manuel nieves fabián
¡CHARIKUY, DUMIMGU RAMUS!
(¡Agárrate, Domingo Ramos!)
(¡Agárrate, Domingo Ramos!)
En todo el mundo católico, en vísperas de Semana Santa, se celebra el Domingo de Ramos, en la que se repite la escena del ingreso triunfal de Jesús a Jerusalén montado en un burrito.
El hecho que nos ocupa ocurrió en uno de los pueblos de nuestra provincia, un Domingo de Ramos, en Semana Santa.
Por aquel año, el cura Marabotto, párroco de la iglesia, desde el año anterior se había preocupado en seleccionar a los animales mansos y nobles para la celebración de la fiesta y, dio la casualidad que para la Semana Santa de ese año había elegido a una hermosa burrita.
El domingo por la mañana, el mismo Rdo. Padre Marabotto lo bañó y peinó al animal, luego lo adornó con sumo cuidado a fin de que quedara presentable para salir en procesión conduciendo la imagen del Señor.
Como lo había provisto, los fieles se aglomeraron a la entrada del pueblo y empezó la «Entrada triunfal».
Cuando la procesión se acercaba a una de las esquinas de la plaza, un campesino que acababa de llegar desde su pueblo, precisamente para participar de la fiesta religiosa, se vio envuelto en tremendo lío. Su burrito, por más que le gritaba y sujetaba con la soga, en un costado de la calle, había estirado su pescuezo y con las orejas levantadas, los ojos desorbitados y rebuznos ahogados, trataba de ingresar por entre la multitud. Nuestro amigo no sabía cómo controlar a su animal. Más pudo la fuerza del asno que rompió la soga y atropellando a los fieles, en veloz trote llegó hasta la hembra que, orejeando conducía la imagen.
La burrita, en esas circunstancias, al ser acosado y perseguido, huyó en veloz carrera por las calles, dando coces al aire, seguido de cerca por el intruso.
Los fieles, confundidos, no sabían qué hacer. Unos, corrían detrás de los animales y los otros, gritaban desesperados:
–¡Ataqaykallamuy! ¡ataqaykallamuy! (¡Atajen!, ¡atajen por favor!)
Los varones que corrían tras los animales, llenos de coraje, le daban valor al santo, diciéndole:
–¡Charikuy Dumingu! ¡Duminguqa manam kujuuduchu, karajo! (¡Agárrate Domingo! ¡Domingo no es un cojudo, carajo!)
–¡Charikuy taytay! (¡Agárrate padrecito!)
La burrita continuaba su fuga a trote, respingando, cayéndose, levantándose, hasta que por fin fue acorralada. Cuando lo detuvieron, sólo encontraron fragmentos de la imagen amarrados en la montura.
La cólera de los fieles se trocó en llanto, en dolor, en ira, y no sabiendo qué hacer ante lo sucedido optaron por apresar al borrico y al dueño.
El campesino que, aún no salía de su asombro, sumamente perplejo, ante el acoso de la multitud, no podía cómo explicar las travesuras de su animal.
Imaginándose que la reparación de la imagen iba ser costosísima y la maldición divina le llegaría irremediablemente, después de los días de encierro en la cárcel, luego de haber meditado profundamente, a cambio de su libertad tomó la decisión que, el culpable, como castigo, pagara sus faltas y delitos trabajando en la parroquia hasta los últimos días de su vida.
Manuel NIeves Fabián
El hecho que nos ocupa ocurrió en uno de los pueblos de nuestra provincia, un Domingo de Ramos, en Semana Santa.
Por aquel año, el cura Marabotto, párroco de la iglesia, desde el año anterior se había preocupado en seleccionar a los animales mansos y nobles para la celebración de la fiesta y, dio la casualidad que para la Semana Santa de ese año había elegido a una hermosa burrita.
El domingo por la mañana, el mismo Rdo. Padre Marabotto lo bañó y peinó al animal, luego lo adornó con sumo cuidado a fin de que quedara presentable para salir en procesión conduciendo la imagen del Señor.
Como lo había provisto, los fieles se aglomeraron a la entrada del pueblo y empezó la «Entrada triunfal».
Cuando la procesión se acercaba a una de las esquinas de la plaza, un campesino que acababa de llegar desde su pueblo, precisamente para participar de la fiesta religiosa, se vio envuelto en tremendo lío. Su burrito, por más que le gritaba y sujetaba con la soga, en un costado de la calle, había estirado su pescuezo y con las orejas levantadas, los ojos desorbitados y rebuznos ahogados, trataba de ingresar por entre la multitud. Nuestro amigo no sabía cómo controlar a su animal. Más pudo la fuerza del asno que rompió la soga y atropellando a los fieles, en veloz trote llegó hasta la hembra que, orejeando conducía la imagen.
La burrita, en esas circunstancias, al ser acosado y perseguido, huyó en veloz carrera por las calles, dando coces al aire, seguido de cerca por el intruso.
Los fieles, confundidos, no sabían qué hacer. Unos, corrían detrás de los animales y los otros, gritaban desesperados:
–¡Ataqaykallamuy! ¡ataqaykallamuy! (¡Atajen!, ¡atajen por favor!)
Los varones que corrían tras los animales, llenos de coraje, le daban valor al santo, diciéndole:
–¡Charikuy Dumingu! ¡Duminguqa manam kujuuduchu, karajo! (¡Agárrate Domingo! ¡Domingo no es un cojudo, carajo!)
–¡Charikuy taytay! (¡Agárrate padrecito!)
La burrita continuaba su fuga a trote, respingando, cayéndose, levantándose, hasta que por fin fue acorralada. Cuando lo detuvieron, sólo encontraron fragmentos de la imagen amarrados en la montura.
La cólera de los fieles se trocó en llanto, en dolor, en ira, y no sabiendo qué hacer ante lo sucedido optaron por apresar al borrico y al dueño.
El campesino que, aún no salía de su asombro, sumamente perplejo, ante el acoso de la multitud, no podía cómo explicar las travesuras de su animal.
Imaginándose que la reparación de la imagen iba ser costosísima y la maldición divina le llegaría irremediablemente, después de los días de encierro en la cárcel, luego de haber meditado profundamente, a cambio de su libertad tomó la decisión que, el culpable, como castigo, pagara sus faltas y delitos trabajando en la parroquia hasta los últimos días de su vida.
Manuel NIeves Fabián