MANUEL NIEVES FABIÁN
EL TÍO DE LUIS PARDO
Contado en Canis lo que le sucedió a don Manuel Pardo, tío de Luis Pardo.
Don Manuel Pardo, el tío de don Luis, hombre de mediana estatura, con bigotes no tan poblados, con su pausado modo de hablar, reflejaba una paz espiritual, muy lejos de emular la personalidad y las hazañas de su sobrino.
Como médico veterinario al servicio del estado tenía la misión de recorrer los pueblos del departamento y sobre todo los de la provincia de Bolognesi previniendo con las vacunas la proliferación de la fiebre aftosa que diezmaba a los ganados vacunos.
En una noche de tertulia, estando de paso por Canis, ante la atención de los que le acompañaban en la cena, al ser requerido que contara las hazañas de su sobrino Luis Pardo, hizo una confesión de una anécdota ocurrida en Yungay, precisamente al recordar las andanzas de su sobrino.
Aquel día, luego de haber vacunado los ganados, como muestra de aprecio y agradecimiento, fue invitado a almorzar por un prominente ganadero yungaíno
El ganadero, para que la reunión fuera más amena, había invitado a los otros ganaderos, a los vecinos notables del lugar y sobre todo al sacerdote del pueblo para que diera la bendición a los variados potajes que iban a ser consumidos.
A medida que iban llegando los invitados, entre ellos, los notables del lugar, el dueño de casa iba presentando al veterinario don Manuel Pardo.
Ya estando sentados alrededor de la mesa, antes de la bendición, el apellido Pardo cada vez más volvía aparecer en la mente del sacerdote, y no había modo cómo empezar el diálogo; finalmente, rompiendo los protocolos, dirigiéndose a don Manuel, soltó la interrogación:
–¿De dónde es Ud., señor Pardo?
–De Chiquián –respondió el aludido.
–¿Usted es pariente de Luis Pardo? –inquirió con un tono agudo y penetrante, el sacerdote.
–Soy su tío –respondió con suma calma y tranquilidad.
Como el sacerdote conocía muy de cerca las hazañas del famoso bandolero, pensó encontrar en un familiar de Pardo a otro personaje con bastante arrojo, solvencia y personalidad dominante.
Al conocer que Manuel Pardo era chiquiano y tío de Luis Pardo, todos recordaban animadamente, a su manera, los pasajes del “Justiciero y Defensor de los Pobres”. El que menos hablaba y permanecía en silencio era don Manuel.
El cura que era uno de los que más animadamente recordaba a Luis Pardo, notó la parquedad y sobre todo la humildad de don Manuel; entonces, surgió la duda. No era posible que alguien que llevara la sangre en las venas del famoso bandolero se portara así. Para verificar sus dudas, buscó mil maneras a fin de que el veterinario hablara y contara algo a cerca de su sobrino; al no conseguirlo, sumamente irritado, el cura empezó a satirizarlo llegando al extremo de ridiculizarlo. Todos los invitados, ante el silencio y la calma de don Manuel, también se sumaron y se reían burlonamente.
El cura, perdiéndole completamente el respeto, alzó la voz y dijo alto y tronante: “¡Yo no creo que tú seas el tío de Pardo! ¡Los Pardo son habladores! ¡Los Pardo son valientes! ¡Los Pardo son...”
Y cuando iba a continuar su perorata, como dice el dicho: “Tanto va el agua al cántaro”, don Manuel literalmente explosionó, y con la velocidad de un rayo se paró bruscamente de su asiento y a voz en cuello, con toda su furia gritó:
–¡Yo soy Manuel Pardo, carajo, tío de Luis Pardo!
Circunstancia en que sacó una pistola reluciente que llevaba escondida debajo del cinturón, y puso con toda su furia sobre la mesa que con el impacto la madera empezó a temblar, mientras el arma giraba en círculo teniendo como eje el mango, dispuesta a disparar.
Todos se quedaron paralizados con los ojos inmensamente abiertos mirando con asombro cómo el pequeño metal reluciente buscaba a su víctima para perfumarla con olor a pólvora y azufre.
El sacerdote, arrepentido de sus palabras injuriantes no podía creer lo que estaba viendo. Lleno de pánico y con el cuerpo que le tiritaba apenas podía respirar. No tuvo el coraje de mirar el rostro desafiante de don Manuel, pues, con el semblante sumamente pálido se levantó como un resorte de su asiento, y sin pedir permiso a los que estaban dispuestos a saborear los potajes, con las manos temblorosas cogió su sombrero y partió a la carrera como espantado por el mismo diablo.
