguiente pasábamos del centenar de combatientes armados con palos y machetes. Tan igual como la noche anterior incursionamos al pueblo de Huanri. La gente nos miraba con temor; sin embargo fueron reclutados. Ese ejército tenía la misión de hacer un largo viaje y atacar por sorpresa a las fuerzas reaccionarias acantonadas cerca de Paramonga, en el norte chico. Por el camino, organizados en cuatro batallones avanzamos ordenadamente. Los más osados eran los jovencitos, quienes estaban ansiosos de acabar con el enemigo a punta de balazos y machetazos. Al rayar el alba llegamos a Aynaca, un pueblito cerca de Oyón. Reunimos a la gente para nuestra acostumbrada arenga. Dejamos a los vigilantes fuera de la población para cuidar y dar aviso ante cualquier peligro. En plena charla, repentinamente, fuimos atacados desde los cuatro costados del pueblo. Salimos a repeler con las ametralladoras vomitando fuego, pero un helicóptero artillado volaba sobre nuestras cabezas sembrando la muerte. Las balas silbaban en medio de un ruido infernal. Fueron minutos de carnicería. Yo, ya no tenía escapatoria. Ambas bocacalles estaban llenas de soldados. Lo que hice fue arrojarme en un rincón de la calle y desde allí pude ver cómo nuestra gente moría. Unos arrojando abundante sangre, otros agonizaban arrastrándose por las calles. Fue una derrota catastrófica. Espantados, los sobrevivientes huimos como pudimos del lugar y sin descansar, después de tres meses, perdidos entre los andes, llegamos a nuestro pueblo. Al hacer el conteo muchos jóvenes ya no estaban con nosotros. Las mamás desesperadas lloraban por la pérdida de sus hijos y no comprendían el porqué de esta tragedia.
Desde aquella vez los jefes dejaron de visitar al pueblo no sabemos por qué razones. Quizá porque los combatientes fueron derrotados, aniquilados o porque ellos murieron en aquella confrontación. Nunca supimos la cantidad de muertos en esa refriega.
Los soldados del ejército y la marina averiguaron que nuestro pueblo era una de las bases de apoyo y prepararon la incursión. La gente ya no dormía en sus casas. Las cuevas de los peñascos y los campos eran los lugares donde pernoctábamos. Si escuchábamos los sonidos de los helicópteros huíamos del pueblo en cuestión de segundos para escondernos en nuestros refugios. Fueron meses muy difíciles.
A través del servicio de inteligencia ubicaron a los cabecillas o líderes locales. Le hicieron el seguimiento, y una buena madrugada les cayeron a los cuatro cabecillas, tres de ellos fueron apresados y uno de ellos que había advertido el peligro, cuando las ráfagas de las carabinas sonaban en sus oídos, cerrando los ojos, haciendo zigzags ingresó a toda velocidad a la quebrada y no paró hasta llegar al río Grande y de allí, hasta Lima. Los tres cabecillas fueron conducidos a Huaraz, allí fueron procesados y sentenciados a largos años de prisión.
La reconstrucción de la vida comunal fue muy lenta. Yo volví a la casa de mis antiguos amos quienes me recibieron con el mismo amor de siempre. Y volvió la bulla de los niños en la escuela. En las horas de recreo redoblaban las tarolas y sonaban las cornetas. El profesor los dejaba tocar para que aprendieran porque ya se aproximaba las Fiestas Patrias. De tanto redoblar se rompieron los cueros de los redoblantes, entonces indagaron el precio y costaba muy caro. Inicialmente pensaron reemplazar con los cueros de carneros. Los procesaban durante una semana enterrándolo en un pozo con agua salada para sacar hasta la última fibra de lana. Es cierto que el cuero salía blanquísimo y era tan parecido a los que vendían en las tiendas pero eran muy débiles, se rompían en dos o tres días; entonces idearon reemplazarlos con cueros de perros; allí sí el cuerpo se me escarapeló. Los perros morían ahorcados. Estos niños eran peores que los «terrucos» y soldados. En el transcurso de una semana los redoblantes ya sonaban y los sonidos eran mejores que los originales vendidos en las tiendas. Allí vi morir a Sandor, a Leal, a Lunático, a Jóker, a Blúmer, a Lucifer, a Como tú, en fin. Eran sacrificados para servir a la patria en el desfile del 28 de julio.
Una mañana sentí una punzada en el corazón y pensé que ya me tocaba el turno. Efectivamente, de sorpresa me echaron lazo por el cuello y me arrastraron hasta Raqramanzana, allí había un inmenso molle que era el lugar de los suplicios. No respetaron ni mi grado de sargento y me colgaron. No fue tan fácil despedirme de este mundo. Mi suplicio duró horas porque era un inmenso animal y sumamente gordo.
Cuando expiré mi almita salió volando. Aunque mis verdugos no me veían contemplé cómo mi cuerpo era despellejado y mi carne era tan parecida a la de un cordero. Uno de los muchachos que dirigía el pelotón de aniquilamiento ideó cortar mis dos piernas para obsequiarlo a Flavio a fin de que llevara a su casa e hiciera un buen caldo. Él era un jovencito con retardo mental, pues gustoso recibió y se fue por la calle con las dos inmensas piernas sobre sus hombros.
Doña Crisólida que vio la apetitosa presa se acercó al jovencito y le ofreció un manojo de plátanos a cambio de las dos piernas. Flavio se negó y dijo que llevaría a su casa y que la carne era destinada para su mamá. Una vez más tentó Crisólida y mostrándole los plátanos y una porción de panes le propuso nuevamente el trueque. El joven aceptó porque los plátanos y los panes estaban en sus manos. La mujer ya en casa preparó el apetitoso caldo, cuyas presas hervían en medio de la grasa.
Don Federico al llegar a casa sumamente cansado, agobiado por el trabajo de la jornada diaria, desde la puerta percibió el olor a caldo y al ver que la carne hervía en medio de la olla, preguntó a su mujer:
-¿Borrega de quién ha muerto?
Ella calló, luego un tanto molesta respondió:
-No importa borrega de quién haya muerto, toma tu caldo.
Y se sentaron sobre sus bancos, juntamente con sus hijos para cenar. La carne en medio del plato llamaba a darle un mordisco y el caldo humeaba arrojando su apetitoso sabor. Plato tras plato fueron consumidos hasta dejar la olla vacía.
Jamás me imaginé que hasta de muerto continuaría haciendo historia. En vida hice lo que pude hasta alcanzar el grado de sargento en las horas más difíciles del pueblo, ahora, mi piel, mi cuero curtido a través de los años sonaba tan claro en el redoblante más grande de la escuela haciendo marchar a los niños en Fiestas Patrias.
Después de todo, a pesar de mi trágica muerte, me alegro de haber servido de alimento a toda una familia y así pasar a la posteridad para ser recordado a través de generaciones.
Manuel L. Nieves Fabián
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