Manuel Nieves Fabián
[email protected]
Don Manuel Pardo, el tío de don Luis, hombre de mediana estatura, con bigotes no tan poblados, con su pausado modo de hablar, reflejaba una paz espiritual, muy lejos de emular la personalidad y las hazañas de su sobrino.
Como médico veterinario al servicio del estado tenía la misión de recorrer los pueblos del departamento y sobre todo los de la provincia de Bolognesi previniendo con las vacunas la proliferación de la fiebre aftosa que diezmaba a los ganados vacunos.
En una noche de tertulia, estando de paso por Canis, ante la atención de los que le acompañaban en la cena, al ser requerido que contara las hazañas de su sobrino Luis Pardo, hizo una confesión de una anécdota ocurrida en Yungay, precisamente al recordar las andanzas de su sobrino.
Aquel día, luego de haber vacunado los ganados, como muestra de aprecio y agradecimiento, fue invitado a almorzar por un prominente ganadero yungaíno
El ganadero, para que la reunión fuera más amena, había invitado a los otros ganaderos, a los vecinos notables del lugar y sobre todo al sacerdote del pueblo para que diera la bendición a los variados potajes que iban a ser consumidos.
A medida que iban llegando los invitados, entre ellos, los notables del lugar, el dueño de casa iba presentando al veterinario don Manuel Pardo.
Ya estando sentados alrededor de la mesa, antes de la bendición, el apellido Pardo cada vez más volvía aparecer en la mente del sacerdote, y no había modo cómo empezar el diálogo; finalmente, rompiendo los protocolos, dirigiéndose a don Manuel, soltó la interrogación:
–¿De dónde es Ud., señor Pardo?
–De Chiquián –respondió el aludido.
–¿Usted es pariente de Luis Pardo? –inquirió con un tono agudo y penetrante, el sacerdote.
–Soy su tío –respondió con suma calma y tranquilidad.
Como el sacerdote conocía muy de cerca las hazañas del famoso bandolero, pensó encontrar en un familiar de Pardo a otro personaje con bastante arrojo, solvencia y personalidad dominante.
Al conocer que Manuel Pardo era chiquiano y tío de Luis Pardo, todos recordaban animadamente, a su manera, los pasajes del “Justiciero y Defensor de los Pobres”. El que menos hablaba y permanecía en silencio era don Manuel.
El cura que era uno de los que más animadamente recordaba a Luis Pardo, notó la parquedad y sobre todo la humildad de don Manuel; entonces, surgió la duda. No era posible que alguien que llevara la sangre en las venas del famoso bandolero se portara así. Para verificar sus dudas, buscó mil maneras a fin de que el veterinario hablara y contara algo a cerca de su sobrino; al no conseguirlo, sumamente irritado, el cura empezó a satirizarlo llegando al extremo de ridiculizarlo. Todos los invitados, ante el silencio y la calma de don Manuel, también se sumaron y se reían burlonamente.
El cura, perdiéndole completamente el respeto, alzó la voz y dijo alto y tronante: “¡Yo no creo que tú seas el tío de Pardo! ¡Los Pardo son habladores! ¡Los Pardo son valientes! ¡Los Pardo son...”
Y cuando iba a continuar su perorata, como dice el dicho: “Tanto va el agua al cántaro”, don Manuel literalmente explosionó, y con la velocidad de un rayo se paró bruscamente de su asiento y a voz en cuello, con toda su furia gritó:
–¡Yo soy Manuel Pardo, carajo, tío de Luis Pardo!
Circunstancia en que sacó una pistola reluciente que llevaba escondida debajo del cinturón, y puso con toda su furia sobre la mesa que con el impacto la madera empezó a temblar, mientras el arma giraba en círculo teniendo como eje el mango, dispuesta a disparar.
Todos se quedaron paralizados con los ojos inmensamente abiertos mirando con asombro cómo el pequeño metal reluciente buscaba a su víctima para perfumarla con olor a pólvora y azufre.
El sacerdote, arrepentido de sus palabras injuriantes no podía creer lo que estaba viendo. Lleno de pánico y con el cuerpo que le tiritaba apenas podía respirar. No tuvo el coraje de mirar el rostro desafiante de don Manuel, pues, con el semblante sumamente pálido se levantó como un resorte de su asiento, y sin pedir permiso a los que estaban dispuestos a saborear los potajes, con las manos temblorosas cogió su sombrero y partió a la carrera como espantado por el mismo diablo.
Manuel Nieves Fabián
[email protected]